Conocer las redes para poder desconectarse de ellas
Cada vez más personas deciden controlar el consumo tecnológico propio y el de sus familias. El primer paso: entender cómo funcionan las aplicaciones y las pantallas. Es la alfabetización digital.
Una nueva clase ha nacido: los pobres de la tecnología. Son, por definición, aquellas personas que no pueden permitirse esperar 24 horas para contestar un correo electrónico. Sobre sus hombros pesa la responsabilidad de estar siempre disponibles. “La conectividad es tanto un imperativo técnico como moral”, define el filósofo Daniel Innerarity. “Algunos tienen poder para desconectarse y otros el deber de permanecer conectados”, escribe el sociólogo Francis Jauregui...
Una nueva clase ha nacido: los pobres de la tecnología. Son, por definición, aquellas personas que no pueden permitirse esperar 24 horas para contestar un correo electrónico. Sobre sus hombros pesa la responsabilidad de estar siempre disponibles. “La conectividad es tanto un imperativo técnico como moral”, define el filósofo Daniel Innerarity. “Algunos tienen poder para desconectarse y otros el deber de permanecer conectados”, escribe el sociólogo Francis Jaureguiberry, que acuñó el término “pobres tecnológicos” en 2015.
Su contraparte es una especie de aristocracia con conocimientos suficientes para gestionar internet como una herramienta a su servicio. Que se usa y se suelta, y a la que no se permiten más confianzas. Al principio la componían grandes nombres, como Bill Gates, que esperó a que su hijo cumpliera 14 años para darle su primer smartphone; Steve Jobs, que en 2010 reconoció a The New York Times que sus vástagos no tocarían su recién estrenado iPad, o Richard Stallman, fundador del movimiento del software libre, que trabaja sin internet y solo se conecta dos veces al día para enviar y recibir correos electrónicos.
Luego se supo que en el exclusivo colegio privado Waldorf of Peninsula de Palo Alto (Califormia), donde la élite tecnológica educa a sus hijos, no entra una pantalla hasta la secundaria, y que algunas cuidadoras de esos alumnos tienen prohibido por contrato el uso de móviles. El patrón se repite: cuanto más conocen los adultos las nuevas tecnologías (algunos incluso las han creado), más alejados las mantienen de sus hijos y de ellos mismos.
Adriano Farano (Nápoles, 1980) vivió una década entre Palo Alto y Menlo Park, el corazón de Silicon Valley, con su mujer, Beatrice Martinet, y sus tres hijos, Lorenzo, Chiara y Lucca. En su brillante camino de emprendedor fundó y vendió varias start-ups. A él le deben los italianos que se incluyera entre los emojis esa manera tan suya de juntar los dedos en copa para decir: “¿Pero qué me estás contando?”.
Después de 10 años de “borrachera tecnológica”, cambió de vida radicalmente. “Meterse en este mundo es como entrar en un túnel, solo ves aplicaciones, pantallas, actualizaciones, inversores, innovación… Vender WatchUp [su última empresa] fue como sacar la cabeza y respirar aire fresco”. Era 2016. Farano lo llama “el año de la resaca”: “La victoria de Trump, las fake news, el escándalo de Cambridge Analytica… Vimos cómo nuestros héroes se convertían en villanos”, recuerda. Dice que no estaba “quemado”, pero necesitaba reconectar con “una realidad más sensorial”.
Fabricó un horno de arcilla en su casa de Menlo Park. “Fue como un aquelarre, mis hijos y los de mis amigos vieron salir algo útil de sus manos. Amasar el pan ha sido para mí un ejercicio catártico. Le regalaron una masa madre de 113 años a la que llamó Bibiana, que viajó con él a Europa cuando la familia regresó a París hace un par de años, y fundó Pane Vivo —cuya máxima es “el pan que sienta bien”—, su primer proyecto no tecnológico en años. “Nuestro pan reivindica el gluten y la manera tradicional de cultivar y moler el trigo para mantener bajo control el índice glucémico, el peso y la inflamación, las tres razones que la gente esgrime para no comer un alimento que ha sido la base de nuestra civilización”, explica. Su hijo mayor, Lorenzo (13 años), el que más tiempo pasó en Silicon Valley, es el único de su clase que no tiene smartphone. “Los adolescentes se comunican a través de Discord, una app de mensajería instantánea con un sistema de lo que llamamos gamification: la gente vota, unos son más populares que otros y eso puede ser una herramienta de bullying. Tengo que sentarme con Discord para entenderla antes de que Lorenzo la use. Es un trabajo”, dice Adriano.
En casa de los Farano nadie se queda colgado del algoritmo de Netflix. “Acordamos lo que queremos ver y yo lo busco. Lucca, el pequeño, puede ver episodios cortos, pero nunca en el teléfono. “No se establece la misma relación con el dispositivo si consumes un contenido en la tele desde el sofá que si lo haces con los hombros encogidos, la cabeza baja y los ojos metidos en la pantalla”, afirma el padre.
Rodrigo (14 años) ha sido el último de su clase en abrirse un perfil de Instagram. Así lo decidió su madre, Laura Cuesta Cano, profesora de Comunicación y Nuevos Medios de la Universidad Camilo José Cela y experta en educación digital para familias. “Nos sentamos juntos, configuramos la privacidad y acordamos las normas de uso”, dice Cuesta, que antes ya le había explicado a Rodrigo lo que quieren conseguir de él estas empresas: sus datos y un tiempo de conexión cada vez mayor. “Vivimos en un tiempo de hiperconectividad y hay que entender la tecnología antes de usarla. Hay que explicarles que irán dejando una huella digital que los acompañará toda la vida”. Pero Cuesta Cano no es una apocalíptica. Cree que, si queremos favorecer el estudio de carreras técnicas entre los jóvenes, no se debe demonizar la tecnología, sino normalizar las conversaciones sobre su uso.
Ella ha aplicado sus normas. En su casa no hay móviles encima de la mesa a la hora de cenar, ni se contratan tarifas de datos ilimitados para los niños. “Tienen que aprender a dosificar su uso de internet porque cuando se acaban hay que esperar al mes siguiente”. Tampoco se premia o se castiga con tecnología. “Mis hijos nunca han tenido un móvil nuevo, heredan los que se nos van quedando viejos. Si el teléfono es el regalo premium, ya se le está posicionando como un objeto de deseo”, insiste.
Cuesta Cano detecta resignación en los padres y cierta falta de autoestima para regular el consumo de tecnología en la familia. “Les han hecho creer el mito de los nativos digitales y que sus hijos saben más que ellos, y es indiscutible que tienen más destreza, pero los padres tienen experiencia y madurez y no pueden seguir postergando esta conversación”. Ella insiste en que la alfabetización digital —que no tiene nada que ver con la habilidad para usar un dispositivo— es parte de la educación de un niño, como enseñarle a comer verduras. Una opinión similar comparte Adriano: “El problema no son los hijos, son los padres”, sentencia. Nieves Lahuerta, psicóloga y directora del Centro de Atención a Adicciones (CAD) del distrito de Hortaleza en Madrid lo describe con una imagen muy gráfica: “Esas familias en un restaurante que le dan al pequeño, todavía sentado en la trona, el móvil para que no moleste”.
En el CAD de Hortaleza se tratan adicciones variadas, entre ellas las tecnológicas, que después del confinamiento suponen casi la mitad de sus consultas. Estos expertos prefieren hablar de uso abusivo de las tecnologías porque la adicción a internet no está reconocida oficialmente, aunque sí la adicción a los videojuegos. Laura Batanero, educadora social del CAD, se patea los colegios del distrito en una labor preventiva para que los chicos, que la conocen por su nombre, pidan ayuda si sienten que están perdiendo el control. “Les pinto un círculo en la pizarra y les digo: ‘Esto es vuestra vida y está compuesta por varios quesitos: el sueño, la higiene, la familia, los amigos, las aficiones’. Hay que evitar que la tecnología lo invada todo”.
De “educar” a los padres se encarga Rocío Gangoso Vega, psicóloga experta en adicciones. “La señal de alarma llega cuando bajan las notas o cuando les han robado dinero de una tarjeta para comprar una caja botín de un videojuego, pero antes los padres no suelen saber a qué juegan sus hijos. No han observado ni supervisado su actividad en las redes. A muchos padres la habitación les sigue pareciendo el lugar más seguro del mundo”.
Laura Batanero constata cada día que hay redes sociales diseñadas para perder el control. “En Instagram es muy claro. Sigues a mil personas con todas sus stories, tocas una y el resto se pasan solas, o TikTok, que cuando ves el primer vídeo ya no puedes parar… Ese consumo pasivo engancha más, o los videojuegos. Hay chicos que no están tan interesados en el juego en sí, pero mientras están ahí hablan a través de Twitch o de Discord con sus compañeros de equipo, y quizás es más importante para ellos la socialización y el sentido de pertenencia. A veces no juegan, solo hablan”.
Esa división de la vida online y offline, conectada y analógica, es cosa de los adultos. Ellos viven en un continuum, su mundo no tiene líneas divisorias. “Las discusiones que tienen en WhatsApp no necesitan ser aclaradas cara a cara. Ya está hablado. Si se abandona un videojuego a medias y penalizan al equipo, ya está hecho. La ofensa no será menor porque se den explicaciones fuera de internet”, dice Batanero.
El ecosistema digital parece cada vez más una ratonera con pocas salidas. Algunos de los mejores cerebros del mundo lo diseñan y perfeccionan cada día para pasar allí toda la vida si es posible. Es su negocio: a mayor tiempo de conexión, mayor exposición a los impactos publicitarios. La aristocracia digital no se distingue por su pedigrí, sino por su dominio de estos algoritmos y su capacidad para ponerse a buen resguardo. Ellos y sus familias. La buena noticia es que ser un aristócrata digital no es un mandato genético. Usted puede estudiar, aprender cómo funciona este mundo y, con un poco de empeño, convertirse en uno de ellos.