Columna

Ni en la mesa, ni en la calle

De los complicados acontecimientos de la semana pasada, el diagnóstico más agudo, profundo y acertado fue el de Felipe González: se está degradando la democracia

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, a su llegada al pleno, este martes en el Congreso. J.P.Gandul (EFE)

De los complicados acontecimientos de la semana pasada, el diagnóstico más agudo, profundo y acertado fue el de Felipe González: se está degradando la democracia.

La vida política no puede quedar encerrada en las instituciones. También discurre por los medios de comunicación que configuran diariamente a la opinión pública, elemento esencial del control de los poderes políticos y, más excepcionalmente, mediante el ejercicio del derecho de manifestación en calles y plazas como llamadas de atención de quiénes no tienen voz pública y sienten la imperiosa necesidad de expresar lo que piensan...

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De los complicados acontecimientos de la semana pasada, el diagnóstico más agudo, profundo y acertado fue el de Felipe González: se está degradando la democracia.

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La vida política no puede quedar encerrada en las instituciones. También discurre por los medios de comunicación que configuran diariamente a la opinión pública, elemento esencial del control de los poderes políticos y, más excepcionalmente, mediante el ejercicio del derecho de manifestación en calles y plazas como llamadas de atención de quiénes no tienen voz pública y sienten la imperiosa necesidad de expresar lo que piensan.

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Todo ello es cierto. Pero la vida política debe discurrir de forma regular por las instituciones democráticas, por los órganos que legislan, controlan y gobiernan. Rebasar estos ámbitos debe estar muy justificado. Lo estuvo, por ejemplo, el 15-M de 2011: había que denunciar las causas de la crisis económica. Lo estuvo el 8 de octubre de 2017 en Barcelona: había que demostrar que muchos estaban indignados con el intento de golpe de Estado que se tramaba desde hacía semanas. Ambas tuvieron gran éxito e importante repercusión, a la postre consiguieron sus fines, constituyeron una auténtica llamada de atención. En cambio, no estaba justificada la concentración del pasado domingo en la plaza Colón de Madrid, no había razones suficientes, todas sus peticiones, incluida la dimisión del presidente del Gobierno, podían y debían discurrir por los cauces institucionales.

Ciertamente, lo que se descubrió la semana pasada fue grave. El Gobierno de España negociaba con el Gobierno de la Generalitat 21 puntos que el presidente Torra había deslizado en el bolsillo del presidente Sánchez durate su encuentro en Barcelona hacía varias semanas. Sánchez no había dado a conocer estos puntos, todos ellos inaceptables o insultantes, cuyo mero planteamiento debía haber supuesto una ruptura súbita de las negociaciones para aprobar los presupuestos. A traición, Torra los dio a conocer el martes de la semana pasada para quedar bien ante los suyos y dar una puñalada por la espalda al presidente español que, artera e ingenuamente, los había ocultado.

Todo ello fue grave y Sánchez empezó a pagar de inmediato su error. Pero la oposición debía poner ante las cuerdas al presidente del gobierno en el Congreso, separar la negociación con la Generalitat de los Presupuestos Generales del Estado que por sí mismos ofrecen evidentes flancos a la crítica: nada realistas los ingresos, excesivos los gastos, fuente de graves incrementos al déficit y a la deuda pública, ya muy elevados. Todo esto debía discutirse en el parlamento, ni en las opacas mesas de negociación ni en las calles. Allí las banderas nacionales son siempre peligrosas. Ya se han profanado las tumbas de Pablo Iglesias y Pasionaria. Cuidado, cuidado. No degrademos la democracia.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional y fundador de Ciudadanos.

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