Rosa Berbel: “Al decir que el amor de antes sí que duraba, omitimos historias de violencia terribles”

Con 20 años irrumpió por sorpresa en el panorama de la poesía española con ‘Las niñas siempre dicen la verdad’, merecedor de grandes críticas y ganador de varios premios. Luego vino un largo silencio. Ahora vuelve con un nuevo poemario, ‘Los planetas fantasma’

Rosa Berbel, en el Albaicín en Granada.Gianfranco Tripodo

Rosa Berbel (Estepa, Sevilla, 24 años) no da la sensación de ser alguien frágil, pero sí de tratar de esconder una timidez apacible. Irrumpió como un vendaval involuntario en el mundo de la poesía con Las niñas siempre dicen la verdad. Dejó de escribir para sí misma. Quedó expuesta. A los 21 años le llovieron las buenas críticas y los premios. Primero vino el XXI Premio de Poesía Joven Antonio Carvajal; después el Premio Andalucía de la Crítica a la mejor Ópera Prima y, por último, el Prem...

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Rosa Berbel (Estepa, Sevilla, 24 años) no da la sensación de ser alguien frágil, pero sí de tratar de esconder una timidez apacible. Irrumpió como un vendaval involuntario en el mundo de la poesía con Las niñas siempre dicen la verdad. Dejó de escribir para sí misma. Quedó expuesta. A los 21 años le llovieron las buenas críticas y los premios. Primero vino el XXI Premio de Poesía Joven Antonio Carvajal; después el Premio Andalucía de la Crítica a la mejor Ópera Prima y, por último, el Premio Ojo Crítico de Poesía 2019 de Radio Nacional de España. La pandemia la obligó a parar y a recalibrar, le dio tiempo a repensar su poesía y la ayudó a centrarse en su tesis. Ahora da clase con un contrato predoctoral en la Universidad de Granada, la misma en la que terminó la carrera de Literaturas Comparadas, y acaba de publicar nuevo poemario, Los planetas fantasma, en el que nos habla del sentimiento de final de la fiesta que no nos podemos arrancar de la piel.


Ganó su primer premio literario a los 21 años, ¿no le dio vértigo?

Todo me vino por sorpresa. Ganar un premio no te asegura que alguien se lea tu libro, así que todo lo de después me vino como un regalo inesperado. Antes escribía de forma muy privada y me daba mucha vergüenza que me leyeran. Y de repente la gente tenía acceso a mis poemas. Eso me inquietaba mucho. No sé si he tenido síndrome de la impostora, pero sí me encontré muy expuesta. Sentía que siempre había un paternalismo rodeándome. Yo percibí que en muchos momentos se me aplaudía o felicitaba mientras se me seguía tratando como a una niña. Y creo que esa celebración de hombres críticos también es una actitud perversa.

¿Cómo de perversa?

Creo que los hombres críticos se han dado cuenta de que la escritura de mujeres es imparable y que está para quedarse, y saben cómo usar eso a su favor. A veces se trata de encasillarnos en moldes estéticos que ellos esperan y nos tratan de domesticar. Y desgraciadamente, en el ámbito individual y colectivo, seguimos necesitando la validación masculina.

Han pasado cuatro años entre la publicación del primer y el segundo poemario, ¿no se sintió presionada a publicar algo?

La verdad es que no. Tampoco tenía prisa por acabarlo con la pandemia. También creo que hay que relajar los tiempos de producción y los de publicación.

Pero los ritmos los ponen las editoriales…

Ya, pero la poesía es una especie de oasis donde nadie espera demasiado de ti.

¿Hay más libertad?

Hay más margen que en la novela.

Y más precariedad.

[Se ríe]. Más que libertad es abandono.

¿No le daba miedo que se olvidaran de usted?

Sí me daba. Ese miedo lo tenemos todos.

¿Se puede vivir de la poesía?

No. Ya es difícil vivir de la literatura en general y de la poesía es imposible. Ojalá hubiera una forma en la que podamos vivir de la literatura, pero creo que es una aspiración también muy de escritores y muy egoísta a veces.

¿Cómo?

El ámbito de las letras es muy precario como lo son otros tantos ámbitos. Tengo a veces la contradicción de pensar que los trabajos creativos tienen que estar pagados de la mejor forma posible y ser dignificados, pero al mismo tiempo me pregunto si no es muy ensimismado, con las condiciones laborales en general que hay, querer vivir de la poesía o de la novela. Esta división del trabajo, dar por sentado que otros tienen que dedicarse a los trabajos manuales y duros mientras otros estamos en casa pensando y leyendo, es una forma de violencia terrible.

La poeta Rosa Berbel, en Granada.Gianfranco Tripodo

¿De dónde le viene esta conciencia de clase?

De venir de una familia en la que nadie se ha dedicado nunca al trabajo creativo. Mis abuelos eran agricultores, mi tía trabaja limpiando un hotel en Mallorca… La conciencia me viene de lo abrupto que es el choque entre quienes escriben y los que trabajan al sol en el campo.

En su primer poemario escribe: “Tenemos cuarenta años y un trabajo que odiamos / que nos hace pagar las facturas / llegar a fin de mes / tener eso que llaman dignidad / y que se siente igual que la tristeza”… ¿No es una visión un poco pesimista con respecto al futuro?

Es una visión muy escéptica. Escribí ese poema a medio camino entre una especie de retrato de la generación de mis padres y de esa clase media a la que la crisis de 2008 pasó por encima. Además, creo que la clase media está destinada a la disolución porque los ricos son cada vez más ricos. Y tenía algo de ese desencanto de no haber cumplido con todas las expectativas que se suponía que debía cumplir, el matrimonio, los hijos, la casa, una semana en la playa, esas expectativas de la clase media en España, todo ese discurso aspiracional, y está a medio camino de eso y de las dificultades de nuestra generación de proyectarnos ya en esas perspectivas. A los de mi generación nos cuesta ya mucho reconocernos en este esquema del matrimonio, los hijos, la casa, como que es algo que vemos difícil por la situación económica y es algo a lo que nos resistimos afectivamente, como que nos cuesta vernos y tenemos otras aspiraciones.

¿Cuáles son?

A mí me cuesta siempre encajarme en este esquema del matrimonio y los hijos. Puede ser que en algún momento me apetezca ser madre o casarme, realmente es muy difícil resistirse a esos imperativos. A veces entras en esa inercia y acabas casándote o teniendo hijos.

¿Le da miedo esa inercia?

Me da miedo, aunque supongo que en el momento se vive de otra forma. No sé hasta qué punto son deseos o es simplemente asumir los mandatos de lo que han hecho los que nos preceden. Pienso también en el desastre climático y en lo difícil que será comprar un piso en la playa y mantenerlo dentro de 30 años.

¿Siente ansiedad climática?

Sí, mucha. La generación de mis padres tenía mucha necesidad de invertir y de comprar pisos. Y sin embargo, ¿qué sentido tiene comprarse ahora un piso en la playa si según los cálculos las ciudades de costa están inundadas?

¿Nos da miedo el compromiso?

Creo que sí, pero no es algo necesariamente negativo. Nuestra relación con el tiempo ha cambiado mucho y vivimos una temporalidad anómala y nuestros futuros posibles son muy distintos.

¿Hay más futuros?

O muchos menos [se ríe]. Nos cuesta mucho más hacer planes de futuro. Vivimos en la inmediatez de las redes sociales y nuestra relación con el futuro es muy extraña. En el caso de nuestros padres y abuelos se asumía que tendrías una relación en la que ibas a estar toda la vida y tenías que estar resignada a no cambiar nada solo porque te habías comprometido a ello. Creo que es algo que no tenemos que idealizar. Cuando decimos que nuestros abuelos sí que sabían lo que era el amor o que el amor de antes sí que duraba, omitimos historias de violencia terribles.

Berbel, retratada en una callejuela del barrio granadino del Albaicín.Gianfranco Tripodo

En su nuevo poemario escribe: “Hemos llegado tarde, la casa está en ruinas”. ¿A qué se llega tarde con 24 años?

El libro tiene un sentido de final de fiesta, de pensar qué viene después de que las cosas se acaben. Lo cual es también la oportunidad política de las cosas que se acaban. Tenemos la sensación de haber aterrizado en el mundo en el tiempo de descuento. Es algo de vivir en una época en la que todo parece póstumo. Se hablaba del final de la historia y tenemos la sensación de que todas las grandes cosas ya ocurrieron y solo nos queda asistir al final de las cosas. Pero lo que viene después del final de las cosas puede ser mucho más interesante que las cosas anteriores.

Pero hay muchas personas que quieren volver a la fiesta de antes.

Sí. Eso es un problema de la imaginación. Aquí la cultura tiene un papel muy importante. Queremos volver a recuperar estructuras viejas, volver a usar palabras o conceptos antiguos. Me inquieta este revival de la familia tradicional o el concepto de patria. En general, todos los debates sobre resignificar conceptos viejos nacen muertos.

A lo mejor los políticos no tienen mucha imaginación…

No la tienen. Echo de menos en la política más imaginación. Estos procesos de volver a encontrar el significado de la patria, que salen también de partidos de izquierda, no sé, lo mínimo que se espera de la izquierda es algo de imaginación.

El lenguaje puede ser también muy perverso.

Ojalá podamos reconducir toda esa perversidad. Hay cierto desencanto en la política. En la adolescencia la política nos ilusionaba. Yo recuerdo tener muchas ganas de tener 18 y votar, y recuerdo ver cómo sucedía en la tele el 15-M, en Madrid, lejos de mi pueblo. Generacionalmente estábamos muy concienciados políticamente. Y creo que ahora se ha vuelto al desencanto generacional.

¿Por qué hemos vuelto a él?

En parte por el fracaso de todos estos nuevos partidos. Hubo cierta desazón de que realmente nunca llegarán a cumplirse las expectativas que teníamos. En parte porque venimos de dos años muy difíciles y siempre con nuevos conflictos y crisis, y eso proyecta una forma de pesimismo político.

¿Le preocupa?

Sí, y la pandemia me ha hecho más utópica y optimista, pero en el ámbito político nos hemos vuelto más pesimistas. Somos de nuevo conscientes de que las instituciones no van a salvarnos de ninguna forma.

¿Hay poesía en la política?

Creo que hay poesía en la política y política en la poesía. Pero creo que no hay poesía en la política institucional. La política institucional es antipoética. La poesía está en un permanente estado de duda y eso es contrario a la política institucional, donde parece que las posiciones están claras de antemano, donde el diálogo no es en absoluto posible, donde hay monólogos sordos y donde hay tan poco espacio para la ambigüedad. Toda esta cosa de las hemerotecas que te impiden cualquier tipo de ambivalencia son la muerte de la contradicción. Y yo creo que la contradicción es una virtud política y también la paradoja, y no tener claro lo que quieres decir y hacerte preguntas y cambiar de opinión seis meses más tarde.

¿Mostrarse humano?

Sí. Esa es una virtud política que ha matado la hemeroteca.

¿Cree que somos cada vez más categóricos?

Creo que somos cada vez más maniqueos y que hay menos margen para reconocer que no tenemos una opinión clara sobre un tema. Twitter nos obliga a tener una opinión inmediata de las cosas y muy taxativa, y a veces no tenemos una opinión o no nos apetece compartirla.

¿Cuál es su relación con las redes?

Desde la pandemia cambió mucho más mi relación con ellas. Mi desgaste viene de Twitter, que en la pandemia era un nido de avispas.

¿Sigue siéndolo?

Sigue siéndolo. Forma parte de su espíritu lo de soltar pensamientos poco planteados. Twitter funciona muy bien creando bandos y yo sentía la necesidad de posicionarme todo el rato.

¿Cómo salió del bucle?

Fue una desintoxicación progresiva. Empecé a solo compartir libros o películas que me gustaban, pero me di cuenta de que también era una dinámica extraña de mercantilización del ocio. Y luego la sensación que tenemos los que escribimos de estar todo el rato gestionando nuestra propia marca, de ser community manager de ti mismo. Convertir tu ocio en una forma de consolidar tu marca y seguir hablando de ti misma. Ahora ya me involucro menos emocionalmente. Ya bastantes cosas nos desgastan en nuestra vida cotidiana.

¿Cuáles son sus referentes?

Son todas mujeres. Empecé a escribir cuando vi que había poesía escrita por mujeres. Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik, Idea Vilariño… Pero principalmente, mis dos referentes son Louise Glück y mi directora de tesis, Erika Martínez.

¿Lee narrativa?

La poesía para mí es trabajo, así que los momentos de placer y abandono son siempre de leer novela. Me gustan las señoras decimonónicas. ¿Referentes vivos? Aixa de la Cruz, Cristina Morales, Irene Solà y María Sánchez.

¿Se ha planteado escribir novela?

Me lo he planteado, pero no sé si se me daría bien, no sé si tengo esa disciplina. Me cuesta hasta poner nombre a los personajes. Me siento más cómoda incluso escribiendo ensayo. También es perverso pensar que la poesía es un género de la juventud y la novela es más madura.

Yo no he sido la que ha dicho eso…

Me lo digo yo a mí misma [se ríe]. No creo que haya un momento más capacitado para escribir novela.

¿Disfruta escribiendo?

Sí, aunque es muy frustrante. Pero a pesar de eso es muy placentero. Tiene una cosa masoquista.

¿Inspiración o disciplina?

Yo soy más de inspiración. Hay personas que se obligan a escribir. Yo puedo pasar largas temporadas sin escribir y en un mes escribir 15 o 20 poemas.

¿Se siente cómoda con la etiqueta de poeta joven?

Descriptivamente es lo que soy, aunque es un dato objetivo que condiciona la lectura y nos hace formar parte de una burbuja fuera de la poesía con mayúscula. Pasa lo mismo con la condición de mujer, que parece que te aísla de lo global. Nadie habla de poesía madura o poesía vieja. No me gustaría tener que envejecer para ser tomada en serio.

¿Le da miedo el fracaso?

No. La noción del éxito o el fracaso es muy relativa. He escrito lo que me apetecía escribir en el momento. Se ha publicado en una editorial muy prestigiosa y ya lo celebré como un éxito. Tampoco tengo una obsesión con el éxito y el fracaso. Ser exitoso en la poesía no hace que tengas éxito en el resto de las facetas de tu vida.

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