Tiempos de ecocidio
La cumbre del clima de Glasgow nos lleva a reflexionar sobre el mundo en que vivimos, a buscar al enemigo contra el que luchar y a señalarnos a nosotros mismos.
Hará falta algo de tiempo para saber si las propuestas que han salido de la reciente cumbre del clima de Glasgow tendrán mayor o menor alcance. Lo que propondré aquí es una reflexión aparte. Los seres humanos primero debemos construir una imagen del mundo en el que vivimos y solo después de haberlo logrado podemos crear un sentido de quiénes somos dentro de ese mundo —lo que llamamos nuestra identidad—. Aunque esto no pare...
Hará falta algo de tiempo para saber si las propuestas que han salido de la reciente cumbre del clima de Glasgow tendrán mayor o menor alcance. Lo que propondré aquí es una reflexión aparte. Los seres humanos primero debemos construir una imagen del mundo en el que vivimos y solo después de haberlo logrado podemos crear un sentido de quiénes somos dentro de ese mundo —lo que llamamos nuestra identidad—. Aunque esto no parezca una afirmación radical, es una perspectiva que hasta ahora no nos hemos tomado lo suficientemente en serio, y está lejos de ser banal. Es frente al mundo y la naturaleza que podemos verdaderamente pensar. “Pues”, como afirma el filósofo Emanuele Coccia en La vida de las plantas, “naturaleza designa no lo que precede a la actividad humana ni lo opuesto a la cultura, sino lo que le permite a todo hacer y devenir, el principio y la fuerza responsable de la génesis y de la transformación de no importa qué objeto, cosa, entidad o idea que existe o existirá”.
La expresión cambio climático es un pleonasmo: clima es cambio. El problema es la aceleración del cambio, su curso inestable, e imposible de encontrar palabras para describirlo con precisión. La realidad inmediata y catastrófica del cambio climático es innegable, su impacto se siente ya en todo el mundo. El grado de peligro que nosotros y otras formas de vida enfrentamos está relacionado con una multiplicidad de factores humanos insostenibles. Al buscar el enemigo común contra el cual vamos a tener que luchar habremos de señalarnos a nosotros mismos: “Cortamos árboles irracionalmente, agotamos la tierra con cultivos no planeados, pastoreamos hasta dejar el suelo en roca viva, nuestro consumo responde a necesidades absurdas y ensuciamos con tantas ganas que el paisaje se ha convertido en basurero”, escribió el psicoanalista Fernando Césarman en los setenta, en una de sus Crónicas ecológicas, publicadas semanalmente en México en el diario El Día. Con vigencia profética anticipó: “Somos víctimas y verdugos”. No hay término medio que describa adecuadamente la reciprocidad mediante la cual hemos dañado la Tierra y esta nos está dañando. Y qué decir del impacto en las generaciones futuras (el psicoanalista Arnaldo Rascovsky, sin pelos en la lengua, lo ha calificado de filicidio o agresión contra los hijos). Si bien el asesinato primordial de uno mismo se presenta como un suicidio, el ecocidio es siempre demasiado egocidio —la sombra del ego cae demasiado pesada sobre el eco—.
El psicoanálisis nos ha mostrado que, incluso en la mejor de las circunstancias, la psique requiere de ilusiones y negaciones para sobrevivir en sus encuentros con el mundo —no sería posible aguantar la vida sin ilusión—. Pero si la psique requiere de ilusiones en tiempos de estabilidad, el panorama se vuelve más complicado con el estrés psíquico provocado por el cambio climático. La complejidad de las amenazas a la psique no se puede cuantificar por la ciencia. La ciencia puede medir los cambios en la temperatura del océano, la destrucción de los arrecifes de coral o extinciones de animales, y afortunadamente en muchos casos ha desarrollado técnicas para contrarrestar lo que le hemos hecho a la tierra y su atmósfera, pero por vitales que puedan ser esos gestos reparadores, no son capaces de medir el impacto de la devastación psíquica con la que ya estamos viviendo, y la que nos espera en el futuro —lo sepamos o no—.
El ecocidio es una catástrofe ecológica de la que no podemos nombrar un perpetrador. Ante ello, nuestra actitud podría estar operando bajo la premisa de la negación, descrita por Freud en un texto de 1925, donde nos dice que en la negación tomamos conocimiento de lo representado. Sí hay un levantamiento de la represión, dice Freud, pero nota que lo que no ocurre en la negación es la aceptación de lo reprimido. Hay una función intelectual que está separada del proceso afectivo, y de alguna manera negamos emitiendo un juicio sobre algo que preferiríamos repeler. Señala que el juicio negativo es un sustituto intelectual de la represión, es una forma de decir “no”. La negación es un mecanismo de defensa en el que retenemos lo bueno valiéndonos de la introyección, y expulsamos lo malo, lo ajeno al yo —lo externo, que amenaza la psique—.
“El clima”, dice Coccia, “no es el conjunto de gases que envuelve el globo terrestre. Es la esencia de la fluidez cósmica, el rostro más profundo de nuestro mundo, aquel que lo revela como la infinita mixtura de todas las cosas, presentes, pasadas y futuras”. Y apunta: “Para que haya clima, todos los elementos en el interior de un espacio deben, a la vez, estar mezclados y ser reconocibles, unidos no por la sustancia, la forma, la contigüidad, sino por una misma atmósfera”. Ante su precariedad, estamos lidiando con un tipo de amenaza psíquica muy singular, dice la psicoanalista Patricia Gherovici, y pregunta: ¿existe algo equivalente a la fotosíntesis en psicoanálisis? ¿Podríamos encontrar en el inconsciente una especie de clorofila que nos permitiera revertir este intercambio de gases tóxicos? Diferentes aspectos de nuestra organización psíquica son requeridos y tal vez haya uno de reciclaje clorofílico, como una forma menos mala de negación, que nos ayude.