El alma de la casa encantada
La vivienda de la poetisa Dulce María Loynaz en La Habana fue visitada por Lorca y Juan Ramón Jiménez. Hoy es una ciudadela donde viven 20 familias. Un proyecto de rehabilitación comunitaria trata de detener su destrucción.
Suenan golpes de azada en el jardín de una vieja mansión señorial de El Vedado. Es una fresca mañana en La Habana y el hierro se hunde en el suelo mojado. Chac. Chac. Chac. Uno de los vecinos de la maltratada casona lee unos versos de un papel y luego lo entierra junto al gajo del árbol que acaba de plantar: “En la tierra tirado parece un ángel roto, el ángel desprendido de un altar: juega con los gusanos de la tierra, y con las raíces del framboyán”.
Como otros textos sembrados aquí junto a plantas de rosal, menta y retoños de naranjo y pino, son de la poetisa ...
Suenan golpes de azada en el jardín de una vieja mansión señorial de El Vedado. Es una fresca mañana en La Habana y el hierro se hunde en el suelo mojado. Chac. Chac. Chac. Uno de los vecinos de la maltratada casona lee unos versos de un papel y luego lo entierra junto al gajo del árbol que acaba de plantar: “En la tierra tirado parece un ángel roto, el ángel desprendido de un altar: juega con los gusanos de la tierra, y con las raíces del framboyán”.
Como otros textos sembrados aquí junto a plantas de rosal, menta y retoños de naranjo y pino, son de la poetisa Dulce María Loynaz y evocan el vergel que antaño floreció en esta casa burguesa que es enseña de la cultura cubana. De ese lugar mítico que la premio Cervantes inmortalizó en su novela Jardín, hoy no queda casi nada. De ahí la siembra, realizada poco antes de que comenzara la epidemia de coronavirus, y también los andamios amarillos para apuntalar los restos de esta propiedad que fue visitada por Federico García Lorca en 1930, donde ahora habitan numerosas familias.
“La casa encantada”, la llamó Lorca, amigo de los cuatro hermanos Loynaz, todos poetas, a quienes regaló los manuscritos de Yerma y El público.
En voz alta alguien recuerda ese pasado lejano. Hay grietas en los muros, balaustradas perdidas, vestigios de antiguas fuentes de ninfas griegas que hoy son simples aljibes. Los árboles plantados por los vecinos y jóvenes estudiantes de la Escuela Taller Gaspar Melchor de Jovellanos, que durante dos meses resanaron paredes y afianzaron estructuras, son el símbolo de una obra restauradora que alienta a la esperanza después de décadas de olvido. La famosa Casa del Alemán, en Línea y 14, y la vecina mansión principal de los Loynaz, en la calle de la Calzada, de nuevo fue centro de atención.
Chac. Chac. Chac. Así sonaba en 1928 el hacha que golpeaba el tronco de un frondoso árbol junto al cuarto de la joven Dulce María —de 25 años entonces—. “Era un hermoso framboyán que crecía en un solar aledaño a nuestra posesión, pero tan cerca de ella, que daba sombra a mis aposentos y por el mes de mayo cubría de una alfombra púrpura mi balcón”, recordaría Dulce María en Fe de vida, al cumplir 90. Una mañana la despertaron fuertes golpes y gritos de hombres. “Los detuve con una caja de cerveza, pues el calor era grande y un descanso les vendría bien…”. Cuenta Loynaz que corrió a contarle a su abuela la tragedia. “La comprendió perfectamente: me dijo que eso podía arreglarse comprando la parte del terreno donde estaba enclavado el árbol. Corrí adonde el dueño, pero este no quería vender parte; en todo caso y a mucho ruego, la totalidad”.
La totalidad fue comprada sin discutir al precio de 40.000 pesos, y de este modo la Casa del Alemán pasó a formar parte de los dominios donde Flor, Carlos Manuel, Enrique y Dulce María Loynaz construyeron un mundo a su medida. En el gran jardín con vista al mar que germinó entre ambas residencias, los cuatro hermanos se inventaron una vida: se vistieron de largo, se rodearon de obras de arte, tocaron el piano, trajeron fuentes, perros, jaulas para monos, hicieron rotondas y tendieron hasta una pequeña línea de tren en el que surcaron divertidos aquel edén, donde hicieron tertulias literarias que bautizaron juevinas. Allí se recluyeron y hasta abolieron la luz eléctrica sustituyéndola por parpadeantes bujías de carburo, más en sintonía con su espíritu. “Llegamos a un punto en que la realidad se confundía con la ficción, de modo que ni nosotros mismos acertábamos a separar esta de aquella”.
Antes de morir —en 1997— Dulce María recordaría: “Llevamos plantas exóticas, animales exóticos, realmente no teníamos ya gran necesidad de salir de allí. Entonces fue que vinieron las gentes del mundo exterior a entrar en nuestro mundo…”. Desde luego, no recibieron a todos. “En nuestra petulancia, creíamos que no todos eran dignos”.
Entre aquellos visitantes estuvieron Lorca, al regreso de su viaje a Nueva York, Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí, durante su exilio cubano (1936-1938), y también príncipes rusos e intelectuales como Alejo Carpentier, que describió así el ambiente del lugar: “Habían traído de Europa cajas y cajas y cajas de obras de arte, y al recibir las cajas habían tenido pereza de abrirlas. No las habían abierto, no las habían desclavado y se habían contentado con amontonarlas en el piso bajo, y como ya no se podía vivir allí habían emigrado al piso alto”.
Aquí vive hoy Bárbara, hija del mecánico de Flor Loynaz. Es enfermera y lleva aquí más de 60 años, igual que Maritza y Delia llevan más de 40 en la Casa del Alemán y César vive hace tiempo en lo que era la capilla. En total, unas 20 familias ocupan hoy ambas residencias, que han sido troceadas y vueltas a trocear hasta convertirlas en una ciudadela de precarias viviendas. “Es una verdadera lástima. Esto era una preciosidad, pero el abandono y la necesidad han provocado lo que ve”, contaba Maritza Prieto antes de que llegara la pandemia.
Maritza era familia política de Dulce María —su suegro era hermano paterno de la poetisa—. En 1946, cuando Dulce se casó con el periodista canario Pablo Álvarez de Cañas, se mudó a vivir a una bonita casa del barrio habanero de El Vedado, donde Maritza iba a visitarla. “Es arquitectónicamente correcta, tiene muebles y adornos bellos, pero no tiene alma, no tiene personalidad como la otra”, decía la escritora. Después Flor se trasladó a una hermosa quinta y allí quedaron varios criados al servicio de su madre, su hermano Enrique, “que dormía con una calavera sobre la almohada”, y Carlos Manuel, que “paseaba en hábito monacal horas enteras por los senderos más recoletos del jardín”.
La casa fue decayendo y un día, después de 1959, el hijo del jardinero pidió permiso a Dulce para llevar a vivir allí a su esposa, que a su vez pidió permiso para traer a sus hermanas, y lo mismo pasó con los parientes de Rita, el ama de llaves, y con el mecánico de Flor, y así la casa fue poblándose de nuevos huéspedes proletarios y de otras gentes que entraron sin autorización y que poco a poco fueron canibalizando los arcos de medio punto, mármoles, mamparas y salones, dividiendo y subdividiendo espacios sin ley ni orden.
A veces Dulce iba de visita en compañía de su amigo Eusebio Leal, historiador de La Habana, y rescataban una antigüedad, una vidriera, un detalle de un ajado balcón… Bárbara la recuerda aún tomando té de naranja con Rita durante aquellas visitas.
Cuando a los 89 años recibió el Cervantes (1992), le preguntaron por aquel lugar que Juan Ramón definió como “la casa galería”, con “un vaso de cristal, grande, en el suelo, donde Federico García Lorca bebió limonada, con estalactitas y estalagmitas”, y “un flamenco rosa en medio de todo y todos, que expiró en pie, en pata, de pena por el vuelo decisivo de su flamenca”. Le preguntaron a Dulce, y respondió: “Hace tanto tiempo que perdí de vista esa casa que ya apenas la recuerdo. Además, ha sido tan desfigurada, tan cambiada…, tan mancillada, que prefiero no hablar de ella”.
Maritza, que la visitó hasta el último momento y sabe muy bien el dolor que sentía, cree que “estaría alegre” si viera lo que sucedió antes de comenzar este horror del virus: por esos días olía a cemento, sonaban martillazos, unos jóvenes arreglaban la fachada de la Casa del Alemán y las tertulias de los jueves habían vuelto al jardín; la vivienda de Maritza y su hijo Andy se llenó de herramientas, era un entra y sale de gente, convertida en puesto de mando de Habitar el gesto, iniciativa rehabilitadora comunitaria en la que participaron numerosas personas, además de los vecinos de Línea y 14. Mateo Feijóo, ex director artístico de Naves Matadero, fue el alma del proyecto —patrocinado por la Fundación Siemens—, y en él tuvieron acción destacada el arquitecto español Santiago Cirugeda y su equipo de Recetas Urbanas, la escuela taller de la Oficina del Historiador de la Ciudad, y también estudiantes de la Facultad de Arquitectura y tres investigadoras teatrales —Maité, Dianelis y Karina—, que fueron las encargadas de coordinarlo todo, pues se trató de una propuesta multidisciplinaria y cultural, no de una simple obra para restaurar un edificio. La Oficina del Historiador, el Consejo Nacional de las Artes Escénicas y el gobierno municipal, entre otras instituciones, respaldaron Habitar el gesto, cuyo fin, más allá de empezar a rescatar un inmueble de alto valor patrimonial, era generar una dinámica de convivencia y propiciar la participación activa de los vecinos en la búsqueda de soluciones, de modo que se convirtiese en una experiencia comunitaria, educativa, rehabilitadora, arquitectónica, familiar. En este empeño, las acciones culturales vivas fueron clave —como la siembra de árboles o las tertulias literarias— para contribuir a transformar el entorno y a las propias personas implicadas.
Escribía Dulce María en 1958, en Últimos días de una casa: “Y es que el hombre, aunque no lo sepa, unido está a su casa poco menos que el molusco a su concha. No se quiebra esta unión sin que algo muera en la casa, en el hombre o en los dos”.
Flotaban estas palabras en una tarde de La Habana mientras dos docenas de estudiantes de albañilería y restauración de la escuela taller repellaban una pared junto a sus profesores, los arquitectos de Recetas Urbanas y los vecinos. Estaban subidos a un andamio especial, de hasta cinco metros de ancho en algunas partes, para favorecer el intercambio y la participación de todos. Todos eran conscientes de que Habitar el gesto era insuficiente, pero esperaban que fuera solo el principio. Con los fondos que se consiguieron se inició la primera fase del proyecto, que dio para lo más urgente, pero en eso llegó la covid-19. Hoy las necesidades son inmensas, igual que antes, y eso que la intervención es solo en Línea y 14, no en la casa principal de los Loynaz, donde viven Bárbara y otras 10 familias.
Orlando Inclán, de la Oficina del Historiador, considera que lo realizado, aunque limitado, tiene “mucho valor”. “Esta iniciativa es una llamada de atención, pero el objetivo final es recuperar la casa como un espacio cultural, con sus habitantes y sus valores arquitectónicos y urbanos”, dice este arquitecto, que hace 20 años se graduó con un proyecto de rehabilitación de este espacio. Admite que ha de haber una segunda fase, o si no “poco se resolvió”. Pero es optimista: “Un paso lleva a otro”. Para Cirugeda y Feijóo, la casa de Dulce María ya no es la casa de Dulce María, sino la de sus actuales moradores, y lo importante ahora es la dinámica comunitaria que se genere. Pero el pasado está ahí, y la casa tiene personalidad propia, considera Inclán.
Cae una fina lluvia sobre el nuevo framboyán plantado. La gente pasa por Línea con sus mascarillas protectoras y mira lo que queda de los andamios amarillos mientras vuelan por el jardín los versos de Dulce María: “Nadie puede decir que he sido yo una casa silenciosa; por el contrario, a muchos muchas veces rasgué la seda pálida del sueño —el nocturno capullo en que se envuelven—, con mi piano crecido en la alta noche, las risas y los cantos de los jóvenes y aquella efervescencia de la vida…”.