La traductora del nuevo bum latino es de Kentucky y cree en los espíritus

Megan McDowell, que ha llevado al inglés a Alejandro Zambra, Mariana Enríquez y Samanta Schweblin, compara su labor con la de una médium

McDowell, en el bar Kentucky, un clásico de Barcelona.Vicens Gimenez

Sentada en un taburete que en otro tiempo estuvo atornillado al suelo para evitar que marines de paso en la ciudad iniciaran la clase de peleas que no acaban bien, Megan McDowell (Richmond, Kentucky, 44 años) hace su trabajo. La camarera acaba de pedirle que traduzca lo que dicen el par de marineros neozelandeses achispados que hay al fondo de la barra. La barra es la barra del barroco y muy yanqui Kentucky, el legendario local barcelonés detenido en el tiempo desde 1951. Ni la camarera ni los marineros tienen la más remota idea de que McDowell es una estrella mundial de lo que tan generosamen...

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Sentada en un taburete que en otro tiempo estuvo atornillado al suelo para evitar que marines de paso en la ciudad iniciaran la clase de peleas que no acaban bien, Megan McDowell (Richmond, Kentucky, 44 años) hace su trabajo. La camarera acaba de pedirle que traduzca lo que dicen el par de marineros neozelandeses achispados que hay al fondo de la barra. La barra es la barra del barroco y muy yanqui Kentucky, el legendario local barcelonés detenido en el tiempo desde 1951. Ni la camarera ni los marineros tienen la más remota idea de que McDowell es una estrella mundial de lo que tan generosamente está haciendo por ellos. Sí, traducir. Su traducción de Siete casas vacías le ha valido a Samanta Schweblin el prestigioso National Book Award este año. Y a ella también, claro. Que el otro único argentino que lo ganase fuese Julio Cortázar, con su libro favorito, Rayuela —Megan tiene una rayuela tatuada en el brazo—, parece algo que alguien hubiera escrito en algún momento del pasado pensando en su brillante futuro.

Creció en el Medio Oeste americano, junto a una hermana gemela de la que primero quiso distinguirse y luego no pudo separarse. La siguió hasta Chicago cuando se fue. Sus padres, ella una exmonja, él un exhippy, les leían en voz alta cuando eran niñas y luego dejaban a su alcance “cosas rarísimas”, cosas como La colina de Watership, de Richard Adams, una distopía con conejos. Pero fue la literatura traducida la que le hizo darse cuenta de que había un mundo ahí fuera. Luego llegó Chile. “Un amigo músico pensó que sería buena idea comprar un viejo hotel en Valparaíso y convertirlo en centro cultural. La cosa no salió, pero yo me fui de todas formas”, dice. Para entonces, ya había trabajado para el sello Dalkey Archive como lectora y estaba decidida a aprender otro idioma para lanzarse a traducir los libros de los que se enamorase. No fue fácil. “Estados Unidos tiende a creer que nada importa salvo él mismo”. ¿Por qué no probar a escribir, sin más, entonces? “Yo quería dar voz a aquellos que no la tenían en mi lengua. No creía que el mundo necesitase la voz de otra mujer blanca privilegiada”, responde.

Dice que su oficio —que practica desde Barcelona ahora mismo, desde un piso con vistas a la pensión en la que vivía Roberto Bolaño— tiene un lado místico: “Cada vez más siento que el libro pasa a través de mí, que, de alguna forma, revive en mi cabeza”. A Megan le gustaría creer en fantasmas. De hecho, colecciona historias de apariciones a escritores. “Estoy convencida de que los buenos escritores tienen algún tipo de contacto con el más allá”, dice. Su carrera, que ha batallado desde la trinchera, luchando por cada libro, es hoy de las más admiradas del sector. Da voz, entre otros, a Alejandro Zambra, Mariana Enriquez y Schweblin, a quien solo había visto tres veces antes de la gala del National Book Award, a la que llegó tarde pero sabiendo que iban a ganar. “La madre de Samanta es vidente”, confiesa. Traduce dos, cuatro y a veces hasta seis horas al día, con el diminuto pato de madera que le regaló Samanta cerca. “Me recuerda que debo hacer del tiempo mi amigo”. Tiende a agobiarse, pero está aprendiendo, por fin, a disfrutar.

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