Roger Torrent, la claridad y la confianza

El presidente del Parlamento catalán, que propuso seguir la estela de la Ley de Claridad canadiense, es quizá el político separatista con más futuro.

ROGER TORRENT, actual presidente del Parlamento catalán, es quizá el político separatista más capaz y con más futuro de Cataluña. Afiliado a Esquerra Republicana, durante años fue alcalde de Sarrià de Ter, un pueblo de tradición obrera que conozco bien y en el que nunca he oído a nadie hablar mal de él. Hace unos meses, un amigo común nos reunió y conversamos varias horas sobre Cataluña; no estuvimos de acuerdo en casi nada, pero discrepamos con la máxima cordialidad, y acabé con la impresión de que, si alguien podía devolver el separatismo a la realidad y sentar las bases de una solución al c...

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ROGER TORRENT, actual presidente del Parlamento catalán, es quizá el político separatista más capaz y con más futuro de Cataluña. Afiliado a Esquerra Republicana, durante años fue alcalde de Sarrià de Ter, un pueblo de tradición obrera que conozco bien y en el que nunca he oído a nadie hablar mal de él. Hace unos meses, un amigo común nos reunió y conversamos varias horas sobre Cataluña; no estuvimos de acuerdo en casi nada, pero discrepamos con la máxima cordialidad, y acabé con la impresión de que, si alguien podía devolver el separatismo a la realidad y sentar las bases de una solución al conflicto, ese alguien podía ser él.

¿Wishful thinking? A principios de julio, Torrent propuso encauzar el problema catalán siguiendo la estela de la Ley de Claridad canadiense, que, aprobada el año 2000, contribuyó de manera decisiva a solucionar el problema secesionista de Quebec al fijar las condiciones en que podría llegar a celebrarse un nuevo referéndum de secesión (ya se habían celebrado dos). La noticia, de entrada, no parece mala. De hecho, algunos adversarios del separatismo llevamos años proponiendo —de manera más o menos explícita, casi siempre en el contexto de la indispensable elaboración de un nuevo Estatut y la necesaria reforma constitucional— una solución semejante, desde los más autorizados, como Victoria Camps y Antonio Sitges-Serra (‘Un ministerio de Asuntos Territoriales’, EL PAÍS, 11-6-2019), hasta los menos, como un servidor (‘Who’s a Spaniard These Days?’, The New York Times, 16-12-2017). La propuesta de Torrent plantea, sin embargo, serios problemas. El primero es que parece presentarse como una compensación por la renuncia de los separatistas a la llamada unilateralidad (el nuevo y exitoso eufemismo puesto en circulación por el procés, especialista en enmascarar sus fechorías); si es así, mal asunto: para los políticos de una democracia, respetar las leyes no es un mérito que deba recompensarse, sino una obligación que debe cumplirse. Los separatistas quebequeses lo hicieron; los catalanes, no: he ahí una diferencia fundamental. La segunda razón es que, bien mirado, no hay ningún motivo para pensar que algo semejante a la norma canadiense fuera aceptado ahora mismo por nuestros separatistas, ni siquiera, me temo, por el propio Torrent. Porque ello les obligaría a aceptar, por ejemplo, que, según estipula el fallo del Tribunal Supremo de Canadá en que se basa la ley, el derecho de autodeterminación, actual bandera de nuestros separatistas, es inaplicable en Cataluña, como en Quebec; o que, si España es divisible, también lo es Cataluña, y por tanto Tabarnia puede dejar de ser un chiste inofensivo para convertirse en una amenaza real. ¿Por qué creen ustedes que los secesionistas quebequeses se oponen a la Ley de Claridad? Pues porque, en vez de alimentar el secesionismo, lo desactivó: nunca más ha vuelto a organizarse un referéndum separatista en Quebec, donde el apoyo a esa opción política se halla, hoy, bajo mínimos. Con todo, no es ese el peor problema de la propuesta de Torrent; el peor es la falta de confianza. Supongamos que nuestros separatistas regresan a la civilización y aceptan una Ley de Claridad; la pregunta es: ¿qué garantías tenemos de que la van a respetar? ¿Cómo sabemos que no romperán ese pacto si, en otoño de 2017, intentaron dinamitar el Estatut y la Constitución, partieron por la mitad Cataluña y la colocaron al borde del enfrentamiento civil, todo ello con la conciencia absolutamente tranquila y, cómo no, en nombre de la democracia? Hay, sin embargo, una manera de que empezáramos a creerlos: que reconocieran que aquello fue una salvajada y pidieran disculpas. ¿Alguien lo ha hecho? No. Al contrario: el lema actual del separatismo, acuñado con pompa en sede judicial, es “Volveremos a hacerlo”.

Así no hay manera. Al margen de la pertinencia o impertinencia de las propuestas que se hagan para arreglar el desaguisado, lo primero que necesitamos es reconstruir la confianza entre catalanes, la misma que perdimos del todo por culpa de un puñado de políticos obcecados, soberbios e irresponsables. No será fácil, pero hay que encontrarla otra vez. 

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