Cuando Ana Moura decidió seguir el consejo que le dio Prince y se liberó
Después de vender un millón de discos, la artista rompe con su multinacional y emprende una carrera independiente donde mezcla electrónica, fado y música africana.
Ana Moura camina por Arroios, el barrio de Lisboa que antes de la pandemia fue elegido por Time Out el “más cool” del mundo, signifique eso lo que signifique. Hace una década abundaban el trapicheo y la prostitución, pero la decisión del entonces alcalde, António Costa, de instalar su des...
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Ana Moura camina por Arroios, el barrio de Lisboa que antes de la pandemia fue elegido por Time Out el “más cool” del mundo, signifique eso lo que signifique. Hace una década abundaban el trapicheo y la prostitución, pero la decisión del entonces alcalde, António Costa, de instalar su despacho en una antigua fábrica del distrito se convirtió en una varita mágica que rescató el territorio de la marginalidad. “Es el más multicultural de Lisboa, reúne 79 nacionalidades distintas”, ilustra la cantante durante un paseo una tarde aún de verano; “una ciudad no está constituida solo por la arquitectura, es también la vida que hacen las personas que la habitan”.
Un vecino la reconoce y proclama:
—Las dos cosas más portuguesas son los pasteles de nata y Ana Moura.
Ella ríe. Arroios es el paisaje que mejor acompaña su nuevo disco: un ir y venir sin prejuicios por sonoridades y ritmos, una exaltación de sus herencias y un compromiso con sus emociones, también las dolorosas. Hay lamentos por gente que quiso y ya no está, pero también gritos de libertad. Hay fado (“el blues portugués”, a decir de Keith Richards, fan de Moura), electrónica, kizomba, semba, fandango. Todas las influencias que llevaba dentro, como las angoleñas de su familia materna y las miñotas del norte de Portugal por la rama del padre, y las que ha ido rebuscando en Lisboa.
El séptimo álbum de estudio de Moura (Santarém, 42 años), que saldrá el 3 de diciembre, está repleto de primeras veces. La primera canción en quimbundo (un dialecto angoleño), el primer uso del autotune, las primeras letras que escribe y, lo más importante, el primer trabajo que ella produce y promociona por cuenta propia después de romper con su discográfica, Universal Music Portugal, y la agencia que la representaba, Sons em Trânsito. Al fin, como tantas veces le recomendó su amigo Prince, toma las riendas de su carrera. “Nunca pensé que haría lo mismo que él. Me decía que no tuviera manager. Esta es la primera vez que voy a ser la dueña de mi trabajo, simbólicamente es conquistar algo que es mío. Yo no tengo las grabaciones originales de mis discos, nada de todo lo que he hecho hasta ahora es mío”, cuenta.
Así que, cuando el coronavirus secuestró al mundo, Ana Moura voló libre. “Durante el confinamiento yo me sentí desconectada de lo que estaba ocurriendo alrededor y conectada conmigo misma más que nunca, porque de repente estaba encerrada en casa con dos productores que tenían lenguajes musicales que me interesaban y toda la disponibilidad mental porque no teníamos la urgencia de tener que atender otras cosas. El mundo estaba parado, no había exigencias”.
Encerrada con los músicos Pedro Mafama y Pedro da Linha en el chalé de Cascais que rinde homenaje a su abuela, Casa Guilhermina, donde comienza esta entrevista, Moura exploró nuevos territorios. Algo se veía venir. Podía haber hecho una carrera cómoda como fadista, pero su curiosidad siempre la empujó a huir de lo trillado. Su primer álbum, Guarda-me a vida na mão (2003), era pura ortodoxia, pero los últimos, Desfado (2012) y Moura (2015), avanzaban otras inquietudes. Por el camino, además de vender un millón de discos, ha cantado con los Rolling Stones, Prince, Herbie Hancock o Gilberto Gil. El éxito parecía dispuesto a seguirla adonde fuera, pero ella perdió el interés en seguir corriendo. “Necesité parar para ver dónde me encontraba. Había pasado directamente de la gira al estudio, no tenía nada que contar y estaba cantando músicas que no eran lo que yo quería expresar, y me sentía vacía. Recuerdo que fui al baño, comencé a cantar Nossa Senhora das Dores, un fado antiguo de Maria da Fé, y al salir llamé a mi guitarrista y le pedí que me acompañara con este fado que era resultado de mi tristeza”.
Ese fado aún la conmueve cuando lo escucha en el salón de una casa luminosa, donde los discos de platino conviven con el retrato de travestis de Cabo Verde o el cartel de una manifestación que recuerda que nadie es ilegal. Hay pérdidas alrededor de este álbum, alguna tan reciente como la de su hermano en un accidente de moto. Antes, en 2018, murió su abuela Guilhermina, una angoleña que se trasladó con la familia a Portugal tras la revolución de 1974 y las independencias de las colonias africanas. “Ella tenía una gran sensibilidad y al mismo tiempo era una fuerza de la naturaleza. Lo dejaron todo en Angola, la vida fue muy difícil, pero ella siempre la encaró con alegría y esperanza”. En su honor, el disco se llamará Casa Guilhermina, donde se incluye la canción Maçia, compuesta por Moura en homenaje a una prima también fallecida. “Nosotros decimos siempre que no tenemos tiempo y acabamos por no estar con las personas que queremos. Ahí, tras estos dos grandes golpes de 2018, comencé a cuestionarme todo”. El tercer homenaje del álbum, Jacarandá, va dedicado a Prince y a todas las cosas que compartieron, de las sesiones en Paisley Park al limoncello de Rímini, y contó con la colaboración de su guitarrista, Mike Scott.
“Todos necesitamos referencias. Y el papel de Prince en este proceso de Ana es fundamental. Ella tiene una carrera enorme, ha publicado el disco más vendido en la última década en Portugal, Desfado, y cuando decide elegir sola su camino está dispuesta a poner todo en juego. Solo una persona con una gran necesidad vital hace esto”, reflexiona Miguel Carvalho, un agitador cultural que se ha incorporado a su equipo.
En 2019 la cantante bajó el ritmo y comenzó a frecuentar las fiestas de música electrónica organizadas junto al río por iniciativa de Branko, disc jockey y uno de los fundadores de Buraka Som Sistema. Cuando llegó la pandemia, invitó a Pedro da Linha, que hace música electrónica afroportuguesa, y a Pedro Mafama, un alquimista de la mezcla de sonoridades contemporáneas y antiguas, a trabajar en su casa. Apoyado en un pretil frente al Tajo, cerca del Terreiro do Paço, Mafama recuerda que ella siempre le pareció “alguien que trataba de ir más lejos del fado. Además, me resultaba muy interesante porque era una fadista de origen africano y toda mi investigación artística se dirige hacia la búsqueda de la tradición portuguesa de raíces africanas y árabes”.
Dueña ahora de sus aciertos y sus errores, Ana Moura entra en su nueva etapa con una paradójica mezcla de vulnerabilidad y entusiasmo. Poco antes de compartir unas sardinas asadas en un restaurante de la Alfama confesará: “Estoy en la lucha, hago todo lo posible para no perder el encantamiento y mantenerme apasionada por todo. Otra cosa que mi abuela me dejó fue la fuerza”.