Ciudades desordenadas para vivir mejor
¿Hasta qué punto el orden da vida o ahoga a las ciudades? Arquitectos, sociólogos y urbanistas responden.
Hace 40 años era difícil encontrarse por las calles de una ciudad española con una persona negra o con dos mujeres de la mano. También era poco frecuente toparse con ancianos caminando con andadores. Una mujer calva era un fenómeno circense porque quien era diferente tendía a salir poco de casa. Por entonces, en 1970, el sociólogo Richard Sennett escribió sobre desorden urbano y la superposición de diversos modos de vida asegurando que “compartir genera vitalidad urbana y ...
Hace 40 años era difícil encontrarse por las calles de una ciudad española con una persona negra o con dos mujeres de la mano. También era poco frecuente toparse con ancianos caminando con andadores. Una mujer calva era un fenómeno circense porque quien era diferente tendía a salir poco de casa. Por entonces, en 1970, el sociólogo Richard Sennett escribió sobre desorden urbano y la superposición de diversos modos de vida asegurando que “compartir genera vitalidad urbana y marcar límites la destruye”.
Hoy las ciudades y los pueblos españoles son un mundo más plural. Hay mezcla de razas y religiones. Quienes se han parado a observarlo saben que la convivencia pacífica pasa por esa mezcla y no tiene otra opción que evitar los guetos que forma el miedo. Sea la procedencia, el gusto al vestir, tener un hablar entrecortado o una erupción en la piel lo que nos singulariza no debería atemorizarnos. Es ese temor lo que la exposición callejera de una sociedad plural consigue vencer enviando el mensaje de que en una ciudad caben muchas opciones. Las calles hoy son una amalgama variopinta impensable hace unas décadas. Por eso, las metrópolis se hacen eco de esa mezcla y desordenan cada vez más su factura geométrica reflejando la diversidad del mundo actual.
La arquitecta Yvonne Farrell, que consiguió junto a su socia Shelley McNamara el primer Premio Pritzker otorgado a dos mujeres, tiene claro que lo que hace una ciudad son los ciudadanos. Y que la arquitectura debe estar a su servicio. ¿Cómo? “El nuevo orden urbano es flexible. Está vivo y por eso se adapta como una herramienta vital que participa de la vida ciudadana”.
De la misma manera que las personas necesitan desarrollar la habilidad de lidiar con las dificultades y lo desconocido para explorar un giro inesperado en lugar de defenderse de él, el sociólogo Richard Sennett y el arquitecto Pablo Sendra sostienen en el libro Diseñar el desorden (Alianza) que, en el siglo XXI, el urbanismo propicia desarrollos urbanos donde manda la convivencia entre comercios, vivienda y despachos. Esa mezcla, el barrio de toda la vida, había sido progresivamente descuidada en favor de una ciudad fragmentada por usos (zonas de oficina y barrios residenciales) propuesta por la Carta de Atenas, donde el orden desactivaba la complejidad de una convivencia ciudadana.
Curiosamente la mejor respuesta a la necesidad de desordenar la ciudad para hacerla más habitable proviene hoy de lugares casi opuestos. Los de larga tradición democrática y los que cuentan con las tasas más altas de autoconstrucción. El espacio democrático permite que dos desconocidos puedan hablar. En Copenhague, la defensa del Estado de bienestar ha llevado a construir proyectos como Superkilen, diseñado para unir refugiados y lugareños en Nørrebro, uno de los vecindarios con más diversidad de la ciudad. En metrópolis como Medellín, en Colombia, un alto nivel de autoconstrucción ha desarrollado un permanente estado de cambio. Eso es una ciudad viva: una urbe que cambia y se adapta.
“El desorden es una de las características principales con que podemos definir las ciudades latinoamericanas. Pero también es la condición con que describimos Nápoles cuando nos preguntan cómo es”, explica el arquitecto colombiano Giancarlo Mazzanti. El autor de la Biblioteca España de Medellín sostiene: “El desorden en las ciudades latinoamericanas es un mecanismo que aumenta la participación entre los habitantes y, por ende, una práctica de cooperación”. Afirma que, en su ciudad, son los habitantes, con su manera de comportarse, y no la morfología urbana, quienes definen las reglas de cómo relacionarse.
Los lugares desordenados se asocian así tanto a democracias activas y activismo ciudadano como a la autogestión. Tienen una referencia en las arquitecturas temporales de mercados y ferias. Pero ¿pueden los urbanistas diseñar el desorden?
Sennett y Sendra opinan que para que sea lógica cualquier intervención urbana debe estar preparada para el cambio. Rafael Moneo habla de estrategias de “absorción e inclusión de los perímetros originarios”: “Rastros de los ADN ciudadanos incluso en las ciudades de más de 10 millones de habitantes a las que sin duda tendremos que acostumbrarnos”.
En Brasil o en México, el colectivo español Boa Mistura ha desarrollado iniciativas que, lejos de ordenar lo informal, potencian la comunicación de una identidad propia construida entre todos.
Cuando Barcelona se transformaba tras los Juegos Olímpicos de 1992, el arquitecto Enric Miralles (1955-2000) propuso dejar el tiralíneas y bajar a recorrer las calles del trazado medieval. Hoy la remodelación del entorno del mercado de Santa Caterina —obra de Miralles y Benedetta Tagliabue— tiene la forma de la plaza de un pueblo. Fue ese hacer intuitivo, la sorpresa detrás de una curva, lo que levantó las ciudades medievales. ¿Cómo llegamos entonces a unos entornos urbanos tan rígidos? Moneo recuerda: “Perímetro y ciudad son términos próximos desde la legendaria fundación de Roma, pues era el perímetro, las murallas, lo que contribuía a identificar la ciudad”. “Cuando se derriban las murallas, la noción de territorio se amplía, como sucedió en Viena, Pamplona, Palma o San Sebastián. Entonces los cinturones de los viarios se convierten en las nuevas murallas”, sigue Moneo. El desarrollo del siglo XX anteponía el orden a la complejidad. Pero fue, curiosamente, ese orden lo que fragmentó la ciudad.
El asunto puede leerse como urbanismo de tiralíneas o como ordenación de gran escala; sin embargo, el principal escollo de las metrópolis actuales es, como sucede con casi todo, económico. “El capitalismo flexible se desarrolla ahora en una ciudad rígida”, sostiene Sennett, que pone como ejemplo alternativo la convivencia entre criados y señores, o entre comercios y lugares de ocio en el conservador barrio londinense de Mayfair.
Lo que está sucediendo en los centros urbanos, los ingleses lo llaman commodification. Hace ya varias décadas que la ciudad ya no se construye tanto para habitar como para invertir. Esos bienes de inversión son pisos de lujo vacíos que ocupan buena parte de las calles más señoriales de Madrid, París, Nueva York o Barcelona. Por eso, la arquitecta Carme Pinós —que ha recibido este año el premio nacional por una trayectoria que la ha llevado a construir en México escapando de esquemas cartesianos— defiende la importancia de observar qué motiva el desorden urbano. Y distingue el interés cívico y el particular.
He ahí una clave: el desorden urbano lo generan tanto las reivindicaciones ciudadanas como la especulación. “Si el desorden nace exclusivamente de voluntades individuales sin consciencia de las repercusiones en la ciudad y con un único interés particular (ya sea como una forma de expresión o como forma de obtener rendimientos), el orden municipal debería manifestarse”, opina Pinós, que defiende las actuaciones de la ciudadanía siempre que exista un respeto hacia la ciudad. “Cuando eso se da, la municipalidad tendría que tomar nota y sacar de ello alguna enseñanza”. Que las administraciones deberían entender los nuevos órdenes como síntoma de las carencias lo cree también el arquitecto Santiago Cirugeda. “Todo lo que se sale del control del planeamiento y la normativa urbana genera rechazo e inquietud a las administraciones, que deberían entender por qué ocurre e intentar sacar conocimiento para actualizar la ciudad”.
Cirugeda pone como ejemplo lugares temporales de paseo: calzadas que se peatonalizan un día a la semana, calles que se convierten en campos deportivos cuando no existe tal recinto. También los caminos en los parques y jardines generados por el andar de mucha gente que decide otro trazado más necesario que el dibujado por un arquitecto. Todo eso y, “llegado un punto, la desobediencia civil”. “El desorden indica una discrepancia en el funcionamiento, la estética o los hábitos, fundamental para permitir el desarrollo de libertades”, añade desde Kassel, donde ha instalado el trabajo de su estudio Recetas urbanas en la Documenta. “Las alegalidades que hemos generado durante años —ampliar una casa con un andamio o instalar un parque infantil en un solar urbano— eran para permitir el desarrollo de derechos básicos que la maquinaria legal y burocrática no facilitaba. Eso genera ideas nuevas que difícilmente salen de organismos públicos”. En el ensayo Diseñar el desorden, Sennett y Sendra defienden una ciudad de soledades a la vez que de comunidades para mejorar las vidas y las mentes de los ciudadanos. “La gente tiene que practicar el menos yo, más otro como si de ir al gimnasio a desarrollar los músculos se tratara”, sostiene Sennett. Está convencido de que la ciudad grande, densa y diversa es el lugar en el que la gente podría gradualmente desarrollar ese músculo moral. Por eso su libro defiende que lo inflexible, lejos de dibujar la ciudad, la ahoga: “Las leyes de planificación tienen que permitir que las cosas evolucionen, que sean inacabables, justo como la ciudad misma es un proyecto inacabable”.
Desde Londres, donde Sendra es profesor en The Bartlett School of Architecture, el sevillano habla de la oportunidad para superar el miedo a lo desconocido simplemente bajando a la calle. Sennett compara el orden impuesto en la ciudad con la reclusión psicológica: “Los jóvenes están sedientos de novedades, pero temen quedar expuestos. Si esta tensión no se resuelve, el joven se aferrará a un sentido rígido de su yo que le impedirá explicarse la diferencia y la divergencia con los demás”. El desorden puede ser una señal de alarma, pero también una solución. ¿Cómo diferenciarlo? Sendra está convencido de que la identidad personal se ve afectada por la ciudad: “La complejidad y la incertidumbre de la experiencia urbana es necesaria para desarrollar una identidad adulta que prepare a la gente para enfrentarse a situaciones inesperadas y a encontrarse con la diferencia”.
La diferencia es lo que desordena. Y la premio Pritzker Yvonne Farrell resume que la vida es desordenada. Por eso un lugar en el que todo está en su sitio solo se da antes o después de que ocurran las cosas. Considera inhumano querer imponer un orden que no sea el de la propia vida. Por eso propone una arquitectura porosa y de conexiones: perímetros de edificios que permitan la sombra del paseante, el descanso o el refugio cuando llueve.
“Cuando el malestar es insostenible, los habitantes destrozan la ciudad”, advierte Sennett. “Y las formas rígidas y excesivamente definidas están asfixiando a la ciudad contemporánea”. Sendra comparte que los entornos inflexibles reprimen la libertad de actuar de la gente, suprimen las relaciones sociales informales e inhiben la capacidad de evolución de la ciudad.
Sin embargo, un histórico del urbanismo colaborativo como Santiago Cirugeda advierte de que la participación es un arma peligrosa según desde qué administración se use. “En España las consultas ciudadanas y la participación dejan muchísimo que desear metodológicamente y, sobre todo, en la vinculación real al resultado”. Esa es la clave: si el ciudadano se esfuerza y se implica, debe creer que habrá resultados que reflejen, democráticamente, las decisiones consensuadas.
¿Cómo puede la ciudad escuchar y atender a los ciudadanos? ¿Cómo admitir y aprovechar el desorden urbano? ¿Por qué tantas de las intervenciones resultado de consultas ciudadanas y activismo se perciben como temporales? ¿Sería deseable que se asimilaran a la ciudad?
En 2017, Barcelona creó su propia compañía eléctrica municipal para combatir la pobreza energética. En su primer discurso después de ser reelegida alcaldesa, en 2019, Ada Colau dijo que todo lo conseguido durante los primeros cuatro años de su administración fueron logros de los movimientos sociales que habían fomentado estos cambios. En Londres, la organización sin ánimo de lucro Repowering London también promueve proyectos de energía de propiedad comunitaria y ha ayudado a los residentes a instalar sus propios paneles solares.
Mazzanti reconoce: “Si pensáramos en el espacio público de la ciudad no como una estructura de orden, sino como un dispositivo cambiante que admite múltiples formas de uso y, por lo tanto, de desorden, proyectaríamos lugares basados en posiciones menos dogmáticas que permitan el juego, lo afectivo, el cuidado, lo cambiante y la incertidumbre. Espacios que incluyan una condición más humana y participativa, que, por lo general, se da en lo que llamamos desorden, dejando a un lado la eficacia y la productividad como los únicos elementos que definen las relaciones humanas en la ciudad del control y el orden”. Es simple: proporcionar posibilidades para el cambio sin dictar lo que va a suceder. Ese podría ser el objetivo de las ciudades.
Cirugeda no se engaña: “Cuando se acaba una fiesta, hay que pensar en la siguiente”. Sus proyectos dinamizadores han sido siempre temporales. Pero no en todo el mundo es así. “Muchos cambios producidos por el activismo hacen su trabajo transgresor en un momento para pasar luego a algo asumido que genera beneficios para la población con leyes y proyectos”.
Muchas propuestas —como la transformación de las vías en desuso del High Line neoyorquino en paseo— comenzaron con iniciativas y reclamaciones vecinales. Los ciudadanos están detrás de parques de Barcelona y de escaleras mecánicas en barrios con gran pendiente. En Logroño, el arquitecto Javier Peña puso en marcha el festival de arquitectura efímera Concéntrico, que busca construir con la ciudad un diálogo. En la edición que se inaugurará en septiembre, la arquitecta Izaskun Chinchilla instalará 100 sillas donde la gente decida. Esta intervención remite a la peatonalización de Broadway, una de las mayores arterias de Manhattan, para la que el danés Jan Gehl hizo una consulta ciudadana con sillas plegables para decidir dónde ubicar los asientos que los ciudadanos habían solicitado.
En Logroño, Peña y su equipo consiguieron autorización para redibujar una zona de la ciudad donde no se había invertido en décadas: La Villanueva ha pasado a llamarse plaza de La Villanueva. Esa transformación “sin trámites urbanísticos o expropiaciones” ha ocurrido a través del festival Concéntrico.
¿Qué permite una evolución sana de las ciudades? Sendra y Sennett defienden el barrio frente al monumento. Por eso están a favor del desorden, de lo inacabado. Advierten de que los desórdenes violentos son una señal de alarma. Y contraponen que la gente tiene que participar en una especie de proceso de autodesorden. Sendra lleva toda la vida realizando —con su estudio Lugadero— acciones cívicas que alteran el diseño urbano para desarticular entornos demasiado rígidos. “Tenemos más recursos que en el pasado, pero no los usamos de manera creativa”. “Paralizada por las imágenes rígidas y las delineaciones precisas, la imaginación urbanista ha perdido su vitalidad. Debemos imaginar una ciudad abierta donde la experimentación sea posible, un espacio que abrace la informalidad”, dice. Por eso frente a la frontera, que es el borde en el que algo termina, habla del linde: el espacio en el que interactúan diversos grupos. “En ecología, los lindes son los lugares en los que los organismos se vuelven más interactivos”, explica. Sennett llamó a esos bordes “lugares llenos de tiempo”.
Darwin escribió que el proceso de crecimiento era un conflicto constante entre equilibrio y desequilibrio. La paisajista chilena Teresa Moller recurre a la naturaleza para explicar un orden alternativo: “El aparente desorden natural no es desorden, sino la base sobre lo que se sustenta toda nuestra diversidad, que permite que la vida se desarrolle y se exprese para ir adaptándose a los cambios requeridos para su supervivencia”. Moller remite a una semilla inadvertida que se trasladó en un barco y cambió otro lugar. O a un emigrante que llegó a un nuevo país y lo enriqueció. Eso sí, considera que para que el desorden no arrase, hay que encauzarlo, advierte, hacia una forma social de convivencia “donde la democracia debería ser la estructura que lo contiene”.
Las calles de las mejores ciudades son tanto un órgano conector, un lugar de paso, como un espacio donde sentarse a descansar a hablar o a contemplar la diferencia. Ese doble uso ilustra hasta qué punto un orden estricto precisa del desorden para permitir la convivencia. Pasar o poder quedarse marca la distancia entre sobrevivir y vivir. El escritor de origen libio Hisham Matar lo resume cuando explica que atravesar una plaza “conlleva participar en una coreografía centenaria cuyo fin es recordar a todos los seres solitarios que no es bueno ni posible existir en completa soledad”.