30 años del Sónar: el festival donde se cruzan el futuro de la música y la técnica imagina de nuevo la vida
El certamen musical cumple tres décadas. La velocidad extrema y la concentración fragmentada de la era digital, los dilemas de la inteligencia artificial para la creación artística y la vanguardista diáspora africana vertebran esta edición
La primera, en la frente: ni Samantha Hudson (de 24 años), ni Rusowsky (de 24), ni Parkineos (de 26) habían pisado el Sónar antes de ser incluidos en su programación. Sin embargo, son tres de las grandes apuestas patrias del festival barcelonés de música, creatividad y tecnología, que lleva adelantándonos lo que viene desde hace 30 años y que este reúne más de 250 propuestas. Pertenecen a esa generación que gestó su...
La primera, en la frente: ni Samantha Hudson (de 24 años), ni Rusowsky (de 24), ni Parkineos (de 26) habían pisado el Sónar antes de ser incluidos en su programación. Sin embargo, son tres de las grandes apuestas patrias del festival barcelonés de música, creatividad y tecnología, que lleva adelantándonos lo que viene desde hace 30 años y que este reúne más de 250 propuestas. Pertenecen a esa generación que gestó su yo artístico durante la reclusión de la pandemia para explotar después a toda velocidad y en todas las direcciones que permite el multiverso cultural. Representan el presente de ese futuro acelerado, sobreestimulado e hiperconectado. Samantha Hudson lo resume rapidito: “Nuestras referencias no son físicas, no son los festivales; es internet, que es la hemeroteca de todo con un solo clic. Y el Sónar era el caldo de cultivo de todo lo moderno, pero ahora ya te vienes con eso estudiado de casa”.
Mientras ejerce de caballo de Troya en los medios masivos vía Pasapalabra o Tu cara me suena, la cantante y performer preserva una inteligencia underground que le permite volver al Sónar, tras su triunfal paso en 2022, transformada en diva makinera. Comparte vocación neobakala con Parkineos, que, oculto bajo su pasamontañas fosforito, ha logrado atraer la electrónica de descampado a salas donde los chavales se entregan a las aceleraciones de su hardcore techno descamisados y con gafas de sol. Como en las raves de los noventa. “Puede que sea una nostalgia colectiva e idealizada por no haber vivido la ruta del bakalao”, apunta. Quienes piensen que su mundo les queda muy alejado se equivocan: suya es la remezcla pasada de bombo y revoluciones de Bizcochito, de Rosalía, a la que la propia cantante ha concedido su beneplácito.
Junto a ellos, Rusowsky, una de esas cabezas que hacen avanzar la música gracias a su desprejuiciada integración de estilos (atrajo incluso a C. Tangana, que le solicitó una colaboración) y que ha cargado con el sambenito de bedroom pop o pop hecho en casa. “Todo el mundo ahora hace movidas desde su habitación, así que, menciones lo que menciones, es bedroom algo. Entiendo que se quieran definir las cosas, pero categorizar cada vez tiene menos sentido. Pasa igual con los estilos. Si te gusta una movida, ¿por qué no la vas a meter?”, razona. Y eso es, precisamente, lo que se puede esperar de su aparición en su faceta como disc jockey en el Sónar: lo inesperado.
Comparten como principal fuente musical SoundCloud y destacan particularmente un subgénero, el nightcore, “que es, básicamente, cualquier canción que se te ocurra acelerando su tempo”, dice Samantha. Y sigue: “YouTube está lleno, yo me he escuchado hasta Melendi en nightcore y suena fenomenal. Haz la prueba, busca cualquier artista y sus canciones están”. Reconocen que están acostumbrados a vivir deprisa. A escuchar los whatsapps a doble velocidad, a pasar de canción a los 18 segundos, a estar a cinco cosas a la vez. “Yo, si no estoy produciendo música, necesito estar con el Photoshop abierto mientras miro Twitch, veo Twitter y tengo unos vídeos sueltos de fondo”, dice Parkineos. Y Samantha lo secunda: “Estamos más neurodivergentes que nunca. Para concentrarte necesitas estar a 300 cosas a la vez”.
Los responsables de Domestic Data Streamers ni saben mucho de esta infoxicación (o sobrecarga informativa) a la que se refiere Samantha Hudson. Una de las instalaciones más recientes de este colectivo de Barcelona es un ensayo audiovisual inmersivo en el que el visitante podía observar una enorme pantalla en el techo con un scroll infinito de pantallas de móvil vomitando imágenes y mensajes. Vamos, nuestro día a día. Domestic Data Streamers llevan una década traduciendo el bombardeo de datos a historias, experiencias y exposiciones. Son protagonistas de una de las presentaciones de Sónar+D, el otro Sónar, punto de encuentro entre arte, sonido y tecnología. Este año, inevitablemente, centra su programa en la inteligencia artificial y su impacto en las artes, con la lección de los japoneses Rhizomatiks sobre la generación de imágenes basada en prompts (las indicaciones que se dan a la IA para lograr que realice una determinada acción) o la charla de la académica Kate Darling, una de las mayores expertas en ética robótica.
“El Sónar es un espacio clave para hablar de las implicaciones éticas y legales de la IA, ya que aquí se reúne uno de los públicos que va a ser más afectado por ella: el sector creativo”, apuntan Pau García (de 34 años) y Marta Handenawer (de 29), fundador y directora creativa de Domestic Data Streamers. Actualmente están desarrollando un experimento con ancianos para recrear sus recuerdos utilizando inteligencia artificial generativa. Entienden que el discurso ante la IA está muy polarizado. “Frente a la realidad naíf de Silicon Valley está el pesimismo del historiador Yuval Noah Harari. En Sónar+D hablaremos de la importancia de buscar espacios intermedios donde, desde una perspectiva crítica y con conocimiento real de las limitaciones de esta tecnología, se puedan generar nuevos sistemas y herramientas que tengan realmente a las comunidades y ecosistemas en el centro de la ecuación”, median. Aunque conceden que “el futuro de la IA es realmente incierto. Tenemos que pensar que estas herramientas generarán más de lo que ya están haciendo, pero a mayor velocidad. Es decir, si tú eres capaz de mandar excrementos a la velocidad de la luz, la tecnología será increíble, pero lo que recibirás seguirán siendo excrementos”, vaticinan sobre sus usos.
De vuelta al terreno musical, el Sónar ha aprendido a sostener ese difícil equilibrio entre lo comercial conocido y las nuevas sensaciones. Hace siete años apostó por un escenario talla XS por donde pasara la, por entonces, floreciente cantera del trap, el reguetón y otros ritmos urbanos y latinos, y atrajera consigo a esa necesaria renovación de público que hace oídos sordos a los tótems viejunos de los platos. En 2018 lo abrió pinchando a las cuatro de la tarde, ante 200 curiosos, Merca Bae (alias de Alejandro Silva, de 29 años). “Para mí aquello fue todo un éxito”, se ríe. Volvió al año siguiente como parte del equipo de producción de Bad Gyal. Desde entonces, es su disc jockey oficial y uno de los arquitectos de su sonido. Acompañará de nuevo este año a la diva blin blin, ya elevada a gancho del Sónar de Noche.
Merca Bae también presentará sobre el escenario SonarPark by Dice su primer live propio, 2048, una premonición de cómo debe sonar el futuro inmediato tras el reinado del dancehall, el dembow o el jungle. Aunque confiesa que le cuesta comulgar con esa agresividad y aceleración de BPM (beats per minute, la cantidad de pulsaciones que caben en un minuto) que se impone hoy en las pistas. “Yo lo achaco a un efecto pospandemia. La gente dijo: ‘¿Que no he podido salir en un año? Pues ahora lo voy a descargar todo en la discoteca’. De ahí ese clubbing superenergético y violento actual. A mí me gusta pinchar alrededor de los 100 BPM, que son las pulsaciones del reguetón o del dancehall. Tú antes podías estar pinchando a ese ritmo de 3.00 a 4.30, por ejemplo, y el público se bailaba el set entero. Pero estamos en un punto en el que la gente pide que la cosa vaya para arriba y ya no puede parar. Hemos entrado en un terreno de algo que han llamado hard dance en el que se pincha de manera sostenida a 160 o 170 BPM con bombos a negras [el bombo del techno]. Es un sonido muy duro y muy rápido. Reconozco que todo eso me ha influido, pero llega un punto de velocidad que no sobrepaso, me parece demasiado”.
En ese presente del futuro que nos ocupa, Merca Bae confiesa que hay géneros africanos de creciente presencia en las pistas globales que le seducen particularmente, pero a los que se asoma con el máximo respeto. “Hay artistas que ya los representan muy bien, y yo, como mucho, puedo incluir pequeños guiños con mucho tacto para abrir mentes y contribuir a que sus auténticos artífices sean contratados para exponerlo en vivo aquí”, dice. Se refiere a innovadores estilos híbridos, como el amapiano, una variante sudafricana del house, o al gqom, que significa “percusión” en zulú y del que veremos en el Sónar a uno de sus exponentes destacados, el trío Omagoqa.
Los máximos impulsores de esos sonidos en España, Jokkoo Collective, también están invitados al aniversario del festival. Este colectivo de artistas afrodescendientes afincados en Barcelona construye desde hace siete años toda una escena a partir de la difusión de una cultura a la que raramente conceden visibilidad clubes nocturnos o instituciones culturales (en su caso, han programado noches trimestrales en Razzmatazz y comisariado el ciclo Electrónica en Abril en La Casa Encendida de Madrid). Para ello, han montado su propio espacio en una nave industrial semiabandonada de la Zona Franca desde donde programan sus propias fiestas (bautizadas como FOC; fuego, en catalán). “Jokkoo significa conexión en wólof. Por una parte, nuestra misión es difundir la música electrónica y experimental del continente africano y de su diáspora. Y, por otra, crear una comunidad a través del sonido”, explican.
Sus integrantes tienen entre los 29 y los 40 años. Baba Sy es de Senegal, pero lleva décadas en España; Miriam Camara (alias TNTC) nació en España y sus raíces están en Guinea-Conakry; Nicolas Beliot (alias Mookie) e Ismaël Ndiaye son franceses, el primero con origen en la isla caribeña de Guadalupe y el segundo en Senegal, y Oscar Taylor (alias Opoku) es inglés descendiente de ghaneses. Maguette Dieng, española de origen senegalés y conocida como Mbodj, ejerce de portavoz de este heterogéneo grupo autogestionado que habla de sí mismo en femenino del plural, poniendo de manifiesto su apuesta por la diversidad. Para ellas, el frenazo de la covid ha supuesto un punto de inflexión en la deriva de la escena electrónica. “Con todo el ocio nocturno cerrado, los diferentes artistas se juntaron para fortalecer sus espacios con el objetivo de no frenar la cultura. Al contar cada vez más con recursos propios en diferentes partes del mundo, los colectivos han creado una red de intercambios y colaboraciones en sus espacios seguros para gente queer, diversa y racializada. De esta manera, han logrado ser más independientes frente a los bookers, las agencias, los clubes y otras instituciones clásicas”, apuntan como apuesta de futuro.
Junto con su intervención en las narrativas de la diáspora, y a pesar de sus diferencias, Jokkoo Collective comparten la voluntad de visibilización de colectivos tradicionalmente excluidos del establishment electrónico con La Niña Jacarandá, personalidad artística de Isamit Morales (de 40 años). Chilena de origen venezolano, esta creadora plástica y productora musical regenta en Barcelona su propia escuela de disc jockeys “feminista y anticolonial” Sin Sync School, cuyo nombre ya es toda una declaración de intenciones: el sync es un botón que sincroniza automáticamente dos canciones, todo un sacrilegio para los disc jockeys clásicos acostumbrados a cuadrar ellos mismos la mezcla. Nació, como ella misma cuenta, a raíz de su propio aprendizaje a los platos hace cinco años. “Yo veía a mis amigos que se dedicaban a esto, en su mayoría chicos, tocando cables, y pensaba: ‘Deben de ser genios, cuánto habrán estudiado para esto tan complicado’. Hasta que dije: ‘¿Por qué me autolimito pensando que yo no puedo?’. Comencé como un desafío personal y enseguida me encontré con que al final de mis sets se me acercaban chicas a preguntar cómo aprendí. Fue más desde ese deseo de compartir conocimiento y tener una repercusión muy concreta en determinadas comunidades de la escena. Ahora por fin se empiezan a ver más chicas y chiques en cabina. Mi manera de enseñar es cuestionar cómo se debe pinchar, porque otros géneros te piden cosas muy diferentes al house o el techno. Hay cosas que están por encima del virtuosismo, como el buen gusto, la selección y el estilo”. Y anuncia que el futuro está en la deconstrucción. “Para mí el posclub es el presente: permitirte jugar con los cambios de BPM en lugar de utilizar el mismo tempo durante tu sesión de dos horas y pinchar jersey club [un género muy popular en el ballroom, espacios de expresión de la comunidad LGTBIQ+] con ambient, con reguetón, con dembow, con dancehall… ¿Debe tener sentido? No lo sé, pero tampoco sé si es importante que lo tenga”.
Desde la urgencia del presente, queremos preguntar a la inteligencia artificial cuál es el futuro del Sónar. Domestic Data Streamers lo desaconsejan: “Constituiría un oxímoron. El Sónar busca en los límites, en lo inesperado e imprevisto, en las anomalías, y afortunadamente los datos todavía no pueden ser de ayuda en este sentido. Así que podemos afirmar que el futuro del Sónar aún mantiene el atractivo de ser un misterio”.