La palabra ‘woke’
La usan, la disfrutan: es su mejor manera de argumentar que los totalitarios son los otros
Al que madruga Dios lo ayuda, dice el viejo refrán moralista. Pero el verbo despertar se durmió: si se hubiera despertado unos siglos antes encabezaría el mejor poema de la lengua castellana. En cambio se dejó reemplazar por el verbo que más se usaba entonces: “Recuerde el alma dormida…”, empiezan las Coplas (a la muerte de su padre) de Jorge Manrique porque, en el siglo XV, despertar se decía recordar o recordarse: ser de nuevo uno mismo. Ahora se dice despertar y, en cada vez más sitios, se dice en inglés. O, mejor dicho, en norteamericano.
La palabra woke —léase uouc— n...
Al que madruga Dios lo ayuda, dice el viejo refrán moralista. Pero el verbo despertar se durmió: si se hubiera despertado unos siglos antes encabezaría el mejor poema de la lengua castellana. En cambio se dejó reemplazar por el verbo que más se usaba entonces: “Recuerde el alma dormida…”, empiezan las Coplas (a la muerte de su padre) de Jorge Manrique porque, en el siglo XV, despertar se decía recordar o recordarse: ser de nuevo uno mismo. Ahora se dice despertar y, en cada vez más sitios, se dice en inglés. O, mejor dicho, en norteamericano.
La palabra woke —léase uouc— nos ha caído como un rayo en un desierto ya repleto. Hace tres o cuatro años ningún hispanohablante en su sano juicio sabía lo que significaba; ahora empieza a aparecer en demasiadas charlas. Y su origen EE UU es indudable. Allí la palabra —participio pasado del verbo wake, despertar: el despertado, el que se despertó— empezó a ser usada por militantes negros hacia 1930, cuando debían mantenerse muy despiertos para defenderse del racismo bruto que sufrían en la patria de la democracia y la libertad. Cuentan que la definió por escrito por primera vez en 1962 y en The New York Times un novelista afro, William Kelley: dijo que significaba estar al loro, al tanto de las cosas. Esa idea de que estábamos dormidos y al despertarnos entendimos traía ecos de la caverna de Platón, los sueños interpretados a la Freud y las distopías armadas a la Matrix —por citar solo tres.
Pero la palabra explotó hace menos de 10 años, cuando el movimiento Black Lives Matter incendió Estados Unidos. Entonces, el hashtag #StayWoke —Manrique se revuelve en su tumba perdida— empezó a usarse para reunir a los que sostenían o pretendían sostener ideas “progresistas” en distintos asuntos: género, cambio de género, violencia de género, ambigüedad de género, libertad de género, raza, ecologismo, vegetarianismo, animalismo. El diccionario Merriam-Webster lo definía últimamente como quien “está al tanto y activamente atento a hechos y cuestiones importantes (especialmente cuestiones de justicia racial y social)”.
Y la palabra prosperó justo en ese momento en que los activistas de esos asuntos cobraron la fuerza necesaria como para “cancelar” a los que contrariaban sus ideas: radiarlos de sus sociedades. El #MeToo fue woke y, pese a sus excesos, ayudó a millones a vivir mejor, pero también fue woke la idea de que una poeta holandesa blanca no podía traducir a una poeta norteamericana negra o que un actor irlandés no podía encarnar a un escritor judío —porque se “apropiarían” de identidades ajenas. Es una forma de estar en el mundo, prejuiciosa, defensiva: los profesores que avisan cuando van a decir algo que puede ofender a alguien, los alumnos que se dan por ofendidos, los chistes que se callan por si acaso, la cantidad de cosas que ya no se dicen ni se hacen, la corrección política corrigiendo de antemano. O sea: unos puritanos envalentonados por sus pasados de víctimas que se arrogan el derecho de juzgar a todos los demás según sus propias ideas de la moral —y, por la razón que fuese, por la culpa que fuera, muchos de los demás les entregaron ese derecho.
Con lo cual la palabra woke, que al principio era la forma en que un sector se llamaba a sí mismo, se convirtió en una etiqueta desdeñosa, un arma arrojadiza: ahora es mucho más probable que la lancen esos sectores de la derecha encantados de poder decir que la izquierda se volvió moralista, pacata, autoritaria —y levemente loca. La usan, la disfrutan: es su mejor manera de argumentar que los totalitarios son los otros, de descalificar a los que ahora hacen lo que siempre hicieron ellos, lo que siempre les criticamos que hicieran: decirnos cómo hay que vivir.
Y todo por unos grupos que no quieren aceptar que ser libre es ser libre e intentar que todos lo sean. Unos grupos que, tan entretenidos con los asuntos de la identidad y los desquites, nunca tuvieron demasiado tiempo o lugar para repensar las estructuras económicas, sociales, laborales, políticas que definen nuestras vidas. Unos grupos a los que podría aplicarse, todavía, el repetido y maravilloso cuentículo del maestro Monterroso: “Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.