Un viaje de Nueva Orleans a San Luis siguiendo el Misisipi y las huellas españolas y francesas que inspiraron ‘Lejos de Luisiana’, premio Planeta 2022
Ciudades coloniales, pantanos misteriosos, un pasado marcado por la esclavitud y, sobre todo, un río unen lo que en otros tiempos fue una gran provincia española en Norteamérica, historias y escenarios que plasma en su libro Luz Gabás
Hubo un tiempo en que en el Misisipi se hablaba español. Y no fue en un minúsculo territorio escondido, sino una enorme extensión de los actuales Estados Unidos, el Estado de Luisiana, cuatro veces más grande que el territorio peninsular, en la que todavía hoy se puede seguir la huella que dejaron los españoles, junto con otro rastro también olvidado: el de los franceses que les precedieron y con los que convivieron.
Aquel pasado es el que recupera la escritora ...
Hubo un tiempo en que en el Misisipi se hablaba español. Y no fue en un minúsculo territorio escondido, sino una enorme extensión de los actuales Estados Unidos, el Estado de Luisiana, cuatro veces más grande que el territorio peninsular, en la que todavía hoy se puede seguir la huella que dejaron los españoles, junto con otro rastro también olvidado: el de los franceses que les precedieron y con los que convivieron.
Aquel pasado es el que recupera la escritora Luz Gabás en su nueva novela Lejos de Luisiana, Premio Planeta 2022, en la que nos recuerda la presencia española en aquella enorme Luisiana que se articulaba en torno al Misisipi, desde Nueva Orleans, en el golfo de México, hasta la frontera canadiense. Ocupaba casi un tercio del actual territorio, y durante 40 años (1763-1803) los españoles dejaron una huella que en unos sitios se ha conservado mejor que en otros. Quedan muchos nombres, una pequeña población de origen español que incluso guarda el idioma y las tradiciones, muchos edificios, un urbanismo de aire inequívocamente español y, sobre todo, una apasionante historia.
Más información en lonelyplanet.es, en la guía ‘Nueva Orleans de cerca’ de Lonely Planet y en la novela ‘Lejos de Luisiana’, de Luz Gabás.
Lejos de Luisiana es básicamente una novela de amor y de aventuras ambientada en un periodo de la historia que muchos estadounidenses han olvidado, cuando los franceses, y más tarde los españoles, gobernaron un inmenso territorio que servía de frontera con el enorme y desconocido Oeste. En ella se cuenta la pasión, resistente a todas las adversidades, entre una criolla francesa y un indio, un relato que trata de pioneros, de indios buenos y malos, de comerciantes criollos, de esclavos negros y de los colonos y militares españoles que llegaron en 1763 para hacerse cargo de la antigua colonia francesa, hasta que Carlos IV la vendió de nuevo a los franceses en un pacto secreto, a cambio de un territorio en Italia, con el compromiso de que si se querían deshacer de ella solo podría ser devuelta a España. Como no firmaron ningún documento, los franceses solo tardaron dos años en vender la Luisiana a los recién nacidos Estados Unidos: dos millones de kilómetros cuadrados, con unos límites bastante indefinidos, por quince millones de dólares de entonces.
Es precisamente en esos años de la Luisiana española en los que se centra el libro de Luz Gabás, un relato bien documentado que lleva a lector continuamente de viaje por el Misisipi, convertido en una verdadera autopista de la época, a pesar de los resistente a todas las adversidades, entre una criolla francesa y un indio, conflictos permanentes entre los colonos y de los ataques de las diferentes tribus indias que veían cómo primero los europeos y después los estadounidenses iban ocupando sus tierras ancestrales y borrando sus costumbres y tradiciones hasta hacerlos desaparecer.
Nueva Orleans, la otra América
Todo empieza en Nueva Orleans, aunque en realidad es allí, en este puerto sobre el delta, donde acaba el río. Fundada por los franceses, fue uno de los centros más importantes del comercio en Norteamérica (incluido el infame de esclavos), una ciudad cosmopolita donde se mezcló lo francés, lo español, la cultura caribeña, la criolla y la africana. De su riqueza de culturas variopintas nacieron manifestaciones culturales hoy tan emblemáticas como el jazz o su famoso carnaval, el Mardi Gras.
A pesar de su origen francés, si hay una ciudad con aire español en Estados Unidos esa es sin duda Nueva Orleans. Solo fue española durante cuatro décadas a finales del siglo XVIII, pero en aquellos años conoció su mayor esplendor. Hoy su centro histórico, diseñado en forma de cuadrícula orientada hacia el río, es conocido como Barrio Francés o Vieux Carré, pero en realidad debe su actual aspecto a los españoles, que reconstruyeron la ciudad con edificios de piedra y ladrillo tras los devastadores incendios de 1788 y 1794. La herencia española también pervive en sus comidas, sus expresiones y sus costumbres. Por todos lados, las placas recuerdan en inglés que cuando aquello era “la provincia española de Luisiana” allí estaba la plaza de Armas, el camino Real, la calle de San Felipe, la calle Miró (por el gobernador Esteban Rodríguez Miró), la calle de Ulloa (por el primer gobernador, Antonio de Ulloa), la calle de la Aduana...
En definitiva, Nueva Orleans es diferente. Si a esto se superpone la cultura de los franceses, de los cajunes (descendientes de los canadienses franceses expulsados de Nueva Escocia por los británicos en 1755) y de los esclavos negros, tenemos el Nueva Orleans actual: jazz, un carnaval original y único, una comida diferente (criolla o cajún) y una herencia mágica, la del vudú, que sirve de reclamo para los turistas. Es, asímismo, uno de los destinos favoritos de los estadounidenses, que viajan hasta allí para las despedidas de soltero, para los grandes congresos o para asistir a su famoso carnaval. Por momentos puede parecer un parque temático; hay pocos vecinos que vivan en las casas del centro, convertidas en restaurantes, tiendas y galerías de arte.
Pero volvamos al pasado. La novela de Luz Gabás es un verdadero paseo por ese Nueva Orleans de hace más de dos siglos, que ahora se puede reconocer en el Vieux Carré, paseando por estas calles en torno a Jackson Square, donde pasa todo, repleta de adivinos, dibujantes y artistas itinerantes. En Royal Street encontraremos anticuarios, galerías y balcones de hierro fundido, una calle para recorrer bajo los elegantes porches del siglo XIX. El contraste está en la emblemática y loca Bourbon Street, meca del jazz, de los bares y de la juerga en la calle.
Jackson Square fue la plaza de Armas en la época de la colonia española. Hoy reúne algunos de los principales monumentos de la ciudad, como los gemelos Pontalba Buildings, y los casi idénticos The Cabildo y The Presbytère que flanquean la catedral de San Luis. Y presidiendo el parque, la estatua ecuestre del presidente Andrew Jackson (1767-1845).
Desde aquí solo hay que dejarse llevar y pasear por las calles de los alrededores encontrando casas criollas, museos como el dedicado al jazz, la Historic New Orleans Collection, la Royal Pharmacy y el convento de las Ursulinas, uno de los pocos edificios coloniales franceses que se conserva. Hay restaurantes de cocina criolla como el Galatoire’s o el Coop’s Place, donde sirven una magnífica cocina cajún: cambalaya, pollo con gambas, guiso de cangrejos…
Pero el monumento más español de la ciudad probablemente es el Cabildo, la antigua sede del poder virreinal, hoy sede del Museo Estatal de Luisiana. Presume de sus salones, con un toque colonial español, y de sus mansardas de estilo francés. La joya es la sala Capitular, que fue el tribunal de la ciudad y el centro de todo tipo de reuniones y de eventos. Desde los ventanales del segundo piso se contempla Jackson Square.
Otro icono de Nueva Orleans es el tranvía que avanza por la St. Charles Avenue, que se inauguró en 1835 y fue la segunda línea de tranvía tirada por caballos de Estados Unidos. En la actualidad es uno de los pocos tranvías del país en funcionamiento. Es lento, pero muy evocador.
En la ciudad hay una herencia criolla francesa y africana que se deja ver por todas partes, y hace que sus señas de identidad sean diferentes a las del resto de las ciudades estadounidenses. Aquí pervive el vudú, traído por los africanos y ahora convertido en una atracción turística. De hecho, los circuitos más populares son los que llevan al melancólico cementerio Lafayette No. 1 para abordar la cara más truculenta y macabra de la ciudad, en historias relacionadas con esclavos o con asesinatos. Este camposanto con sus grises mausoleos, en el corazón del Garden District, representa esa sensibilidad de la ciudad por el mundo gótico de fantasmas y apariciones y ha servido de inspiración para muchas novelas y relatos. Las tumbas se alzan entre una fértil vegetación y los panteones de mármol de las familias ricas rivalizan entre ellos, sobresaliendo sobre el resto de las tumbas construidas en yeso y ladrillo. Muy cerca de allí está la casa de Marie Laveau, la llamada “Reina Bruja” de Nueva Orleans.
La otra seña de identidad de la ciudad actual es el jazz. Suena por todas las calles pero hay que buscarlo especialmente en barrios como Marigny y en calles como Frenchmen Street, llena de gente que aprecia la buena música en directo. Hay locales como The AllWays Lounge con todo tipo de música, o el The Spotted Cat, una referencia para los que buscan el típico club de jazz de Nueva Orleans, como lo es también el Snug Harbor, donde actúan leyendas y jóvenes promesas. Pero el jazz está en realidad en cualquier rincón: el barrio de Tremé–Lafitte es el vecindario afroamericano más antiguo del país, pero sobre todo ha tenido un gran impacto en la música mundial. Aquí los descendientes de esclavos inventaron el jazz mezclando sus propios ritmos africanos con la improvisación y la música europea. En este barrio hay lugares míticos, como el Backstreet Cultural Museum, presidido por los trajes indios de Mardi Gras, o el parque Louis Armstrong, en el que se organizan festivales de música en vivo durante todo el año. También hay buen jazz en Uptown, ya fuera del centro, en locales como el Tipitina’s, en la esquina de Napoleon Avenue y Tchoupitoulas Street, donde han tocado muchos de los grandes, o en el Maple Leaf Bar, con su atmósfera tenuemente iluminada para disfrutar al máximo de este estilo musical.
Los españoles de los pantanos
Pero Luisiana no es solo Nueva Orleans. A su alrededor encontramos un mundo de pantanos, lagunas y plantaciones en las que, con un poco de suerte, incluso se puede escuchar hablar en español. Es aquí donde se asentaron los conocidos todavía hoy como isleños, que son los descendientes de los canarios —también hubo poblaciones procedentes de Málaga o de Menorca— que llegaron a Luisiana cuando Bernardo de Gálvez era gobernador. Los trajo para participar en la guerra de la Independencia de Estados Unidos, pero también para poblar estos territorios con emigrantes españoles y crear así una línea de defensa para Nueva Orleans. El primer grupo de isleños llego en 1778 y se repartió en diversas poblaciones, lugares como Galveztown, Barataria, Valenzuela, New Iberia o la actual parroquia de San Bernardo. El segundo grupo llegó en 1783 y se ubicó en Concepción.
Esta comunidad española se mantuvo durante 200 años casi aislada, conservando su idioma, su religión y sus costumbres, hasta la II Guerra Mundial. Muchos pobladores isleños se han dedicado a la pesca y a la caza de pequeños animales, pero los jóvenes ya no quieren vivir allí. Ahora quedan muy pocos que hablen el idioma español o recuerden sus canciones originales, que utilizaban para contar sus historias y transmitir oralmente su cultura.
La curiosidad puede llevarnos a visitar alguno de estos lugares. En Barataria por ejemplo, la excusa puede ser recorrer la Barataria Preserve, una sección del Jean Lafitte National Historical Park & Preverve, que es el acceso más fácil a los densos pantanos que rodean Nueva Orleans. Los 13 kilómetros de caminos sobre plataformas de madera permiten un asombroso paseo por el fecundo y próspero pantano, donde viven caimanes y otras criaturas, como nutrias, ranas y centenares de especies de aves.
Vida de plantación en River Road
Seguimos río arriba. A orillas del Misisipi, entre Nueva Orleans y Baton Rouge, se extienden numerosas plantaciones y mansiones que prosperaron gracias primero al índigo (un pigmento vegetal de color añil) y luego al algodón y la caña de azúcar. Muchas de ellas están abiertas a los visitantes. La mayoría de los circuitos se basan en la vida de los propietarios, la arquitectura restaurada y los cuidados jardines de la Luisiana anterior a la Guerra de Secesión, y evitan hablar de los esclavos que constituían el grueso de la población.
Es fácil explorar la zona en coche o en una visita organizada. Dos plantaciones que merecen la pena son la Laura Plantation, en Vacherie, en la orilla oeste del río, donde se explica muy bien las diferencias entre criollos, anglosajones y africanos antes de la guerra, basándose en los diarios de las mujeres criollas; o la Oak Alley Plantation, donde lo que más impresiona es el camino de acceso, flanqueado por 28 majestuosas encinas que conducen hasta la grandiosa casa de estilo neoclásico. Vale la pena completar el circuito de las plantaciones con una visita al River Road African American Museum, 40 kilómetros más allá, en Donaldsonville, que explica muy bien la historia de los afroamericanos en las comunidades rurales del Misisipi.
Baton Rouge, la ciudad del tótem rojo
La capital del Estado, Baton Rouge, es otro de los puntos clave en ese Misisipi que articula la antigua Luisiana española. De hecho, la bandera de la ciudad, aprobada oficialmente en 1995, recoge su historia y representa a España con un castillo en la parte superior derecha.
En los siglos XVII y XVIII, era poco más que un punto de referencia en el río para franceses, españoles e ingleses. Su nombre, que en francés significa bastón rojo, viene de un tótem que los indios natches tenían como emblema, un poste de ciprés pintado de este color que delimitaba los diferentes territorios de caza. Fue un puesto francés, después británico y también español, aunque en el tiempo que los españoles lo administraron se respetaron los tres idiomas oficiales en la ciudad y se construyeron caminos, casas, puentes y diques que hicieron de Baton Rouge un pueblo floreciente.
Su actual prosperidad se debe, sobre todo, a la industria petroquímica y tecnológica. El desastre del huracán Katrina de 2005 hizo que muchas personas se desplazaran hacia aquí, contribuyendo también a que su área metropolitana sea una de las de más rápido crecimiento de Estados Unidos.
La verdad es que Baton Rouge no tiene demasiados atractivos turísticos, aunque presume de su Louisiana State Capitol, un rascacielos art déco que asoma por encima de la ciudad. Construido durante la Gran Depresión, su mirador de la planta 27 ofrece vistas espectaculares y el vestíbulo también impresiona. A este hay que añadir museos como el LSU Museum of Art o el Louisiana Art & Science Museum.
La ciudad sirve sobre todo como puerta de entrada a los circuitos por los pantanos y la zona de las plantaciones. Aquí mismo se puede visitar la Magnolia Mound, una plantación de la última mitad del siglo XVIII (en el periodo en el que se desarrolla la novela de Gabás) que muestra las influencias arquitectónicas traídas por los primeros colonos de Francia y de las Indias Occidentales. Rodeada por viejos robles, conserva gran parte de su aspecto original y no cuesta imaginar en ella las otras plantaciones que la escritora describe en su novela.
La escapada perfecta desde Baton Rouge es St. Francisville, al norte de la ciudad, un encantador respiro frente al calor del delta. Durante la década anterior a la guerra civil estadounidense este fue el hogar de millonarios propietarios de plantaciones, y gran parte de su arquitectura continúa intacta. Sus serenas calles arboladas y las muchas casas e iglesias históricas y galerías y tiendas de antigüedades merecen una visita.
El País Cajún
Los franceses, protagonistas de la novela de Luz Gabás, dejaron una profunda huella en Luisiana, hasta borrar en el imaginario de los estadounidenses el paso de los españoles por aquellas tierras. Una de las zonas más auténticas de los Estados Unidos es el llamado País Cajún, que debe su nombre a los franceses exiliados de L’Acadie (hoy Nueva Escocia, Canadá) en 1755. Por influencia de los nativos americanos y criollos, el gentilicio acadiano fue derivando hacia el término cajún. Hoy sus descendientes luchan por la supervivencia en sus pantanos, sobre todo en torno a la ciudad de Lafayette, y conservan su idioma, formando la minoría francófona de EE UU.
Fuera de Lafayette —que esconde algunos de los mejores restaurantes y bares de Luisiana fuera de Nueva Orleans— y de la Acadiana, los canales, pueblos y tabernas de carretera sumergen al viajero en la vida cajún, en buena parte a través de la comida y de platos como la jambalaya (un guiso a base de arroz con tomates, salchichas y gambas) o el estofado de cangrejo de río, todo preparado con mucha calma y con mucha cayena. Es la zona de los bayous (que son canales de agua, como brazos del río), en torno a los cuales se desarrolla la vida y por los que se puede navegar como uno de los atractivos turísticos de la zona.
Junto al aeropuerto encontramos Vermilionville, una tranquila y restaurada recreación de una aldea cajún del siglo XIX. El mundo cajún son los pantanos, y su vida giró siempre en torno a la pesca y la caza con trampa, un estilo de vida acuático que sigue siendo la base de su existencia. Y en la llamada Cajun Prairie, al norte de Lafayette, los cajunes y los afroamericanos se asentaron y crearon una cultura basada en la cría de animales y se caracterizan por sus enormes sombreros. Es la cuna de la música cajún y zydeco, los acordeones y las granjas de cangrejos, en torno a aldeas como Opelousas, Plaisance o Eunice, que muestran orgullosas su particular cultura.
El corazón de los pantanos cajunes está al este y al sur de Lafayette, en la Atchafalaya Basin, la mayor zona de pantanos fluviales del país. Un centro de visitantes orienta a quienes se animan a penetrar en la densa jungla que protege los pantanos, lagos y lagunas.
La Natchez Trace Parkway
Remontando el río desde Nueva Orleans hacia el norte, Natchez es otro de los lugares que aparece con frecuencia en la novela de Luz Gabás. En su día fue un lugar estratégico en un territorio indio, en la ruta hasta San Luis y los grandes Lagos. Hoy es un sitio donde se puede saborear el verdadero ambiente del Misisipi, ese que inspiró las aventuras de Tom Sawyer. Con su aire aletargado sureño, suele ofrecer un ambiente un tanto fantasmagórico entre la bruma. En su centro todavía quedan un paseo fluvial agradable, mansiones de aire colonial y constantes referencias al blues y a las plantaciones de algodón.
Lo más curioso del lugar es que, aunque hoy nos parezca al margen de todo, en 1850, antes de la Guerra de Secesión, tenía una de las mayores concentraciones de millonarios del planeta. No eran fortunas hechas gracias a la industria o al comercio, como en otras partes del país, sino por el uso de mano de obra esclava en las grandes plantaciones de algodón. Hoy apenas quedan 15.000 habitantes y ni siquiera tiene un aeropuerto cerca, aunque no lo necesita: el río Misisipi la ha mantenido siempre comunicada con todo.
Antes de que llegaran los grandes terratenientes, y antes incluso de los españoles, hubo aquí un fuerte francés al que llamaron Fort Rosalie. Era el territorio de los natchez, una tribu amerindia. A través de Fort Rosalie llegaban los suministros por el río desde el norte, y los franceses, asustados por los frecuentes ataques de los indios, emprendieron una labor de exterminio que provocó la huida los natchez hacia otras zonas y su posterior desaparición. Esta parte de la historia está muy bien narrada en la novela Lejos de Luisiana, cuyo protagonista es uno de estos indios que vivían en el tramo medio del río, un personaje que se ve envuelto en el dilema de luchar por su territorio y su pueblo o integrarse con los nuevos colonos, consciente de que su mundo ya ha acabado.
En 1763, Fort Rosalie pasó a ser británica y la ciudad pasó a llamarse Natchez. Allí se instalaron militares, criollos de los Estados del norte, terratenientes que establecieron plantaciones de tabaco, índigo y algodón y construyeron las grandes mansiones por las que hoy es conocida la ciudad. En 1779, el gobernador Bernardo de Gálvez tomó Natchez, y una vez terminada la Guerra de la Independencia, Natchez pasó a formar parte de la Florida occidental española. La vida no cambió mucho, e incluso aumentaron sus plantaciones esclavistas aprovechando su posición estratégica junto a la gran autopista fluvial de la época: el río Misisipi. El dinero corría por Natchez y las mansiones presumían de sus fiestas, de sus esclavos y de su decoración francesa. De entonces quedan las mansiones de estilo sureño de porches y columnas blancas de estilo dórico que aparecen en muchas películas. Todavía hoy, el nombre oficial del antiguo núcleo poblacional se conoce como Old Spanish Quarter (viejo barrio español).
Pese a su interés histórico, en Natchez no hay muchos turistas, y eso que está en la ruta de las plantaciones de algodón del Misisipi. Pero además, la ciudad es el inicio de la Natchez Trace Parkway, una de las carreteras legendarias de Estados Unidos: más de 643 kilómetros por una vía poco transitada que desemboca directamente en Nashville (Tennessee).
Cruzando Arkansas y Misisipi
La Luisiana de la novela de Gabás es mucho más amplia que el actual Estado. Siguiendo el curso del Misisipi hacia el norte se extendía por otros muchos Estados, con mayor o menor presencia española. En sus páginas cobra mucha importancia el territorio al norte de Nueva Orleans, concretamente el tramo medio, en la actual Arkansas, fronteriza con el Estado del Misisipi, donde ya vivían las tribus caddo, osage y quapaw cuando el español Hernando de Soto exploró la zona en el siglo XVI. Allí es donde se sitúa el hogar del protagonista indio de la novela, en un territorio en la confluencia del Misisipi con los ríos Arkansas y Blanco, del que se fue expulsando a sus primitivos ocupantes para dejar paso primero a los comerciantes de pieles y, más tarde, a los latifundistas. Fue una frontera sin ley hasta la guerra civil estadounidense, y siempre ha sido una zona conflictiva con una de las rentas per cápita más bajas del país, con la población afroamericana del delta y la población blanca de los montes Ozark azotadas por la pobreza.
En la región del Delta del Misisipi (que no hay que confundir con el delta fluvial del río, situado en su desembocadura) se encuentra uno de los parajes míticos de Estados Unidos, cuna del blues. Lo podemos ver en Clarksdale, donde se concentra un turismo amante de este tipo de música. Hasta aquí acuden muchas bandas famosas y hay museos de música por todas parte. Además, está repleta de juke joints (clubs de barrio para afroamericanos), la mayoría con las famosas máquinas de discos (jukebox) que sustituyeron la música en directo.
Por aquí pasa también la mítica Highway 61, conocida como la autopista del blues, que puede ser una buena ruta para recorrer el corazón de los Estados que atraviesa el río Misisipi.
Final en San Luis
El hilo del Misisipi conduce (en la novela y en la historia) muy al norte, hasta la ciudad de San Luis, hoy en el Estado de Misuri, ya en la región de los Grandes Lagos. Se llegó a conocer como “el París del Oeste”, y actualmente es la mayor población de las Grandes Llanuras, con una personalidad única. La cerveza, los bolos y el béisbol son algunas de sus diversiones actuales, pero detrás hay toda una historia y una cultura, vinculadas al río Misisipi. Además, está la música: aquí han empezado su carrera artística leyendas como Janis Joplin, Chuck Berry, Tina Turner o Miles Davis.
Entre Nueva Orleans y San Luis se desarrolló desde finales del siglo XVIII un intenso comercio que tuvo el río como eje conductor. Primero fueron pieles en sentido norte-sur y muchas mercancías y abalorios para negociar con las tribus indias en sentido norte. Gran parte de la novela de Gabás está articulada en torno a dos familias, ficticias, que se inspiran en personajes reales: Gilbert Antoine de Saint Maxent, que desde Nueva Orleans intentó establecer relaciones comerciales con el norte a través de su socio, el aventurero Pierre Laclède y de su hijastro Auguste Chouteau. Gracias a ellos se fundó la ciudad de San Luis en 1763, con el fin de comerciar con pieles. Fue Chouteau quien planteó un desarrollo de la ciudad basado en el plano de Nueva Orleans, aunque mucho más reducida, con largas avenidas paralelas a la orilla oeste del Misisipi. San Luis, alejada de los centros de poder, tuvo muy poca presencia española y pronto pasó a estar bajo control británico.
Su posición en el río hizo que se desarrollara enormemente en el siglo XIX en torno a su puerto, hasta el punto de que en 1904 fue la sede de la Exposición Universal y de los Juegos Olímpicos (fue la primera ciudad no europea en albergarlos). Las instalaciones y estructuras que quedan de aquellos eventos están en Forest Park y también en el Museo de Arte de San Luis, remodelado por el arquitecto David Chipperfield y el Museo de Historia de Misuri. Esta es también la ciudad más grande la famosa Ruta 66 entre Chicago y Los Ángeles.
Su principal icono es el Gateway Arch, el enorme arco de acero proyectado por el arquitecto Eero Saarinen, de 190 metros de altura, visible desde toda la ciudad. La obra homenaje a Thomas Jefferson y a la posición de la ciudad como puerta de entrada al Oeste de Estados Unidos. Los barrios de mayor interés irradian desde el gran arco, entre ellos el histórico, exclusivo y de moda Lafayette Square o el Soulard, el más antiguo, con buenos cafés, bares y blues. También se puede visitar The Hill, un colorido conjunto de manzanas conocido como Little Italy por la gran cantidad de trattorias, restaurantes y tiendas italianas, y por sus bocas de incendio pintadas con los colores de la bandera italiana. Otro barrio a tener en cuenta es The Loop, ocho manzanas con tiendas, galerías de arte, teatro, restaurantes y música en vivo. Y sin olvidar que el blues nació aquí y suena cada noche en clubes y pubs de toda la ciudad.
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