María Valverde: dos estrenos, unas patatas fritas y nueva casa en París

De paseo por Madrid con la actriz, que vuelve con ‘Fuimos canciones’ y ‘Distancia de rescate’

La personalísima mirada de Valverde, en una calle de Madrid. En vídeo, María Valverde comenta una de sus secuencias favoritas de la película 'Fuimos canciones'.Foto: Yago Castromil | Vídeo: Saúl Ruiz

Cuando se baja de un coche en la plaza de Cánovas del Castillo, junto a la fachada del hotel Palace, María Valverde es una zombi con una distinguida gabardina beis. Lleva menos de 24 horas en Madrid desde que aterrizó en un vuelo directo desde Los Ángeles, su nuevo hogar desde hace cinco años. Esta mañana en su casa de Carabanchel apenas le ha dado tiempo a apurar un café y un par de tostadas con aceite, y al comenzar su paseo con nosotros todavía siente la resaca del desfase horario entre los dos continentes a los que a...

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Cuando se baja de un coche en la plaza de Cánovas del Castillo, junto a la fachada del hotel Palace, María Valverde es una zombi con una distinguida gabardina beis. Lleva menos de 24 horas en Madrid desde que aterrizó en un vuelo directo desde Los Ángeles, su nuevo hogar desde hace cinco años. Esta mañana en su casa de Carabanchel apenas le ha dado tiempo a apurar un café y un par de tostadas con aceite, y al comenzar su paseo con nosotros todavía siente la resaca del desfase horario entre los dos continentes a los que ahora pertenece: Europa y América, sobre todo la Latina porque, aparte de que ya de por sí California es bien hispana, su vida se ha conectado mucho con Latinoamérica por proyectos profesionales, por amistades y por su matrimonio con un venezolano, el director de orquesta Gustavo Dudamel. La evolución de su identidad asoma con gracia en la mezcla de su estricto laísmo de barrio madrileño con sustituciones léxicas como papas por patatas, chiquito por pequeño o pena por vergüenza.

Al ponerse a caminar y a posar para las primeras fotos, María Valverde Rodríguez (Madrid, 34 años) va traspasando el umbral del jet lag y fluyendo mejor. Además de la gabardina, viste una blusa negra, unos vaqueros y mocasines. A la altura del Museo del Prado, el fotógrafo le pide que ojee los cuadros de un puesto callejero. Dice que le da pudor, pero lo hace. Merodea entre los lienzos sin pegas del encargado del puesto, Agustín Migueli, originario de una ciudad argentina llamada Azul. “Son óleos originales de estampas españolas del pintor impresionista Pedro Fraile”, informa el azuleño. Observamos a Valverde. Su maquilladora, Paula Soroa, analiza: “Es una belleza clásica por excelencia, como de otra época. Siempre me ha recordado a la belleza de las esculturas”. Trabaja con ella y son amigas desde que la actriz hizo su primera película, La flaqueza del bolchevique. Tenía 15 años. Su interpretación natural y la singular poética de su rostro asombraron y ganó un Goya. Valverde se aleja del puesto de óleos. “Me hubiera gustado tocarlos”, dice. Y se imagina poder acariciar las obras del Prado. Y piensa: “Sería el mayor lujo posible”. Le apasiona el arte, su materialidad. La última vez que estuvo en España, en junio, participó en una actividad en el museo, en la sala de Las meninas. Recitó el poema Noche transfigurada bajo la mirada de Velázquez.

Valverde curiosea pinturas en un puesto de venta callejera junto al Museo del Prado.Yago Castromil

El paseo continúa y lleva al Reina Sofía, uno de sus lugares favoritos. Entra con el equipo de fotografía. El resto esperamos fuera. El redactor, dos personas que trabajan con ella y otras dos de Netflix. La plataforma estrena sus dos nuevas películas como protagonista: el 29 de septiembre, Fuimos canciones, una comedia producida en España y dirigida por Juana Macías (solo en la oferta de Netflix), y Distancia de rescate (que llegará a los cines el 6 de octubre y a la plataforma el 13), un drama de suspense de Claudia Llosa realizado en Chile. En la primera, que apunta al público del arco milenial, interpreta a Maca, una community manager sometida a los caprichos de una influencer tan necia como para decir cosas como “hazlo como quieras pero mejora este schedule”. En la segunda es Amanda, una mujer que llega con su hija a una casa de campo y se ve atrapada en una pesadilla entre real e irreal. Valverde está solvente en la comedia y sutil en la de intriga, con el punto preciso de profundidad y contención que activa el magnético contraste que se establece entre su personaje y el de la argentina Dolores Fonzi, Carola, una bestia telúrica.

Tomamos un café mientras se hacen las fotos en el Reina. Charlamos sobre cómo en el siglo XXI la estética ha venido virando hacia el artificio. El auge del bótox hasta entre la gente joven, los filtros en las redes sociales… A su vez, le doy vueltas a cómo se puede definir la belleza de Valverde. No doy con ello, aunque se repiten palabras como naturalidad, limpieza, autenticidad, clasicismo. Manuel Martín Cuenca, que la dirigió en La flaqueza del bolchevique, me dirá unos días después: “Tiene algo primario. Sus perfiles, su nariz, sus rasgos no son perfectos, y esa imperfección hace que el conjunto sea todavía más bello. Siempre me ha recordado a Monica Vitti”. La belleza de Valverde es, quizás, justo lo contrario de un filtro.

Al salir del museo, la actriz se pone a hablar sobre algo de lo que no recuerda un detalle y se lamenta:

—Soy un poco Dory, me olvido de los nombres.

—¿Quién es Dory?

—¡La de Nemo, no has visto Buscando a Nemo! —se sorprende. Y añade comprensiva: “Oye, que yo soy la primera que no ha visto muchas cosas que hay que ver”.

Sobre las tres de la tarde estamos en el restaurante El Buey, especializado en carnes. A la entrada hay una cabeza de toro disecada. Por las paredes del local tienen dibujos de escenas de lidia. Valverde sugirió este sitio porque es celiaca y son cuidadosos con el problema del gluten. “Pero conste: soy antitaurina”, advierte.


María Valverde echa un vistazo dentro del Jardín Botánico.Yago Castromil

Nos sirven carne de vaca a la brasa, ensalada, patatas fritas. Ella: “Me fascinan las patatas fritas. Podría comer solo patatas fritas”. Hablamos de su barrio, Carabanchel. “Para mí lo es todo. Mis raíces, mi familia”. Una artista de su éxito podría haber optado por un barrio de los que se definen con el espantoso adjetivo exclusivo. Prefirió comprarse una vivienda en el suyo, cerca de la casa donde creció y donde siguen sus padres. Allí fue una cría feliz, según cuenta, aunque todavía coleaban aquellos tiempos nefastos de la heroína en los que las madres le decían a sus hijos al salir que tuviesen cuidado de no pisar una jeringuilla. En Carabanchel también está aún su único abuelo vivo, Benito Valverde. Nació en una vieja casa en cuyo bajo hay ahora un kebab. Cuando va a verlo a su residencia, Benito insiste en presentársela a las enfermeras: “Mirad, mirad. Esta es mi nieta”.

Unos días más tarde charlaré por videollamada con sus padres, Gloria Rodríguez y Ricardo Valverde. Me contarán que María Valverde Rodríguez fue una niña feliz. Hija única, la educaron para que fuese abierta, generosa. Así fue, dicen. “Traía a tantas amigas que decíamos que nuestra casa era la fonda del sopapo”, recuerda él. En una Antología de refranes y frases de la Biblioteca Nacional de España se lee: “La fonda del sopapo, que por un real dan dos platos: ‘Aplícase al establecimiento donde dan de comer relativamente mucho por poco dinero”. Gloria se acaba de retirar. Fue enfermera escolar. Su marido se jubiló hace un año. Tuvo empleos de administrativo —en una naviera, en una agencia de publicidad, en la Coca-Cola, en una gestoría— y también fue, durante tres años, calefactor. A la dicha infantil de su hija, explican, contribuyeron sus vacaciones rurales en la Alcarria, de donde es la madre. Allí pasaba el verano con sus primos y su abuela Gloria, que les hacía cantidades ingentes de arroz con leche y los ponía a su lado con sus cuencos a ver todos juntos películas de Sarita Montiel.

—¿Qué lleva tatuado en el brazo? —le pregunto a la actriz, que disfruta de la comida con parsimonia.

—Dice mi niña mi cielo, que es como me llamaba siempre mi abuela Gloria.

Unos meses después de ganar el Goya se independizó. Tenía 17 años. Se fue a vivir con un novio. “Fue demasiado pronto. A mi niña del pasado le diría que se diese un poco más de tiempo para hacer todo lo que hizo a una edad tan temprana”, reflexiona. Ricardo y Gloria opinan que fue una decisión de la que sacó un aprendizaje y propia de una naturaleza aventurada desde que era una renacuaja. “Un día con tres o cuatro años nos llegó a medianoche y nos dijo que se iba a Australia”, relata su padre. “Le dijimos que era muy buena idea. Le metimos unas prendas en la maleta rosa de una muñeca y le abrimos la puerta de casa para que se marchase. Ella se fue toda convencida. Nos quedamos mirando por la mirilla y al minuto aparece. Cuando le abrimos, nos dice: ‘Me voy mañana, que hoy es de noche”.

La actriz María Valverde.Yago Castromil

A los 10 años les empezó a insistir en que quería ser actriz. “Me entusiasmaban las películas y los carteles de la Gran Vía”, dice Valverde. A esa edad vio en la plaza de Colón la escultura Mujer con espejo, de Botero, y sintió “que un artista podía hacer algo que permanezca en el tiempo, convertirse de alguna manera en inmortal”.

—Una idea un poco prematura, ¿no?

—Sí, pero lo sentí. Creo que ya desde entonces tuve un deseo de permanencia que canalicé como actriz.

Le imploró a su madre que la llevará a agencias. Fueron a inscribirla a un par de ellas. La esperanza de Gloria era que se acabase olvidando del tema. Aparte de que los dos trabajaban y sería un lío andar con ella de prueba en prueba, aquello les parecía “surrealista” para una chiquilla de su edad. Si llegaba al contestador el mensaje de una agencia, lo borraban. Un día se les escapó uno. Su hija lo escuchó. Sería su primera aparición en televisión, en la cabecera del programa Qué apostamos.

“Yo no llegué aquí por la magia del destino”, subraya Valverde. Tuvo el talento. También la determinación.

Su primera profesora de teatro fue Ana Crecente. Era una actividad extraescolar. “Destacaba mucho. Era muy espontánea y se atrevía con todo”, cuenta por teléfono. Se acuerda de un monólogo que hizo en el papel de la madrastra de Blancanieves. Y de la decepción que se llevó cuando le dio un papel secundario en Grease, el de la aspirante a peluquera Frenchy, no el de la estelar Sandy. “Yo solía darle papeles principales, pero le hice comprender que había que repartirlos entre todos”, recuerda Crecente. Cuando la profesora se cambió de colegio, le dijo a Gloria que su hija tenía aptitudes: “Le recomendé que la llevase a una academia de interpretación”.

“Gracias a ella seguí actuando y acabé en el casting de La flaqueza del bolchevique”, dice la actriz. Desde entonces ha desarrollado una carrera sólida, polivalente, veloz. En 18 años ha participado en 37 películas. En 2014 alcanzó un punto de saturación profesional y personal y se fue a Londres, donde pasó más de un año a su aire, liberada. “Había entrado en un hoyo, peté, y aquello me permitió rehacerme, recolocar mis prioridades”, explica. Su proceso ha continuado en Los Ángeles: “Allí he encontrado tiempo para ver las cosas desde otra perspectiva, con menos cargas y con más facilidad para conocerme a mí misma”. ¿Cuáles son las cosas más importantes en su vida hoy? “El tiempo es lo más importante que tenemos. Para disfrutar de tu gente querida, de tu familia, de tu trabajo, de la introspección; para aprovechar las experiencias decantándolas, macerándolas”.

Valverde se toma un té en una terraza de Madrid.Yago Castromil

Tras terminar Distancia de rescate, basada en la novela homónima de Samanta Schweblin y rodada en 2019, Valverde se tomó más de un año de descanso. “Distancia fue una experiencia profunda, un rodaje intenso. Fue un reto que viví como algo muy personal y me costó volver a trabajar después del personaje de Amanda”, cuenta. Fuimos canciones, una película ligera y luminosa, pese a las penas generacionales tan presentes en su historia, le permitió reemprender el camino con suavidad y coherencia interna, según dice: “Leí el personaje de Maca y me sentí identificada con su miedo a decir las cosas, a no encontrar su espacio, a estar siempre disponible pero no feliz, a no poner límites. Creo que representa a una generación dañada por lo que le ha tocado, como la crisis de 2008, y por eso indecisa y temerosa”.

En el futuro quiere dar rienda suelta a su curiosidad —repite a menudo esta palabra; también el verbo probar— y apostar por sus propios proyectos con gente cercana a ella. Tiene algo en marcha, relacionado con el cine, que aún no puede comentar. Y su sueño —”mi fantasía”, dice— sería tener un estudio “donde poder crear e investigar en la pintura y en la escultura”. “Lo que más feliz me hace es tener las manos llenas de pegamento o de pintura. Esa es mi pasión, la verdad”.

—¿Y qué le impide tener un estudio y crear?

—Yo. Yo me lo impido. Es un sueño, pero al fin y al cabo cada uno se pone sus propios límites, ¿no?

A su vida se suma este curso un nuevo hogar, París. Su pareja se incorpora como director musical de la Ópera de la capital francesa, sin dejar de dirigir la Filarmónica de Los Ángeles. “Gustavo es mi hogar”, dice, “un hogar nómada. Así que andaremos entre París, Los Ángeles, Carabanchel y, por supuesto, la Alcarria”.

Esta niña cualquier día se va a Australia.

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