Zarpazos del azar
Hubo un antes y un después. Cuando el Congreso se liberó, los compañeros ovacionaron a Laína. Él se echó a llorar. | Columna de Rosa Montero.
La muerte de Francisco Laína el pasado 7 de enero me ha catapultado mentalmente a la terrible noche del golpe del 23 de febrero de 1981. Voy a explicar la situación un poco porque creo que muchos jóvenes apenas saben nada de aquel trauma (normal: ha pasado mucho tiempo). Laína era a la sazón el director de la Seguridad del Estado. Pertenecía a la UCD, el partido de centro de Ad...
La muerte de Francisco Laína el pasado 7 de enero me ha catapultado mentalmente a la terrible noche del golpe del 23 de febrero de 1981. Voy a explicar la situación un poco porque creo que muchos jóvenes apenas saben nada de aquel trauma (normal: ha pasado mucho tiempo). Laína era a la sazón el director de la Seguridad del Estado. Pertenecía a la UCD, el partido de centro de Adolfo Suárez, y cuando el golpista Tejero tomó a tiros el Congreso (con el Gobierno dentro), fue la autoridad civil con más alto rango que había en el exterior. Durante las 18 lentísimas horas que duró el secuestro, Laína fue el presidente del Gobierno en funciones. Tenía 45 años. Poco después, en diciembre de 1982, abandonó la política y llevó una vida rigurosamente privada: ni siquiera sé a qué se dedicó. Desapareció del mundo y de mi memoria. Pero la noticia de su muerte me hizo revivir aquellas horas agónicas, sus palabras en televisión, su presencia serena y tranquilizadora. Recuerdo la gratitud que sentí en esos momentos tan amargos ante su entereza. Yo diría que actuó muy bien en unas circunstancias endemoniadas. Preparando este artículo he encontrado una magnífica entrevista que le hizo José Luis Barbería en EL PAÍS en 2011. Merece la pena leerla y ha aumentado mi admiración por ese hombre discreto.
Amigos periodistas que lo conocían de antes de que se marchara me cuentan que era un buen tío con claras ambiciones políticas, cosa evidente por su biografía: había sido gobernador civil de León, Las Palmas y Zaragoza. Pero, curiosamente, lo dejó todo después de aquella noche interminable. Aún más: después de haberlo hecho genial aquella noche. Eso es lo que me fascina: el quiebro que dio su vida. Me pregunto qué le pudo pasar por la cabeza, en qué pensó, cómo se sintió, qué verdad profunda vio para dar ese giro de 180 grados. ¿O la revelación vino después, tras el aterrizaje en la nueva realidad política? La inmensa mayoría de los individuos vivimos por fortuna existencias vulgares, pero hay unos cuantos a los que el azar pega un zarpazo. Son personas cuyas vicisitudes parecen sacadas de una tragedia griega: de pronto, de forma inesperada, se les viene encima un destino heroico o quizá maldito, un vendaval que exigirá de ellos respuestas sobrehumanas. Y supongo que, tras haber estado en el ojo del huracán, no puedes volver a mirar el mundo del mismo modo.
A veces la arremetida del azar es tan brutal que las vidas se desbaratan para siempre. Pienso, por ejemplo, en Claude Eatherly, piloto de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos. Tenía 26 años cuando, el 6 de agosto de 1945, le tocó hacer el vuelo de reconocimiento sobre Hiroshima para escoger el blanco de la bomba atómica. Pasó por encima de la población, fijó las coordenadas y le dio luz verde al bombardero Enola Gay. Eatherly creía haber señalado un puente, pero se equivocó un kilómetro y la bomba cayó en mitad de la ciudad. Podría haber sido otro piloto el elegido, pero fue él; podrían haberlo derribado las baterías antiaéreas japonesas, pero sobrevivió; podría no haber confundido el blanco, pero lo hizo. Cosa que, por cierto, no tuvo la menor importancia: la bomba de Hiroshima generó una ola de calor de más de 4.000 °C en un radio de cuatro kilómetros y medio, así que atinar con el puente daba igual. El primer día fallecieron entre 50.000 y 100.000 personas (luego murieron muchas más). Cuando Eatherly regresó a Estados Unidos y fue recibido con desfiles y serpentinas, se rompió. Entró a robar en una tienda a punta de pistola y se marchó sin llevarse el dinero: buscaba el castigo. Le diagnosticaron una enfermedad mental y fue internado a la fuerza en un psiquiátrico durante años. Su pacifismo beligerante empeoró las cosas: “Para la mayoría, mi rebelión contra la guerra es una forma de locura”. Hay un curioso libro, El piloto de Hiroshima, que recoge sus conversaciones con el filósofo vienés Günther Anders. Fue, en fin, un hombre atropellado por su destino. Obviamente no sucedió lo mismo con Francisco Laína, pero para él también hubo un antes y un después. Por cierto que Barbería cuenta en la entrevista que, cuando se liberó el Congreso, los compañeros de la Comisión de Gobierno ovacionaron a Laína; y que el calmado y sobrio director de Seguridad se echó a llorar.