Opinión

¿Un mundo sin solidaridad internacional?

A quienes creemos y trabajamos por este motivo, nos toca demostrar su impacto además de su necesidad, y asegurar más allá de los protocolos que ya tenemos, la intolerancia frente a cualquier conducta inapropiada

nikko macaspac (Unsplash)
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La cooperación internacional al desarrollo y la acción humanitaria están cuestionadas. Tal vez hoy más que nunca.

Por un lado, para bien: para mejorar. Tras crisis de todo tipo, acuerdos, cientos de declaraciones y miles de programas, hace tiempo que la ayuda está en un proceso de evolución. Buscando la mayor eficacia de los recursos empleados, aspirando a promover cambios sostenibles junto con las personas vulnerables a quienes se debe y tratando de hacerlo de forma horizontal, sin imponer directa o sutilmente.

La respuesta humanitaria se ve zarandeada por conflictos crónicos, visibles u olvidados, que se ceban en la población civil, así como por el cambio climático que exacerba hasta la tragedia las fragilidades que encuentra a su paso. El cuestionamiento e incluso persecución de los actores humanitarios, la brecha financiera y las dificultades de acceso a la población afectada, tensan la acción humanitaria dirigida a salvar vidas y defender los derechos de las personas en su momento de mayor riesgo. Se pretende y se debe fortalecer la capacidad de organizaciones y administraciones locales en la respuesta humanitaria a emergencias.

En la cooperación al desarrollo los retos están en su relevancia, dado sus escasos montos. Y por lo tanto en su capacidad de provocar cambios a escala, que multipliquen los recursos empleados y que no dependan tanto o solo de sus dineros como de su capacidad de innovar, expandir conocimiento e influir en las estructuras desiguales e injustas que perpetúan la pobreza. También en defender la voz y el espacio de las mujeres, sobre todo, que a su vez defienden los derechos de ellas, de los pueblos indígenas y de las comunidades aplastadas por la oligarquía. Una voz hoy más perseguida que nunca.

A quienes creemos y trabajamos por la solidaridad internacional, nos toca demostrar su impacto además de su necesidad, y asegurar más allá de los protocolos que ya tenemos, la intolerancia frente a cualquier conducta inapropiada, del tipo que sea, marcando el camino a otros actores públicos y privados.

Aunque en muchos países, España a la cabeza, la ayuda al desarrollo apenas alcance una fracción de lo comprometido cien veces, su total mundial supera los 140.000 millones de dólares

Por otro lado, también hay poderosos ataques que buscan destruir la cooperación o reorientarla en beneficio propio. En un tiempo en el que las batallas de ideas y valores son tan esenciales como agresivas, la solidaridad internacional representa la defensa de los derechos humanos, allá donde se vulneren. Así sea en el lugar más alejado y olvidado del planeta. Y esto es inaceptable para el autoritarismo localista que nos inunda.

Aunque en muchos países, España a la cabeza, la ayuda al desarrollo apenas alcance una fracción de lo comprometido cien veces, su total mundial supera los 140.000 millones de dólares, con algunos países como el Reino Unido, por encima de los 15.000. No es cantidad menor en tiempos de recortes y austeridades, para quienes pretenden reducir las políticas sociales a su mínima expresión, sobre todo si protegen al prójimo lejano.

Más peligroso, si cabe, es el embate para utilizar los recursos y capacidades de la cooperación con fines estrictamente domésticos, de mira corta y brazo largo. Así, bajo el paraguas de la participación de las empresas en la cooperación cabe de todo. De algunas aportaciones de fondos, menores en general, y de conocimiento e innovación, con mucho potencial. Al uso de la cooperación para afianzar la internacionalización de la economía y la presencia de empresas nacionales en los países de destino. Este objetivo reverdece con formas novedosas y vestido de agendas modernas, pero con la misma finalidad de siempre.

Dicho lo anterior, lo que se impone en el discurso y en el hacer, es vincular la cooperación con la seguridad y el control migratorio. Del cooperar para que se queden cuando menos discutible en su raíz. A lo más expreso: condicionar la ayuda a repatriaciones y control fronterizo y apoyar con recursos las barreras a la movilidad humana, fijándose en el éxito del bloqueo, del muro y la valla, más que en el respeto a los derechos humanos de migrantes y población local.

De seguir este camino nos encontraremos con una cooperación al desarrollo menor y sobre todo sujeta a nuevas y viejas condicionalidades domésticas, reñidas con lo que sabemos que funciona. Lo único que funciona: escuchar a la población afectada, centrar el objetivo solo en la lucha contra la pobreza y las desigualdades e incidir en las estructuras de poder que las perpetúan.

Avanzaremos así hacia un mundo sin solidaridad internacional efectiva. Donde el otro nos interesa en tanto en cuanto es potencial consumidor, migrante amenazador o sujeto de un conflicto de peso estratégico. Nada más. Una estrategia de ceñidas orejeras, que hará imposible abordar los grandes desafíos globales acordados bajo los Objetivos de Desarrollo Sostenible.

Un mundo del cada uno a lo suyo. De individuos y muros. Que se olvidará de las campesinas del Sahel extenuadas por el cambio climático y sus sequías. De las víctimas de violencia sexual en América Latina e India. De las lideresas indígenas que defienden su tierra y su agua. De las refugiadas sirias que se juegan la vida por salvar la de sus familias. De las mujeres bolivianas que se arriesgan a ocupar puestos en la política comunitaria y municipal. De las madres centroafricanas que quieren volver seguras a sus hogares.

No nos podemos olvidar. No nos olvidaremos.

José María Vera es director de Oxfam.

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