Lecciones de la Superliga

Si fuéramos capaces de reaccionar a favor de la igualdad de nuestros semejantes con la misma claridad, España sería un país mejor

EPS

Fue un proyecto fallido, al menos por esta vez. Después de acaparar toda la atención mundial en 48 horas, la Superliga europea se desvaneció en el aire como una pompa de jabón. Ya nadie habla de ella, y sin embargo las reacciones que produjo fueron, son y seguirán siendo muy interesantes.

Desde que Florentino Pérez la anunció en un formato televisivo que parecía incompatible con el corte de su tra...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Fue un proyecto fallido, al menos por esta vez. Después de acaparar toda la atención mundial en 48 horas, la Superliga europea se desvaneció en el aire como una pompa de jabón. Ya nadie habla de ella, y sin embargo las reacciones que produjo fueron, son y seguirán siendo muy interesantes.

Desde que Florentino Pérez la anunció en un formato televisivo que parecía incompatible con el corte de su traje y la calidad de su corbata, la inmensa mayoría de la población mundial se apresuró a posicionarse en su contra. A mí me gusta el fútbol, pero conozco a personas que no sabrían decir cuántos equipos españoles se clasifican para la Champions League y sin embargo se lanzaron a escribir como posesos en sus redes sociales a favor de los equipos modestos, de la igualdad y de la supremacía de los méritos sobre los millones. A mí me gusta el fútbol mucho menos que mi Atleti —cuando gana, cuando empata y cuando pierde, porque el amor verdadero está por encima de esas menudencias—, y confieso que me sangró el corazón de dolor hasta que nos salimos de aquel invento que no tenía nada que ver con nosotros. Mi capitán, Koke, nunca podrá calcular la magnitud del efecto balsámico del comunicado de la plantilla que él difundió, medicina instantánea para mis heridas. Pero aunque el Atlético de Madrid me importa mucho, me importa muchísimo más la humanidad. Por eso, la oposición a la Superliga me dejó atónita.

Nunca habría creído que los intereses del Alavés, del Cádiz, del Elche y de tantos otros equipos llamados pequeños pudieran provocar más interés, más pasiones, más aplausos que los seres humanos que afrontan una odisea a través de montañas y desiertos para embarcarse en una patera; hombres, mujeres y niños que huyen de la violencia y de la miseria, arriesgándolo todo y su propia vida a cambio de una oportunidad para prosperar. No podía imaginarme que el fútbol modesto movilizara más solidaridad que las familias que están sufriendo, los jóvenes parados, los sanitarios exhaustos, los comedores sociales desbordados, las cicatrices de la desigualdad y la pandemia. Tampoco que los hinchas, de los equipos ingleses o de mi propio equipo, se convirtieran de la noche a la mañana en “la gente”, que en nuestra época es casi lo mismo que decir “el pueblo soberano”, pero así ha sido. La interpretación más extendida y respaldada por los medios de comunicación ha sido que la derrota de la Superliga ha sido la victoria de los aficionados, la gente a quien la opinión pública ha cubierto de elogios en los que la palabra más repetida era orgullo.

Nunca voy a atacar el fútbol, un organismo social, más allá de lo deportivo, del que yo misma formo parte. No cuestionaré jamás el valor de la emoción —¿cómo podría, si soy socia del Atleti?—, que supera en intensidad incluso al sabor de la victoria. Pero me da rabia que el dolor de mis semejantes, las injusticias, la explotación, el hambre, el sufrimiento provocado por la codicia de Occidente en continentes lejanos y a un paso de nuestras casas no haya provocado nunca una reacción comparable a la fulminante hostilidad universal que suscitó la Superliga. Me da rabia que las redes sociales no exploten en el mismo grado de indignación cada vez que una noticia vuelve a poner de relieve la crueldad de actividades delictivas que encarnan el mal en nuestra sociedad, fenómenos como la trata de personas, el racismo militante, las violaciones en grupo, el acoso escolar y todas las fobias que expresan una intolerancia odiosa hacia los que son, se sienten, opinan o piensan de manera diferente. Me da rabia que esas cosas ya no nos escandalicen, que nos parezcan mal, sí, pero no tanto como para provocar una reacción apasionada, con tintes de revuelta social.

Con todos mis respetos, y mis simpatías, por el fútbol modesto y los equipos que lo encarnan, si los españoles y las españolas fueran capaces de reaccionar a favor de la igualdad de todos sus semejantes con la misma claridad, la misma decisión y contundencia que aplicaron a la defensa de los equipos perjudicados por el proyecto de la Superliga, España sería un país mucho mejor, más feliz, más próspero y más justo.

Esa sería la verdadera victoria de la gente.

Sobre la firma

Más información

Archivado En