El club de Larraín
Encendí el televisor y busqué una película que me recomendaron. La encontré. La vi. Después, no existió nada más
Tengo problemas: hay muchas maneras de empezar esta columna en la que quiero hablar de una película. Por ejemplo: desde ayer a la noche la violencia tiene, para mí, el sonido de la voz mitológica del actor chileno Roberto Farías eyaculando, como un fauno borracho, en plena calle y mientras cuatro viejos aterrados lo miran desde el primer piso de una casa insulsa como quien contempla la llegada del Armagedón —y Farías es el Armagedón—, un monólogo aluvional en tempo de liturgia, con un idiolecto popular en el que se insertan palabras de cuidado clínico como “pene”, “glande”, “semen” o “prepucio...
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Tengo problemas: hay muchas maneras de empezar esta columna en la que quiero hablar de una película. Por ejemplo: desde ayer a la noche la violencia tiene, para mí, el sonido de la voz mitológica del actor chileno Roberto Farías eyaculando, como un fauno borracho, en plena calle y mientras cuatro viejos aterrados lo miran desde el primer piso de una casa insulsa como quien contempla la llegada del Armagedón —y Farías es el Armagedón—, un monólogo aluvional en tempo de liturgia, con un idiolecto popular en el que se insertan palabras de cuidado clínico como “pene”, “glande”, “semen” o “prepucio”, una inserción falsamente pulcra que produce el efecto contrario —mugre, viscosidad, enchastre— y que deviene en una construcción que podría sonar inconcebible o ridícula, pero que, aun cuando es completamente artificiosa, resulta despavorida y verosímil en la voz de ese actor de voltaje desmesurado —no hay medios tonos: su actuación se apoya siempre en un núcleo de energía exterminadora— que, encarnando un arquetipo —el vagabundo, el clochard, el hombre roto y violado en la infancia—, extrae de él, con un vagido irritante y enloquecedor, torrentes de verdad, aberración a chorros. No sentí pena. Sentí hostilidad y repugnancia: por lo que le habían hecho a ese hombre, pero también, vergonzosamente, por aquello en lo que ese hombre se había convertido.
O por ejemplo: en este tiempo de zombis que vivimos, la conmoción que produce impactar con un artefacto artístico de este porte, aun cuando nos deje llenos de horror, genera un vibrante entusiasmo, un despertar. Es una narración contenida y tumefacta, sumida visualmente en un invierno grumoso que, como un órgano enfermo, envuelve al pueblo costero de Chile donde sucede todo y donde cuatro personas acusadas de delitos aberrantes —pedofilia, robo de bebés— viven en una casa de falso retiro controladas por una mujer sibilina en una geografía llorosa que conozco bien (y que extraño tanto).
O por ejemplo: no es buena idea escribir en este estado. La conmoción no produce calidad. Podría esperar. Escribir esto mañana o cuando sea otra persona (otra vez un zombi). Pero no puedo sacarme del cuerpo la sonrisa como un anzuelo del diablo de la actriz chilena Antonia Zegers —la forma dulce en que pronuncia las palabras “carcelera” y “televisión”—, ni el rostro del actor Alfredo Castro respondiendo a un interrogatorio —hay alguien investigando una muerte que se ha producido en esa casa— en un primer plano que se clava en su mirada de máscara vacía, disociada de la voz que dice atrocidades con la serenidad campesina de quien señala “Ayer fui a comprar pan”. Escribo ahora porque escribir es una forma de fijar y de entender, pero también de dejar atrás.
O por ejemplo: terminé de verla y supe que estaba en problemas. Que quería escribir sobre esta película y que cualquier cosa que revelara sobre la trama, sobre la identidad de sus protagonistas, lo arruinaría todo. Porque está llena de revelaciones —quién es quién, quién hizo qué cosa—, pero la forma opaca e inadvertida en que esas revelaciones se producen es parte de su genialidad. Opera un milagro doble: narrar al monstruo sin transformarlo en tópico, contar a la víctima sin untarla de melodrama. Es un trabajo sobre el mal y es, también, la encarnación del mal. De la misma manera en que el Dios cristiano es tres personas distintas, de una misteriosa y horrible manera.
Ayer estaba en la sala de mi casa, haciendo gimnasia. Cuando terminé, encendí el televisor y busqué una película que acababa de recomendarme enfáticamente un amigo. La encontré. La vi. Después, no existió nada más. Se llama El club. La dirige el chileno Pablo Larraín. Se estrenó en 2015 y ganó el Gran Premio del Jurado de la Berlinale, pero llegó a Netflix en marzo pasado. Produce daño. Como los sueños de la razón, que producen monstruos.