La palabra miasma
Durante siglos, la humanidad creyó que las pestes tenían su origen en unos vapores asesinos. Hoy, esas miasmas que nunca existieron también mueren como concepto
Palabras mueren, como todo el resto. Todas, en realidad, terminan por morir: solo que algunas mueren en masa por extinción de una cultura —de una lengua— y otras se mueren solas porque ya vivieron. Un estadal es la centésima parte de un marjal —528 metros cuadrados—, pero ya nadie lo dice ni lo sabe; un walkman o una permanente son más cercanas, pero tampoco. Algunas son reemplazadas por otras que cumplen su función; otras representan objetos o conductas que ya no, y se olvidan. La palabra miasma —ni mialma ni miarma, miasma— agoniza y, sin embargo, tuvo tant...
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Palabras mueren, como todo el resto. Todas, en realidad, terminan por morir: solo que algunas mueren en masa por extinción de una cultura —de una lengua— y otras se mueren solas porque ya vivieron. Un estadal es la centésima parte de un marjal —528 metros cuadrados—, pero ya nadie lo dice ni lo sabe; un walkman o una permanente son más cercanas, pero tampoco. Algunas son reemplazadas por otras que cumplen su función; otras representan objetos o conductas que ya no, y se olvidan. La palabra miasma —ni mialma ni miarma, miasma— agoniza y, sin embargo, tuvo tanta vida, terminó con tantas.
Miasma viene del griego, como casi todo, y quería decir mancha, polución: un vapor asesino. Hace más de 2.000 años Hipócrates explicó que esos aires malignos, producto de “cuerpos enfermos, materias corruptas o aguas estancadas”, eran lo que enfermaba. Las miasmas eran más temibles porque no se veían, actuaban en silencio, entraban en el cuerpo por contacto o por respiración —y te mataban. Las pestes eran eso: revoltijo de miasmas en el aire, la aspiración funesta. Las miasmas vivieron tanto tiempo. Fueron ellas las que acabaron a un tercio de los europeos en la peste negra de 1348, a tres cuartos de los americanos en 1550, a más millones a lo largo de siglos. Era lo que explicaban los escasos médicos, combatiendo esas supersticiones que decían que tanta muerte era el castigo de algún dios desvelado. De esa presencia aérea de las miasmas viene incluso el nombre de una enfermedad que sigue matando medio millón de africanos cada año: la malaria —mal aire, en italiano.
Las miasmas sobrevivieron hasta el principio de la modernidad: son, por ejemplo, la causa del Eixample. En el siglo XIX provocaron una corriente científica que se llamó higienismo y pensaba que la solución de muchas enfermedades consistía en conseguir que las personas dejaran de aspirarlas y respiraran, en cambio, aire limpito. El Ensanche de Barcelona, con sus calles generosas y corazones de manzana, es resultado de esa idea —y es un buen ejemplo de acción correcta con teoría equivocada. La higienización de las ciudades no eliminó las miasmas que no existían, pero sí los focos infecciosos que contaminaban espacios, aguas, vidas.
La última gran masacre de las miasmas fue la fiebre amarilla que diezmó Buenos Aires en 1871. Entonces, desesperados, los vecinos encendían fuegos para quemar esos aires malignos. Diez años después, en La Habana, atacaron de nuevo, pero entonces un médico sin prejuicios se lanzó a la batalla. Carlos Finlay era el hijo de un inglés y una cubana que había estudiado en Francia y en Estados Unidos; cuando la fiebre se abatió sobre Cuba, fue el primero en pensar que la traía un mosquito, el Aedes aegypti, que transportaba un virus infeccioso de una persona a otra —y que para combatirla había que aislar al enfermo y exterminar a los zancudos. La idea de virus también era muy nueva y sus colegas se rieron de él durante 20 años; a principios del siglo XX los científicos dominantes lo entendieron, le hicieron caso, controlaron la fiebre amarilla.
Y poco a poco fueron aceptando que las miasmas nunca habían existido. Sin embargo, por milenios, estuvieron allí, mataron y mataron. Cuando nos armamos una idea del mundo vivimos en esa idea; que sea falsa no la hace menos presente: eso creemos, eso sabemos, así viven las miasmas y los dioses. Millones murieron convencidos de que esos aires los mataban: no fueron menos reales para ellos que los virus para cualquiera de nosotros. Ellos estaban convencidos como nosotros estamos convencidos; ellos creían en su ciencia como nosotros creemos en la nuestra: que la nuestra considere que la suya estaba equivocada no garantiza que otras, en algún futuro, no piensen lo mismo de todo eso que ahora nos parece tan cierto como a ellos las miasmas.
Por eso, dudar es la consigna: para eso, entre otras cosas, está la ciencia —y las palabras.