Elogio del teatro al aire libre

El verano es la estación para desacoplarnos de la rutina y para los descubrimientos. En el escenario de la vida se instaura una nueva manera de decir las cosas.

Lorenzo Montatore

La temporada del teatro al aire libre ha comenzado. Mientras Titania, la reina de las hadas y esposa del rey Oberón, impregna la atmósfera con un aire de libertad y nos brinda “una corona aromática de dulces capullos de verano”, en el segundo acto, escena 2, de El sueño de una noche de verano, de William Shakespeare, nosotros procedemos a situarnos en los escenarios estivales de nuestro teatro al aire libre y a transformarnos en personajes de temporada. La propia vestimenta cambia, pero el lenguaje también de...

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La temporada del teatro al aire libre ha comenzado. Mientras Titania, la reina de las hadas y esposa del rey Oberón, impregna la atmósfera con un aire de libertad y nos brinda “una corona aromática de dulces capullos de verano”, en el segundo acto, escena 2, de El sueño de una noche de verano, de William Shakespeare, nosotros procedemos a situarnos en los escenarios estivales de nuestro teatro al aire libre y a transformarnos en personajes de temporada. La propia vestimenta cambia, pero el lenguaje también desempeña un papel importante —durante el verano, nuestra manera de decir las cosas se transforma, hablamos con drama, como si estuviéramos en un teatro, y las sutilezas fluyen “como ola de verano”—. Basta con escuchar algunas frases, como las de Gaspard, Lena, Margot o Solene en la película Cuento de verano, de Éric Rohmer, para que se active la transfiguración y empecemos a hablar en clave veraniega, con nuevas oportunidades de expresión. ¿Quién escribe los guiones, de qué tratan las tramas y dónde se representan? El lenguaje nos informa de que el dramaturgo somos nosotros mismos.

El verano es la estación propicia para los devaneos de todo tipo, para desacoplarnos de la rutina y el estrés, descubrir la belleza en lo que nos rodea y captar la vida como si nada. Pero también para los descubrimientos sobre uno mismo, que se manifiestan en las historias de las que somos protagonistas. Fuera de nuestro ambiente habitual, nuestro sentido del espacio también ha sido alterado. El verano y el calentamiento global nos obligan a pensar dialécticamente —verano aquí es invierno allá abajo—. Según el filósofo Alain Badiou, la misión del teatro en tiempos confusos es, ante todo, “mostrar a la confusión como confusión”. El teatro estiliza y amplifica, al punto de hacer obvio que la confusión es el estado natural de la vida —esa dialéctica depende precisamente de su sustracción del orden cotidiano de las cosas—.

Nuestras propias actuaciones en verano son diferentes, cambiamos de máscara: exponemos más piel, solo para escondernos detrás de gafas de sol. Disponemos de diferentes tipos de disfraces y seducciones: biquini, sandalias, y de protecciones como el sombrero, el protector solar o la sombrilla, que son parte del vestuario, maquillaje y utilería. Si bien estas conductas y actitudes veraniegas encarnadas se aprenden y se representan a diario en el ámbito público, esto no significa que sean necesariamente actos teatrales fingidos, o conscientemente simulados. Acciones cotidianas simples como cocinar, plantar y cosechar, tocar la guitarra y cantar o llevar a los niños a la práctica de danza o de fútbol pueden transmitir memoria, identidad, sentido de pertenencia y valores culturales de una generación a otra.

Para Diana Taylor, profesora de Estudios de Performance en la Universidad de Nueva York, el anglicismo performance lo describe. Cuando un cuerpo entra en escena, sin trama, y se juega en esa única vez el contacto con otros, allí se da lugar a la performance. Implica simultáneamente acto, evento, modo de transmisión, realización y medio de intervención en el mundo. No siempre se trata de arte. “La performance significa muchas cosas, a veces paradójicas: manifiesta lo visible y lo invisible, aclara y oscurece, es efímera y duradera”, propone Taylor.

Afortunadamente, al enfrentarnos a los imposibles de la vida tenemos a nuestra disposición otros teatros, además del de las ideas delirantes. Contamos con un área de nuestra interioridad en la que muchos de nuestros deseos imposibles y prohibidos pueden encontrar expresiones sustitutivas. Esta región, situada entre el universo interior ilimitado y el mundo restrictivo de la realidad externa, coincide con lo que el psicoanalista Donald Winnicott llamó “espacio transicional”. Este espacio potencial, según Winnicott, es el área inmediata de experiencia que se encuentra entre la realidad y la fantasía. Incluye, entre otros fenómenos, la experiencia cultural y la creatividad.

Así que quizás el verano sea el tiempo ejemplar de lo vernáculo, al aire libre. “En De vulgari eloquentia, Dante desarrolló una poética de la lengua vernácula”, apunta la poeta y ensayista Lisa Robertson, y la define como el discurso con el que creamos espacios de fluctuación y sorpresa; lo vernáculo improvisa, es generativo, mezclado, gestual, actuado. A través de estos umbrales melódicos en constante cambio, el flujo del lenguaje hablado evade la contención espacial, renueva rítmicamente, “es la incubadora de nuestra subjetividad”.

Cuando en el escenario de la vida cotidiana se instaura una nueva manera de interactuar y de decir las cosas, se puede descubrir una teatralidad antes inadvertida. La idea central en todo esto es que los humanos absorbemos los comportamientos haciéndolos, ensayándolos y ejecutándolos —esta idea es más antigua que la teoría aristotélica de la mimesis o imitación, y tan actual como las teorías de las neuronas espejo que sugieren que la empatía, el reflejo y la intersubjetividad son fundamentales para nuestra supervivencia—. Cada uno de nosotros se ve arrastrado a un drama de vida en desarrollo en el que la trama se revela como asombrosamente repetitiva. Durante el verano hay más oportunidades para que se den los encuentros en los que lo irrepetible se hace real y lo real se manifiesta como irrepetible.

David Dorenbaum es psiquiatra y psicoanalista.

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