La palabra mascarilla
Nos hemos resignado: hace un año nadie habría imaginado la posibilidad de usarlas y ahora nadie imagina lo contrario
Ahora somos expertos. Me gusta ese proceso, que se da cada tanto: cómo, de pronto, millones nos volvemos conocedores profundos de algo que poco antes ignorábamos sin vergüenza ni pena. Suele ser por esnobismo, pero esta vez fue por necesidad: primero nos dijeron que quizá convenía usarlas y poco después nos obligaron so pretexto d...
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Ahora somos expertos. Me gusta ese proceso, que se da cada tanto: cómo, de pronto, millones nos volvemos conocedores profundos de algo que poco antes ignorábamos sin vergüenza ni pena. Suele ser por esnobismo, pero esta vez fue por necesidad: primero nos dijeron que quizá convenía usarlas y poco después nos obligaron so pretexto de que son la última trinchera contra el mal todopoderoso, así que nos pusimos a averiguar, opinar, ejercer. Y ahora sabemos tanto sobre esos trapos que nos tapan las caras: nos hemos vuelto especialistas en enmascararnos.
Por lo cual descubrimos, entre otras cosas, que los nombran palabras distintas en los distintos rincones de la lengua. Pasa mucho y en general no lo notamos, hasta que algo lo resalta; en este caso, la catástrofe. Ahora cualquier lector atento nota que los españoles dicen mascarilla allí donde los argentinos dicen barbijo, mexicanos y chilenos cubrebocas, colombianos y peruanos tapabocas, cubanos nasobuco, y así: otra vez, esa lengua común que nos separa.
Y cada cual resuena diferente: es lo bueno de las palabras. Por eso no hay sinónimos: te pueden decir que mascarilla y barbijo y cubrebocas lo son, y es verdad que nombran el mismo trozo de tela que nos separa de la peste, pero evocan cosas tan distintas. Barbijo trae un eco violento: un barbijo, en argentino, también es una herida de cuchillo en la cara, cicatriz muy gaucha. Y cubrebocas es un intento por aminorar el efecto censor de tapabocas, que suena tanto a por qué no te callas. Y mascarilla recuerda a quien se disimula para vaya a saber qué, un carnaval extraño, y nasobuco es casi un rey de Babilonia.
(Todo lo cual evita con sabiduría la denominación más técnica: FFP significa, en inglés filtering face pieces, piezas faciales filtrantes; allí no hay historias ni duelos a facón ni disfraz ni censura. Es el privilegio y la tristeza de las siglas: llegar desde ninguna parte, limpias, casi quirúrgicas —hasta que se van cargando de sentidos ominosos: IVA, UCI, PP).
Nos hemos vuelto expertos: sabemos qué representa cada mascarilla barbijo tapacubrenasobuco, cuánto cuestan, cuánto impiden, qué dicen sobre su portador o portadora. Y nos hemos resignado: hace un año nadie habría imaginado la posibilidad de usarlas y ahora nadie imagina lo contrario. O, mejor: esperamos con ansia el momento de tirarlas, el grito de la liberación. Esperamos esa rara sensación de volver a vernos las caras: que las caras dejen de ser, como el pelo de las mujeres musulmanas, un producto de interiores, privilegio de los íntimos.
Pero nos dicen que no va a ser fácil: que tendremos que enmascararnos unos años más. La China, por fin, ha llegado a nuestras vidas. La pandemia es pura China. Empezó allí y ningún país se ha beneficiado tanto: gracias a sus medidas, su control, su represión, su economía siguió creciendo y es posible que, en unos años, historiadores perezosos elijan la pandemia como el momento que dio por iniciada oficialmente la hegemonía china en este mundo.
Y es probable que, entonces, alguien vuelva a pensar en mascarillas. La gran paradoja del ascenso chino fue que sucedió con formas de Occidente: lo lograron fabricando máquinas —televisores, ordenadores, vehículos, juguetes, herramientas— pensadas en Estados Unidos y Europa, y lo hacen en ciudades donde personas vestidas de americanos pobres van en coches casi alemanes a edificios casi neoyorquinos. China se empoderó y apoderó con modos y maneras que no eran los suyos: sin símbolos. Hasta ahora, su influencia cultural había sido nula. La máscara es, probablemente, su primer gran golpe: orientales llevan décadas usándolas y ahora todos lo hacemos. Todos nos parecemos, con ellas, a ellos.
Las podemos llamar mascarillas o barbijos o cubretapa o Nabucodonosor, incluso FFP. Lo cierto es que se llaman china: son el escudo de una época, la marca de que los chinos han vuelto a ser, tras unos pocos siglos de descanso, la potencia mayor. Y son solo el principio.