Columna

El nuevo telón de acero que se prepara

No es un buen presagio el éxito del modelo autoritario chino ahora celebrado, justo cuando han entrado en crisis las democracias liberales

El presidente chino, Xi Jinping, durante la conmemoración del 40 aniversario del proceso de reforma y apertura del país, en Beijing. Mark Schiefelbein (AP)

Xi Jinping ha hecho balance de 40 años de turbocapitalismo comunista. Las cifras que separan la China de Deng Xiaping, que abrió el camino de la apertura exterior y del libre mercado en el interior, de la actual China de Xi son espectaculares. En ningún otro lugar del planeta es tan fuerte el contraste entre el asombro de los mayores, que todavía perdura y seguirá mientras vivan, con la naturalidad y la casi indiferencia de los jóvenes, desconocedores de la pobreza económica del pasado y...

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Xi Jinping ha hecho balance de 40 años de turbocapitalismo comunista. Las cifras que separan la China de Deng Xiaping, que abrió el camino de la apertura exterior y del libre mercado en el interior, de la actual China de Xi son espectaculares. En ningún otro lugar del planeta es tan fuerte el contraste entre el asombro de los mayores, que todavía perdura y seguirá mientras vivan, con la naturalidad y la casi indiferencia de los jóvenes, desconocedores de la pobreza económica del pasado y de la miseria política que sufrieron sus abuelos. En este caso concreto en los años de la Gran Revolución Cultural (1966-1976), que solo era grande por las dimensiones terroríficas de la represión, no era una revolución sino una espantosa operación de Mao Zedong para mantenerse en el poder y deshacerse de sus rivales, y todo lo que tenía de cultural era su voluntad de destrucción del más mínimo vestigio de cultura.

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Xi ha celebrado a Deng, pero para enterrar a Deng. Con su país en la pole position en la carrera entre superpotencias del siglo XXI, tiene ya todo lo que le gustaba y quería copiar del occidente capitalista y puede regresar a las peores tradiciones que caracterizaron al maoísmo. La ceremonia del 40 aniversario convierte a Xi en el nuevo ídolo del culto a la personalidad, en la ortodoxa estela estalinista de Mao. La dirección colectiva instalada por Deng se convierte en dictadura personal y vitalicia. La represión sobre la disidencia también se intensifica. Ya no hay cautelas en la estrategia exterior, tal como deseaba Deng, ahora abiertamente expansionista en la geografía asiática: la presión sobre Hong Kong aumenta, se estrecha el dogal alrededor de Taiwán, las aguas del mar de la China meridional se prefiguran como las Antillas de la futura primera superpotencia. De puertas adentro, la represión y reeducación que sufre la población uigur, de etnia túrquica y religión islámica, no tiene precedentes por su carácter masivo y el uso de técnicas y tecnologías de control.

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A pesar del discurso de Xi, tan deferente con la palabrería marxista-leninista, la única verdad es la autoridad exclusiva y excluyente del partido, institución de la continuidad entre los que tomaron el poder y fundaron la República Popular en su día y se conjuraron, armas en mano, para no dejárselo arrebatar jamás, y mucho menos por la decisión aleatoria de las urnas. No es extraño el notable papel de los príncipes rojos, hijos y nietos de los compañeros de Mao, en la actual estructura de mando, empezando por Xi Jinping.

No es un buen presagio el éxito del modelo autoritario chino ahora celebrado, justo cuando han entrado en crisis las democracias liberales. La gran incógnita, que debe dilucidarse en los próximos meses entre Washington y Pekín, es saber si el ascenso chino y el desgobierno occidental permitirán mantener una sola economía globalizada o si vamos a una nueva división del mundo en áreas de influencia geoeconómica y a una especie de nueva guerra fría comercial, en la que China intentará construir una globalización alternativa.

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