Arturo Pérez-Reverte: “No perduraré. Cuando muera, nadie me recordará”
A punto de cumplir 70 años y con su novela ‘El italiano’ recién aparecida este otoño, Arturo Pérez Reverte repasa los episodios que han marcado su vida y su carrera
Salió con 20 años de Cartagena para vivir las historias que le habían contado los libros. Pero lo hizo sin la menor intención de convertirse en escritor. Arturo Pérez-Reverte cumplió con lo primero y además se forjó un destino no buscado que le condujo a lo otro. Un oficio para el que se había curtido como reportero en el diario Pueblo y con su experiencia en Televisión Española pero también a base de hurgar en las bibliotecas de su abuelo paterno y su abuela materna. Dos mundo...
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Salió con 20 años de Cartagena para vivir las historias que le habían contado los libros. Pero lo hizo sin la menor intención de convertirse en escritor. Arturo Pérez-Reverte cumplió con lo primero y además se forjó un destino no buscado que le condujo a lo otro. Un oficio para el que se había curtido como reportero en el diario Pueblo y con su experiencia en Televisión Española pero también a base de hurgar en las bibliotecas de su abuelo paterno y su abuela materna. Dos mundos de tendencias dispares en tinta que le sirvieron para hacerse un autor de éxito: de su debut con El húsar a su primer superventas internacional, La Tabla de Flandes, de sus entregas del capitán Alatriste o Falcó sin olvidar El club Dumas, La reina del sur, Cabo Trafalgar, su puesta al día de leyendas como el Cid en Sidi o los héroes del Dos de Mayo en Un día de cólera, la guerra civil en Línea de fuego, su homenajea a la Real Academia Española en Hombres buenos a su libro más personal, como él reconoce que es El pintor de batallas, hasta la última novela que ha publicado, El italiano (Alfaguara)… Una larga lista en la que se reconoce a un autor ajeno a corrientes: ecléctico y curioso. También bronco, seco y crudo, notario de horrores con escasas esperanzas en la especie –salvo excepciones-, dispuesto a la polémica y a la provocación. Hoy, dice envejecer asumiéndolo, pero eso sí, sin renunciar a perderse en su barco por el Mediterráneo, su patria.
Pregunta. 70 años cumple. ¿Hora de hacer balance?
Respuesta. Pasé toda la vida dando tumbos, carezco de sentido de celebración. Los cumpleaños no marcan nada para mí.
P. ¿Lleva algún tiempo pensando más en el pasado que en el futuro?
R. Salí de casa con una mochila muy joven y eso me dio una mirada, con esa mirada me manejo ahora. La que me dejó la vida nómada, pero no soy nostálgico. Asumo la edad que tengo quizá porque leí a Séneca muy pronto y me siento muy próximo a los estoicos porque ayudan a envejecer.
P. Y un estoico con un hombre de acción, ¿cómo se combinan?
R. Perfectamente. Sin estoicismo, la acción se puede convertir en perturbación. Si no tienes las dosis que te dan las lecturas y una formación, ese aplomo de una formación clásica, el desorden te puede arrastrar. Yo lo he visto en otros. El libro ha sido mi analgésico y mi calmante. Sin eso, me habría perdido con 20 años en cualquier lugar de África. Fíjate, entonces, no existía ni el sida. Sin esa formación clásica, yo estudié latín y griego, sin esa serenidad, ahora, en la vejez, no encontraría calma interior.
P. La vejez es algo difícil de asumir. ¿Usted se siente viejo?
R. Yo soy viejo. Quien diga que con 70 años no lo es me parece idiota.
P. No todo el mundo lo admite.
R. ¡Allá ellos! Mi trabajo me ha costado llegar hasta aquí. La vejez viene asumida cuando vives como has querido vivir. No tiene nada de vergonzoso. Yo tengo 70 años y estoy orgulloso de haber llegado hasta aquí. Además, un viejo no puede ser contemporáneo. Debe vivir su tiempo e intentar comprenderlo pero no puede adaptar su biografía a otro tiempo. Yo soy perfectamente consciente de eso.
P. Esa formación clásica y lectora en un principio se la debe a la biblioteca de su abuelo. ¿Cómo era?
R. Grande, era una biblioteca grande. Tuve la suerte, además de que mi abuelo paterno era un hombre de lecturas clásicas: Homero, Stendhal, Galdós, Balzac, Blasco Ibáñez... Pero mi abuela materna, por otra parte, era una lectora moderna y con ella me acerqué a Hemingway, a Frank Slaughter, Frank Yerby, a la novela policiaca negra: Hammett, Chandler, Agatha Christie. Eso me dio un contacto doble que me ha servido a partes iguales. Yo aprendí tanto de los autores de la biblioteca de mi abuela materna como los de mi abuelo paterno. Me formé con esas dos patas. Los trucos, la estructura narrativa se la debo más a ella que a él.
P. Por no hablar de Dumas y Los tres mosqueteros…
R. Sí, claro. Eso fue lo primero y me sirvió para toda la vida. Lo habré leído 10 o 12 veces.
P. Leer y, ¿qué más? Habla poco de esa parte de su vida.
R. Leer e ir al cine. He visto estrenarse Ben-Hur, Río Bravo, Los diez mandamientos. Salía de Moby Dick y jugaba a que era arponero. Veía un wéstern y me hacía pistolero.
P. Y de Cartagena, ¿qué más le quedó?
R. Tuve suerte. En mi infancia se cruza todo lo que hemos hablado y el mar, el puerto, los barcos, la familia de marinos. En la de mi padre hubo muchos capitanes de la marina mercante. Me pasé la vida escuchando hablar de naves, naufragios, buques torpedeados. Todo eso más el barrio de Escombreras, donde crecí al aire libre, jugando, se mezcla y me conforma una manera de ver la vida, claro. Tuve muchos estímulos y ahora sigo aprendiendo. Por ejemplo, a ser viejo.
P. Para eso le sirve, sin duda, lo que dice usted de su padre: la dignidad que mostró para vivir y para morir.
R. Sí. Mi padre era un hombre silencioso. Lo que entonces se decía un caballero. Un tipo muy digno. Muy silencioso, como digo: un hombre de actitudes.
P. ¿Le preguntaba muchas cosas a su padre?
R. No. Hay personas que te educan con su actitud, no con palabras.
P. ¿Y a su madre?
R. Mi madre si era más de palabras. Una gran lectora, había viajado a Argelia de pequeña cuando pertenecía a Francia y sí, era más de palabras.
P. Se fue pronto de su casa… ¿Qué quería ser?
R. Escritor, no. Quería buscar lo que había leído en los libros. Tener amigos divertidos, conocer chicas guapas, pegarme en un burdel de Bangkok, dormir en una pensión de Perú, cruzar el desierto con guerrilleros. Y lo hice. He tenido la suerte de que toda mi vida he alcanzado aquello que soñé conocer. Pero escritor no quise ser. Lo soy como consecuencia de eso. Hay un momento en mi vida importante. Al empezar a ver que no se puede ser reportero todo el tiempo.
P. ¿Cuándo ocurre eso?
R. Me di cuenta de que envejecían muy mal. Hemingway decía que este trabajo estaba muy bien si lo sabes dejar a tiempo.
P. ¿En eso primaba más un componente físico o mental?
R. Un día estuve en un burdel asiático con un viejo reportero.
P. Voy a ponerlo tal cual, en un burdel asiático, para que le frían en Twitter.
R. Puedes decirlo… Él era una ruina: putero, drogadicto.
P. O un ejemplo para no llegar a tanto…
R. Sí, exacto. Yo, al aterrizar en los sitios, me pegaba al más veterano y decía: buenas, quiero aprender. Y me adoptaban. Este, también. Me dijo: yo no voy a volver a España. No tendría esta vida. Y pensé que yo no quería terminar así: en un burdel de Bangkok contándole a un periodista joven que no quería regresar. Lo tuve en la cabeza. Pasó el tiempo y a raíz de la guerra del Golfo y de Bosnia, cuando vi que la vida cambiaba, el mundo también, decidí salirme.
P. Antes de en Televisión Española estuvo en el diario Pueblo. ¿Cómo era?
R. Un nido de piratas espectacular: un periódico extraordinario. Lleno de golfos, tahúres, puteros, desaprensivos y desalmados. Pero los mejores periodistas del mundo. Nadie imaginaría hoy un periódico como Pueblo. Lo hacían fascistas, comunistas, socialistas, todo el mundo se llevaba bien. Entré siendo un pardillo y aprendí toda la mecánica del oficio. Decía corcholis, como mucho, y salí siendo un tiburón como todos ellos. Fue la etapa como periodista más feliz de mi vida. Con 22 años me mandaron a Chipre.
P. ¿Qué vieron en un chaval de 22 años para envirlo a la guerra?
R. No lo sé… Me dijeron que si quería ir y dije que sí. Bueno, hombre, hablaba idiomas, cosa que no todos los periodistas hacían en esa época, había sido paracaidista y buzo, navegué en petroleros y llegó la crisis del petróleo. Caía bien, creían en mí y me llamaron para eso.
P. Cierran Pueblo y pasa a la tele. Ahí llega otro ámbito, el de la popularidad.
R. Yo ya era conocido. Lo que cambió fue que ya no viajaba solo. Había pasado años viajando solo. Eso te hace ver la vida de manera muy peculiar. Te obliga a relacionarte y moverte de manera diferente por el mundo. No tienes quien te ayude pero tampoco a nadie que te dé la brasa. Eres libre e independiente, respondes de ti mismo. Moverte con un equipo de televisión era otra cosa. Vivías pendiente del reloj y el teléfono. Te movías con un equipo. Eso me puso a los jefes más cerca. Me rompió esa libertad de la que había disfrutado tanto en el diario. Hasta el punto de no poder pararte ante una tragedia porque debes transmitir.
P. Ya…
R. Una vez, nada más transmitir tras un bombardeo en Croacia me puse a rescatar gente en un edificio. Al salir, el mítico Márquez, el cámara, me dijo: “Si quieres ayudar, hazte enfermera”. Lo definió bien. Si yo no me dedico a dar imágenes y las da la CNN, me despiden porque yo he ido para allá a contarlo. Esas situaciones, las hemos vivido muchas veces. Más en televisión que en el periódico. La televisión me puso sobre el espejo ante esos conflictos más hondos y de más difícil solución.
P. Contarlo, muchas veces, acelera las decisiones políticas.
R. Mira, ¿sabes qué te digo? Me pasé tres años en los Balcanes contando aquella mierda y nadie hacía nada. Mostrando muertos, horrores y nadie hacía nada. Eso de que la televisión cambia las cosas, no estoy muy seguro. Yo hacía mi trabajo y otros también. En aquella guerra murieron 52 periodistas, siete de ellos, amigos míos. Los conflictos para nuestro trabajo son irresolubles. Cuando paras a ayudar y no encaras tu cometido tienes el remordimiento de no haber cumplido y cuando sigues adelante, te torturas por no haber estado a la altura como ser humano.
P. ¿Ese era el principal conflicto?
R. Uno de tantos. La guerra es muy dura. Te deja huellas. Están en mis libros. En Territorio comanche pero, sobre todo en El pintor de batallas, libro que deberías leer.
P. Lo he leído. Yo creo que marca un antes y un después en su carrera. ¿Es la obra que más le define?
R. Es mi novela más autobiográfica. Cambian detalles, pero es el balance de mi vida como reportero. Muy duro y muy crudo. Si yo tuviera que elegir uno para la tumba, me lo llevaría conmigo. Ahí liquido las cuentas con el periodismo y desde entonces me dedico sin cargas a escribir novelas. La huella, la marca, el rastro, el peso como reportero se salda ahí. Despertarte por las noches porque escuchas un tubo de escape y te lleva a según qué lugares me dura hasta que saldo todo con El pintor de batallas.
P. ¿A partir de entonces duerme mejor?
R. Mejor, sí. No del todo porque aún me viene, pero no es igual. Ajusté cuentas con mi memoria. Ojo. Y no siempre estoy orgulloso de mi memoria, eh. Sí de muchas cosas, pero de otras que he hecho y no he hecho, tampoco estoy orgulloso.
P. ¿Cuáles?
R. Tampoco te las voy a contar. Pero una vida como reportero… Yo no era un turista de la guerra. Vivía allí. Para viajar, pasar fronteras, para sobornar a un aduanero, a una telefonista, para conseguir un pasaje de avión, una habitación de hotel, tienes que hacer muchas cosas. Buenas y malas. Soy un experto en sobornos. He sobornado a todo Cristo en todos los idiomas del mundo. Cosas que aquí serían horribles, ahí resultan naturales. Tenías que salir de muchas situaciones. Eso te deja buenos y malos recuerdos.
P. ¿Ese mal dormir venía del remordimiento o del miedo?
R. Yo no he tenido nunca remordimientos.
P. ¿Seguro?
R. Bueno, no es verdad… Miedo sí, todo el rato. A que te vuelen un brazo o los huevos, a que te quedes inválido. Tienes miedo, pero pánico, no, porque te descompone.
P. ¿No se ha descompuesto nunca?
R. Jamás. Ahí están mis compañeros, para contarlo.
P. ¿Y del remordimiento?
R. Por cosas que hice y que no hice. Porque tenía que transmitir, porque no podía parar. Recuerdo dos momentos especialmente. Uno cuando una bomba reventó a un niño de 11 años, tenía la edad de mi hija entonces. Iba moribundo, manchándome la camisa y las uñas de sangre. No llegamos a tiempo al hospital. Murió. No había agua y llevé la sangre del niño durante días encima. Otra fue en Chipre, mi primera guerra. Huíamos y en la carretera vimos a una familia con un niño y un oso de peluche que nos hacía señales para parar. El conductor era inglés y pasó de largo. Recuerdo el puño del niño señalándonos. Podría pintarlo ahora mismo. De ese tipo de cosas, tienes miles. Para eso escribí El pintor de batallas.
P. ¿Ese libro es el que también le hace ganar confianza como gran escritor?
R. Yo no soy gran escritor. Soy un tipo que cuenta historias. Lo mejor que puedo. Cuando yo desaparezca nadie me va a recordar.
P. ¿No cree que perdurará? Después de morir, ¿piensa que le seguirán leyendo?
R. Yo estoy seguro de que no, de que a los dos o tres años estaré olvidado, nadie me recordará, como a tantos otros. Yo solo quería contar historias. Cuando decido dedicarme a ello pienso: ¿qué hago yo ahora con mi vida, con todo el bagaje, con la imaginación y la biografía acumulada? Decido así continuar la aventura de mi vida. Ya que no podía seguir viajando lo cambio al contar historias. Lo que ocurre para mi sorpresa es que mis novelas se empiezan a leer no sólo en España, también en 40 países. Y que puedo vivir de ello. Eso me da una libertad y una independencia que me permiten subsistir. Hay gente que lo persigue y lo merece mucho más que yo y no lo ha logrado. En ese sentido, soy muy afortunado.
P. El fenómeno empieza con La tabla de Flandes, que le publican en Alfaguara Luis Suñén y Manuel Rodríguez Rivero, su tercera novela después de El húsar y El maestro de esgrima.
R. Sí, yo me voy a la Guerra del Golfo sin ver el libro editado y a la vuelta es un best seller en ocho o 10 países. Ya había resuelto el dilema. Ya no tenía que acabar en un burdel de Bangkok. Y así fue. Pillo una época buena. Cuando algún colega se queja de que ahora vendemos menos, que es verdad, las ventas han caído mucho, le recuerdo que en los años ochenta y los noventa, fueron extraordinarios, que llegué a vender 800.000 ejemplares en un año, cosa ahora impensable.
P. No le voy a preguntar cuanto ha ganado.
R. No, no me lo vas a preguntar.
P. Ni tampoco cuánto han ganado sus editores con sus libros.
R. Tampoco me lo vas a preguntar.
P. Con hacer el cálculo, vale, pero… Y ahora, ¿por qué cree que cayeron las ventas?
R. Porque ahora, en el tren o en un aeropuerto, cogen esta mierda del móvil y ya, lo que el libro cubría o llenaba como tiempo, ahora lo cubre el móvil o internet.
P. Pero ahí también se lee.
R. Mucho menos, están con el whatsapp, con el correo, con Twitter y así…
P. Y no hemos hablado de Alatriste. Según usted, a Falcó, de quien cree que podría hacerse amigo, no le confiaría su vida. Pero a Alatriste, sí.
R. Yo he conocido muchos Falcós y Alatristes. Puedo elegir entre varios perfiles pero yo ni soy ni digo lo que son y dicen ellos. Los buenos son más aburridos que los malos. Yo me tomo una copa con san Francisco de Asís y me aburro en media hora del hermano lobo. En cambio me topo con un francotirador o un torturador, como me ha pasado en Angola, y me puedo tirar toda la noche: aprendes que el inteligente confiesa antes que el estúpido, que hay gente para la que ni sirve la violencia, quien es ruin y cobarde. ¡Me dio una serie de claves! El tío era un psicólogo. Conocía al ser humano porque lo torturaba. Hay que saber comportarse con los hijos de puta y claro, a eso, lo aprendes con los hijos de puta. No te lo enseñan en el colegio.
P. Pese a su fascinación por el mal, escribió usted una novela como reivindicación de la bondad, Hombres buenos, que le debe mucho a la Real Academia Española (RAE), de la que es usted miembro. ¿Fue un cambio en quien se empeña en tratar malotes por doquier?
R. Yo no desprecio el bien. Lo que sé es que en la vida que llevé como reportero aprendí más de los malos que de los buenos. Ahora, sin duda, pasa al contrario. De los malos ya tuve mi sobredosis. De hecho, mis amigos, ahora, todos son buenos. Ahora puedo elegir mis compañías. Cuando estaba cubriendo la guerra, no podía.
P. Llegó a la RAE en 2003, ¿en qué cambia su vida?
R. Pues en que llevo corbata los jueves y voy mucho. Soy un académico muy activo, muy cumplidor, de los que más asistencias han sumado.
P. Aquel episodio que levantó escamas cuando sobre el lenguaje inclusivo escribió aquello aludiendo a las de la pepitilla, ¿creó mal ambiente?
R. De eso no hablo. Y de la Academia tampoco.
P. ¿Tampoco de los problemas de financiación que sufrieron en la etapa del PP?
R. Eso pregúntaselo al director, Santiago Muñoz Machado.
P. Vale... De la bondad, ¿qué ha aprendido?
R. La palabra bondad no es rigurosa. Prefiero los conceptos de las Meditaciones, de Marco Aurelio: la humanidad, el respeto por la vida, la lucidez. La bondad lúcida frente a la bondad estúpida, que hace más daño a veces que el mal.
P. ¿El buenismo?
R. La filantropía de redes sociales, que se da tanto en los últimos tiempos, puede llevar a lugares muy peligrosos. Esa la desprecio bastante. Los buenos estúpidos te llevan al cementerio.
P. Lo que más le sirve a su lado de agitación tuitera es la maldad.
R. No, eso no es verdad. Twitter es una herramienta.
P. ¿Qué le seduce de las redes sociales?
R. Yo detesto Twitter. Pero es de lo más útil. Sé que cualquier mensaje mío llega a millones. Lo uso por divertirme, doy una patada y se agita el avispero. Lanzo la piedra y me largo. No vivo ahí. De eso, no sé, ni entiendo. No lo necesito.
P. Lo que sí necesita es su biblioteca; según cuentan por ahí, impresiona. Más de 30.000 volúmenes. ¿Atemperó su impulso de hombre de acción?
R. Mi casa la construí pensando en la biblioteca. Cuando dejé mi vida de reportero, necesité un lugar donde protegerme. Me construí poco a poco una especie de torre en la que me metí. Con libros leídos y por leer. Una biblioteca es un proyecto de vida. Consulto, en los maestros encuentro soluciones. Ahí tengo enciclopedias, diccionarios y de Thomas Mann a Agatha Christie, miles de tendencias. Los consulto para que me echen una mano. Todo me es necesario. Eso es importante destacarlo. La ausencia de prejuicios me ha sido muy útil. Cuando a ciertos autores, como a Stephen Crane, se les despreciaba, yo no. Ese eclecticismo, fundamental, viene de ahí. Mi obra se nutre de eso. Reconstruí la biblioteca de mis abuelos, le añadí la de mi padre y después la mía. Quería un lugar en el que me sintiera seguro: hice una casa para envejecer y vivir así. Y en ella envejezco y escribo.
P. ¿Qué harán sus libros cuando falte?
R. Seguirán su vida… Yo he visto arder bibliotecas. Muchas. Si ardiera la mía, no me importa. Puedes empezar otra vez. Compraré un Quijote, para empezar, unos Ensayos de Montaigne, unas Memorias de ultratumba de Chateaubriand, una Iliada, una Odisea, una Eneida, a Galdós, Conrad, Stevenson… Comenzaría de nuevo. No sería una tragedia, porque la llevo en la cabeza.
P. ¿Y el mar, donde lo lleva?
R. Eso es otra cosa. Otro mundo. El mar es distinto. El Mediterráneo es mi patria, de verdad. Soy español para lo bueno y para lo malo, pero mi patria, verdaderamente, es el Mediterráneo: homero, el vino tinto, el aceite de oliva, los piratas berberiscos, el Imperio Romano… Y mi barco el medio por el cual navego por mi patria.