El eterno retorno de los hijos del volcán
Las sucesivas erupciones volcánicas a través de los siglos han ido conformando el paisaje de aspecto lunar donde se encuentra la localidad de Cha das Caldeiras, en la isla caboverdiana de Fogo
Los habitantes de Cha das Caldeiras, en la isla de Fogo (República de Cabo Verde, al noroeste de África), hablan del volcán como si fuera un ser vivo, una especie de espíritu que todo lo domina. Para entenderlo, hay que esperar al amanecer, cuando una gélida brisa recorre las tierras altas. Solo entonces, en unos minutos mágicos, la sombra del imponente pico se proyecta sobre las gigantescas paredes de la caldera y se desliza por las casas del pueblo. Entre las rendijas de la negrura de la lava, como los restos de un naufragio, asoman las blancas azoteas y las paredes derruidas de las vivienda...
Los habitantes de Cha das Caldeiras, en la isla de Fogo (República de Cabo Verde, al noroeste de África), hablan del volcán como si fuera un ser vivo, una especie de espíritu que todo lo domina. Para entenderlo, hay que esperar al amanecer, cuando una gélida brisa recorre las tierras altas. Solo entonces, en unos minutos mágicos, la sombra del imponente pico se proyecta sobre las gigantescas paredes de la caldera y se desliza por las casas del pueblo. Entre las rendijas de la negrura de la lava, como los restos de un naufragio, asoman las blancas azoteas y las paredes derruidas de las viviendas sepultadas por la última erupción de 2014. Sin embargo, el volcán no es un dios temido e iracundo, sino un padre benefactor. “Destrozó el pueblo entero, pero es gracias a él que estamos aquí”, dice Cecilio Montrond con una enigmática sonrisa.
Todo el archipiélago africano de Cabo Verde, en el océano Atlántico —un Estado soberano desde su independencia de Portugal en 1975 y compuesto por 10 islas de origen volcánico—, emergió de las profundidades por la impresionante fuerza de colosos hoy dormidos. Todos menos el vivaracho y viejo señor de la isla de Fogo, que ha entrado en erupción más de 20 veces en cinco siglos y medio. El instinto lleva a pensar que las faldas de una montaña salpicada de cráteres recientes, de la que emanan tibias fumarolas sulfurosas y de la que se calcula que volverá a entrar en erupción en unos 20 años, es un lugar poco recomendable para vivir. Pero fue allí donde se instalaron hace un siglo los primeros habitantes del pueblo de Cha das Caldeiras, atraídos por la fertilidad de sus tierras y por la presencia de la preciada agua, y justo allí vuelven una y otra vez sus montaraces vecinos tras cada estallido, escarbando entre la roca aún caliente para entrar de nuevo en sus casas sepultadas, construyendo sobre las piedras recién paridas de las entrañas de la tierra. Son los hijos del volcán.
“Aquel día lloré mucho”, asegura Marisa Lopes de Pina, de 37 años, “todo lo que logré con mucho esfuerzo desapareció bajo la lava”. La penúltima erupción, ocurrida en 1995, había alumbrado el bum del turismo en Cha das Caldeiras, hasta entonces un pueblo aislado en la montaña volcado en la agricultura y en una precaria ganadería. Gentes venidas de Francia, Portugal, España o Alemania querían ver aquella pintoresca aldea al pie del volcán. Fue como una bendición. La joven Marisa comenzó a trabajar en uno de los primeros hoteles y se acabó convirtiendo en propietaria. Hace ocho años regentaba dos establecimientos turísticos. Pero el 23 de noviembre de 2014 el volcán explotó. “Todo desapareció, de la noche a la mañana”, recuerda con gesto serio mientras pela un puñado de guisantes locales en la trastienda de su nueva casa de huéspedes.
Por la carretera de piedra que serpentea entre la lava endurecida y las casas de nueva construcción camina Eudis con una guitarra al hombro. “Voy a Casa Ramiro”, grita con gesto alegre. Este es el bar donde palpita el alma del pueblo y donde los vecinos se reúnen por las tardes a tocar y cantar, conjurando la tristeza con licor y manecón, el aguerrido vino local. Ernesto Pina emerge desde debajo de la tierra y le saluda, brazo en alto. Su casa quedó oculta por la lava, pero las paredes aguantaron el embate, así que hoy vive bajo el suelo. “Trabajé ocho horas al día durante tres semanas para sacar la piedra”, asegura. Jennifer Dias, su esposa, se encoge de hombros. “No queremos vivir en ningún otro sitio, Cha es diferente”.
Cecilio Montrond conoce como nadie el volcán. Desde hace años lleva a los visitantes hasta el pico a través de caminos que apenas se insinúan en sus escarpadas paredes. La montaña, que se eleva a 2.800 metros sobre el mar, se resiste a veces. En lo alto, el viento empuja con fuerza y el frío de la mañana entumece las manos mientras los pies se hunden en los restos endurecidos de ceniza. Tras unas cuatro horas de ascensión, la vista del pueblo allá abajo y de la enorme caldera surcada por las marcas de lava que han ido dejando las distintas erupciones es impresionante. “Mi casa quedó arrasada, pero a los pocos días volví con Helena, mi mujer. Ella estaba embarazada, pero nos instalamos en una tienda de campaña durante semanas mientras el volcán seguía rugiendo”, recuerda Montrond. Era peligroso. La policía trató de echarlos. “Subía por las laderas, me escondía en el monte y, cuando ellos se iban, yo regresaba. Un día vi un cuervo y supe que la erupción había terminado”, recuerda.
El Gobierno de Cabo Verde hizo todo lo posible para impedir que volvieran. Les cedió casas en Achada Furna y Monte Grande, dos pueblos montaña abajo. Prohibió reconstruir Cha. Pero en febrero de 2015, con la lava aún activa, ellos regresaron. “Teníamos miedo y muchos no tenían dinero, pero ¿qué podíamos hacer? No sabemos vivir en otro sitio”, asegura Marisa Lopes. La joven empresaria pidió permiso a las autoridades para reconstruir sus hoteles, pero no obtuvo respuesta. “En abril empecé la obra y en mayo tenía a 40 personas trabajando. Ya tenía reservas para el mes de octubre, no podía parar”. Hubo tensión. Los agentes amenazaron con derribarlo todo. Mustafá, su marido, lo recuerda muy bien: “Les dije que no quería problemas ni violencia y lo logramos”. Hoy, el establecimiento hotelero Casa Marisa y su suelo aún caliente son el símbolo de la resistencia de Cha das Caldeiras.
De la misma tierra volcánica, fértil y porosa sobre la que se asienta el pueblo, capaz de retener la escasa agua de lluvia, surge uno de sus mayores tesoros. “Nuestro vino es único, se produce en condiciones extremas en un microclima y una altitud muy especiales, con un suelo rico en minerales”, explica el enólogo local David Montrond. La erupción de 2014 se llevó por delante la antigua bodega, pero los agricultores, organizados en cooperativa, construyeron unas instalaciones provisionales pocos meses después. Durante décadas se produjo de manera artesanal para consumo local, pero hoy el vino de la reconocida marca Cha se vigila con mimo en esta bodega y se exporta a todo Cabo Verde. Algunas cepas tienen 100 años. Tan antiguas como el propio pueblo. Tan duras como sus habitantes.
A medida que los vecinos iban regresando, las autoridades comprendieron que no había marcha atrás y anularon la ley que les prohibía reconstruir sus viviendas. En 2017 encargaron a Gesplan, una empresa pública del Gobierno de Canarias —el archipiélago de Cabo Verde y las islas Canarias integran junto con Azores, Madeira y las islas Salvajes la ecorregión de Macaronesia—, un plan de ordenación del pueblo que tuviera en cuenta el riesgo volcánico y las necesidades de evacuación de la población en caso de erupción. A partir de ahí entra en escena el Instituto Universitario de Arte, Tecnología y Cultura (M_EIA) de Mindelo, que se encarga de la construcción de la infraestructura pública. “Fue todo un desafío y desde el primer momento supimos que debíamos trabajar muy cerca de la población, escuchando sus demandas y proponiendo soluciones. Las cosas van lentas en Cabo Verde y se tardó mucho en reaccionar con proyectos públicos, los vecinos estaban molestos”, asegura Leão Lopes, director de M_EIA y una auténtica eminencia en su país.
Los resultados del proyecto, que también apoya la recuperación de las viviendas, son hoy muy visibles. Desde todos los ventanales de la nueva escuela, levantada con materiales locales y la participación de los propios vecinos y que ha ganado el prestigioso Premio Holcim de arquitectura sostenible por su eficacia térmica, se ve la imponente silueta del volcán. Laurinda Correia, la maestra de educación infantil, se emociona: “Por fin tenemos un lugar en condiciones para todos estos niños”, asegura. En 2014 la carretera quedó destruida, pero hoy una flamante calzada de piedras atraviesa todo el pueblo y facilita dos salidas de la caldera, una vieja exigencia de los vecinos. Las heridas se van cerrando a su ritmo.
Con apenas 12 años, Luciano Montrond, alias Tarzán, aprendió a sacar rostros y animales de la piedra volcánica para venderlas a los turistas. Sus máscaras, hechas con maestría, adornan hoy muchas de las casas y rincones del pueblo. Desde la terraza de su nueva vivienda, construida en la ladera, observa el renovado ir y venir de coches y turistas que cayó en picado con la covid-19 y que ahora, por fin, parece reactivarse. “Hemos sufrido mucho, pero siempre salimos adelante”, asegura. Llega el fin de semana y los vecinos de Cha aprovechan para darle un empujoncito a la reconstrucción de sus casas. Las mismas piedras que los enterraron sirven para levantar los muros nuevos. “El volcán nos lo da todo”, remacha Marisa Lopes, “solo que de vez en cuando tiene que respirar”.