La ‘yugonostalgia’ y la vía Montenegro

Este sentimiento no expresa casi nunca una nostalgia por el comunismo singular de Tito, sino por la propia Yugoslavia | Columna de Javier Cercas

En los últimos años he viajado varias veces por los países de la desaparecida Yugoslavia, he hablado con escritores, editores, periodistas, profesores —casi todos identificados con la izquierda— y apenas he encontrado a alguno que no padezca yugonostalgia. Este sentimiento no expresa casi nunca una nostalgia por el comunismo singular de Tito, sino por la propia Yugoslavia, un gran país multicultural, multiétnico y multirreligioso que, frente a la pura insignificancia de aquellos e...

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En los últimos años he viajado varias veces por los países de la desaparecida Yugoslavia, he hablado con escritores, editores, periodistas, profesores —casi todos identificados con la izquierda— y apenas he encontrado a alguno que no padezca yugonostalgia. Este sentimiento no expresa casi nunca una nostalgia por el comunismo singular de Tito, sino por la propia Yugoslavia, un gran país multicultural, multiétnico y multirreligioso que, frente a la pura insignificancia de aquellos en los que se desintegró a causa de la guerra, tan relevante fue bajo cualquier punto de vista, desde el político y económico hasta el cultural o deportivo. Hay una paradoja atroz: las guerras de Yugoslavia produjeron, además de en torno a 225.000 muertos, una serie de pequeños países casi por entero dependientes de las grandes potencias, cuya máxima ambición consiste en integrarse ahora en la UE, donde volverán a convivir con sus antiguos conciudadanos yugoslavos en una confederación que tarde o temprano se convertirá en una federación como la que su locura y su fanatismo arrasaron. Es difícil imaginar un disparate mayor.

Pero se puede intentar. La prueba es que, tras haber descartado no sé cuántas vías para conseguir la secesión de Cataluña, ERC propone ahora la vía Montenegro, así llamada por el referéndum que en 2006 separó a Montenegro de Serbia (el motivo evidente de la elección es que ese fue el referéndum en que menor porcentaje de síes exigió la comunidad internacional a los organizadores de la consulta, incluso comparado con las que se celebraron en otras repúblicas yugoslavas: un 55%; el sí ganó por el 55,5%). No conocía Montenegro, pero en diciembre pasado tuvieron la generosidad de concederme allí el Premio Literary Flame, y pasé tres días visitando ese precioso y diminuto país de poco más de 600.000 habitantes. La última noche, durante una cena multitudinaria con amigos montenegrinos, pregunté si, en 2006, alguno había votado por la separación; respuesta: ninguno. Pregunté quién votó entonces por la separación. “Los ladrones”, se rio uno. “Los políticos”, se rio otro. “Los políticos ladrones”, se rio un tercero. Todos señalaron a Milo Djukanovic, que lleva 30 años en el poder, y todos coincidieron en que Montenegro no es una democracia sino una autocracia. Luego pregunté si el referéndum de 2006 fue limpio; la respuesta, también unánime, fue El libro blanco, de Bijela Knjiga, donde se detallan las múltiples irregularidades de la consulta (votaron muertos, votaron extranjeros, hubo gente que votó varias veces), anomalías que el cinismo de la comunidad internacional ignoró porque le urgía la desaparición del último vestigio de Yugoslavia —la unión de Serbia y Montenegro— como paso previo para separar Kosovo de Serbia. (Días más tarde me mandaron el libro demoledor de Knjiga). Pregunté si el referéndum resolvió algún problema. “Sólo los de los oligarcas”, fue la respuesta. “A los otros, nos creó más”. Nombraron otra vez a Djukanovic, evocaron la corrupción oceánica, las redes mafiosas, los fabulosos negocios criminales.

Volví al referéndum. “¿Ni siquiera pacificó el país?”, pregunté. “Al contrario”, contestaron. “Han pasado más de 15 años y está más dividido que nunca”. Hablaron de la tensión permanente entre separatistas y no separatistas, de serbios interpelados o agredidos en las calles, de la conversión de los serbios en ciudadanos de segunda ante la indiferencia internacional, del monasterio de Cetinje, símbolo de la raigambre serbia de Montenegro, donde la víspera vi a la policía protegiendo a los monjes residentes allí de las amenazas de los nacionalistas montenegrinos. “Y lo peor”, remataron, “es que un referéndum así es irreversible: no hay vuelta atrás”. No les pregunté si ellos también son yugonostálgicos, porque no hacía falta.

De vuelta en Barcelona, fue imposible no concluir que, si ERC cree de verdad que la vía que sirvió para separar de Serbia la minúscula Montenegro, tras 10 años de guerra y 50 de dictadura, puede servir para separar Cataluña de España tras casi 40 años de democracia integrada en Europa, es que carece por completo de sentido de la realidad.

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