Análisis

El duende en la máquina

La inteligencia artificial está sufriendo para bregar con las complejidades del flamenco. Y eso que la música son matemáticas

Rocío Márquez y Pepe Habicuela, en una actuación en el Teatro Real de Madrid. JAVIER DEL REAL

Los investigadores de la Universidad de Sevilla han pasado las del Joselito para enseñar algo del arte flamenco a sus sistemas de inteligencia artificial, como puedes leer en nuestra sección de Tecnología. El flamenco, se quejan, carece de la regularidad que resulta el alimento óptimo para las máquinas; un cantaor hace lo que da la gana cada vez que interpreta el mismo cante; allí no se ve una partitura ni en el cartel anunciador del certamen,...

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Los investigadores de la Universidad de Sevilla han pasado las del Joselito para enseñar algo del arte flamenco a sus sistemas de inteligencia artificial, como puedes leer en nuestra sección de Tecnología. El flamenco, se quejan, carece de la regularidad que resulta el alimento óptimo para las máquinas; un cantaor hace lo que da la gana cada vez que interpreta el mismo cante; allí no se ve una partitura ni en el cartel anunciador del certamen, y nadie parece muy interesado en restringirse a las 12 notas de la escala temperada, ni siquiera en el caso de que sepa lo que es eso, como ocurre con la doctora Rocío Márquez. Pese a todo, los científicos sevillanos han logrado que el robot identifique casi a la perfección las deblas, los martinetes y los fandangos. Ya solo quedan otros cien palos. Ánimo, valientes: haced que esa máquina se arranque de una vez por bulerías.

Acaso el mayor legado que nos dejó Pitágoras, pues el teorema que lleva su nombre no es suyo, es el descubrimiento de que la armonía musical –las relaciones entre sonidos que nos parecen más bellas a los humanos— se basa en las fracciones numéricas más simples

Todas estas dificultades resultan llamativas a primera vista, puesto que la música es seguramente el arte más relacionado con las matemáticas. Acaso el mayor legado que nos dejó Pitágoras, pues el teorema que lleva su nombre no es suyo, es el descubrimiento de que la armonía musical –las relaciones entre sonidos que nos parecen más bellas a los humanos— se basa en las fracciones numéricas más simples. Tomemos la escala diatónica (do re mi fa sol la si do y vuelta a empezar). El primer do y el segundo se llaman “octavas”: dos sonidos que el oído humano reconoce intuitivamente como la misma nota, pese a que no lo son literalmente. Pitágoras demostró que, si una nota se obtiene pulsando una cuerda al aire, su octava se obtiene cortando a la mitad la longitud de una cuerda. Es decir, que dos octavas tienen una relación de longitudes de onda de ½. (Otra forma de decir lo mismo es que la octava tiene el doble de frecuencia que la nota original).

Los principales intervalos musicales (relaciones entre dos notas) siguen igualmente las fracciones más simples imaginables. La “quinta” (do-sol) es 2/3. La “cuarta” (do-fa) es 3/4. La tercera mayor (do-mi) es 4/5. La tercera menor (do-mi bemol) es 5/6, y así hasta generar las siete notas de la escala diatónica, e incluso las doce notas de la escala cromática, con todas sus relaciones armónicas, en gran parte universales en todas las culturas. Por ejemplo, la diferencia entre la tercera mayor y la tercera menor sustenta los dos modos musicales esenciales (mayor y menor), que han mostrado experimentalmente estar asociados a los sentimientos de alegría y tristeza en todas las culturas. Esto es realmente asombroso.

La elegancia matemática tiene que hacer sitio al arte propiamente dicho, a la intuición creativa, al ritmo híbrido y al quejío

Por supuesto, esta es la teoría fundamental, el átomo de hidrógeno de la musicología, si se me permite la analogía física. Las cosas empiezan a complicarse en cuanto pasamos del hidrógeno al helio, y no digamos ya si nos metemos en el uranio, como hace el flamenco. Aquí la elegancia matemática tiene que hacer sitio al arte propiamente dicho, a la intuición creativa, al ritmo híbrido y al quejío. Los algoritmos empiezan a sufrir ahí, a hacerse más complejos e impredecibles, también menos predictivos. Eso es lo que hace tan interesante al flamenco. También al jazz. Y también a las ciencias de la computación, que poco a poco tienen que aprender a bregar con la estética y la riqueza de las emociones humanas. Así está el tema, amigos.

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