Diciembre transgresor
Los antiguos sabían que la renovación exige destrucción, pero también risa y celebración | Columna de Irene Vallejo
Para tu hijo, los pequeños desastres son uno de los grandes alicientes de la vida. La torpeza de los adultos, especialistas en dar órdenes y en pretender saberlo todo, le inspira felices carcajadas. Una torre de platos rotos, la comida quemada por despiste, intentos catastróficos de hacer bricolaje, el lago sangriento que mana de una copa volcada, el vuelo exhibicionista de la ropa interior al escapar de las manos en el tendedero. Su alegría acompaña siempre al caos doméstico. En casa, nadie como él aprecia el efecto liberador del desorden.
En las Saturnales, los romanos trastocaban el ...
Para tu hijo, los pequeños desastres son uno de los grandes alicientes de la vida. La torpeza de los adultos, especialistas en dar órdenes y en pretender saberlo todo, le inspira felices carcajadas. Una torre de platos rotos, la comida quemada por despiste, intentos catastróficos de hacer bricolaje, el lago sangriento que mana de una copa volcada, el vuelo exhibicionista de la ropa interior al escapar de las manos en el tendedero. Su alegría acompaña siempre al caos doméstico. En casa, nadie como él aprecia el efecto liberador del desorden.
En las Saturnales, los romanos trastocaban el orden establecido con plena aprobación de las autoridades: hacía falta algo de transgresión para que todo siguiera igual. Durante esas fiestas de diciembre, lo único prohibido era castigar. Los esclavos aprovechaban para decir crudas verdades a sus amos y reírse a su costa. Había que elegir por sorteo al rey de las Saturnales, señor de la subversión, y cumplir todos sus caprichos. Podía mandar a cualquiera bailar desnudo o darse un chapuzón en agua fría. Los amigos intercambiaban regalos bromistas y malévolos que planeaban con ingenio. El poeta bilbilitano Marcial escribió sobre estas “festivas pullas”, invitando a “lascivos jugueteos”. En la monarquía del desorden solo se respetaban las burlas.
Estas celebraciones anárquicas y revoltosas tienen un lejano origen ritual, como explica Karen Armstrong en su Breve historia del mito. Los antiguos babilonios creían que, en el nacimiento del mundo, Tiamat, al frente de una horda de monstruos, retó al dios Marduk. Tras una desesperada batalla, Marduk, vencedor, creó el cielo y la tierra. En memoria de esa leyenda, la festividad del año nuevo consistía en revivir las fuerzas del caos y humillar al gobernante coronando a un rey carnavalesco en su trono. Según la espiritualidad arcaica, para que emerja lo nuevo es preciso regresar al desbarajuste primigenio. Así recordaban que, muchas veces, las cosas tienen que empeorar para mejorar, y que la supervivencia y la creatividad nacen de la lucha, incluso —como sabe tu hijo— del desastre.
Aquellas sociedades contemplaban la civilización como algo magnífico pero frágil. De pronto un pueblo prosperaba espectacularmente y, al volverse poderoso, explotaba a sus rivales. Había guerras, matanzas, revoluciones y deportaciones. El destrozo obligaba a reconstruir una y otra vez la cultura que tanto había costado edificar. Latía el miedo al retorno de la barbarie anterior, por eso las leyendas forjadas en las primeras ciudades describían el eterno conflicto entre el orden y el caos.
Nuestras celebraciones navideñas nos inundan con deseos de paz y bondad, pero no faltan turbulencias y choques planetarios a escala familiar. En los convites, junto a las alegrías, acechan los dragones de viejas heridas ocultas, recuerdos melancólicos, tensiones no resueltas y cenas con carga explosiva altamente inflamable. El cineasta Arnaud Desplechin retrató esos estallidos hogareños en su película Un cuento de Navidad. Catherine Deneuve, matriarca implacable del clan, necesita un trasplante y en plena Nochebuena pide un donante voluntario, disparando así las acusaciones recíprocas sepultadas durante años. Hay pugnas entre favoritos y desatendidos, y cada cual evoca sus fantasmas personales —pérdidas, nostalgias, amores y agravios—. El pavo no es el único que sufre degüello en la casa, mientras el despropósito saturnal se apodera de la feliz y feroz Navidad. La cámara capta también miradas comprensivas, el cariño mordaz entre esos padres e hijos tumultuosos, y sus buenos propósitos mal ejecutados. La atmósfera no es edulcorada, sino descabellada, como la vida misma.
Los antiguos sabían que la renovación exige destrucción, pero también risa y celebración. Convendría tomar las torpezas adultas con humor, a la manera de tu hijo: tengamos el desmadre en paz. Como aconsejaba Marcial: “Deja un momento tu severidad, mientras resuena diciembre entre agradables juegos”. Siguiendo costumbres ancestrales, nuestros banquetes saludan el año nuevo con regresiones cósmicas —y cómicas— al caos primigenio: son días de remordimientos y renacimientos, de asperezas y esperanzas.