Ella no era una mujer insensible

A él no le queda mucho tiempo. El tumor crecía. Por eso le escribió una carta a aquel amor de juventud que le había acompañado (sin saberlo) toda su vida.

EL ESTABA seguro de eso y sin embargo escogió cada una de las palabras de aquella carta con mucho cuidado, las pesó en una balanza imaginaria, las pulió lentamente, a conciencia, limando cada arista y abrillantando su superficie hasta que pudo reflejarse en ellas como en un espejo.

No me queda mucho tiempo, escribió al principio, pero lo borró enseguida para no anticipar la peor de las noticias. Prefirió evocar aquellas tardes de sábado, aquel chalet de la sierra, la música de Pink Floyd, el ­barreño de sangría en verano, el frío que le coloreaba la cara en invierno cuando aparecía, tan...

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EL ESTABA seguro de eso y sin embargo escogió cada una de las palabras de aquella carta con mucho cuidado, las pesó en una balanza imaginaria, las pulió lentamente, a conciencia, limando cada arista y abrillantando su superficie hasta que pudo reflejarse en ellas como en un espejo.

No me queda mucho tiempo, escribió al principio, pero lo borró enseguida para no anticipar la peor de las noticias. Prefirió evocar aquellas tardes de sábado, aquel chalet de la sierra, la música de Pink Floyd, el ­barreño de sangría en verano, el frío que le coloreaba la cara en invierno cuando aparecía, tan guapa, con cualquiera de sus conjuntos de gorro y bufanda de lana a juego. Si cerraba los ojos, podía verla todavía.

Parece mentira, pero todo lo que he vivido después ocupa menos espacio en mi memoria que aquellos veranos, aquellos inviernos que compartimos

Parece mentira, pero todo lo que he vivido después ocupa menos espacio en mi memoria que aquellos veranos, aquellos inviernos que compartimos, se atrevió a escribir después de meditar un buen rato sobre el verbo que había escogido. En realidad, ellos no habían compartido nada íntimo, pero se veían todos los días, mañana y tarde, porque eran de la misma pandilla, y los amigos comunes, decidió al final, bastarían para avalar su elección. Para justificarla, añadió muchas anécdotas, dos folios llenos de pequeños recuerdos, excursiones, bromas, meriendas, frases citadas literalmente que atribuyó sin dudar a sus autores. La descripción de la adolescencia en la que habían coincidido ocupó tanto espacio que tuvo miedo de que se cansara de leer antes del final, y fue recortándola en sucesivas versiones, cada vez más concentradas, más perfectas. Al final, después de darle muchas vueltas, agregó el beso, un beso que era el único beso, aunque hubiera obedecido a un mandato tan tonto como el de una botella de cristal que giraba en un suelo de cemento. Ella no lo había escogido nunca y él no había tenido suerte hasta aquella tarde, aunque procuró contárselo —y una vez hasta nos besamos jugando a la botella, ¿te acuerdas?— sin darle importancia.

No voy a aburrirte con el resto de mi vida, le anunció justo después, omitiendo que su vida adulta había sido sobre todo eso, aburrida. Un expediente académico mediocre, un puesto de poca monta en una sucursal bancaria, dos noviazgos desgraciados, a uno de los cuales había renunciado él mismo para arrepentirse después, aunque tampoco mucho, en los domingos lluviosos y las noches de invierno, y una sucesión de días, y semanas, y meses, y años idénticos entre sí que resumió en dos simples frases, vivo solo y tengo un gato. En realidad, lo único relevante, extraordinario, que había pasado en su vida había sido ese tumor que crecía en su interior sin haber producido antes ningún síntoma. Es un caso rarísimo, le había dicho el médico, como si la rareza pudiera servirle de consuelo, este tipo de tumores siempre dan la cara, y sin embargo…

Colgando de aquellos puntos suspensivos afloró una compleja enumeración de tratamientos posibles, más agresivos, menos dolorosos, con mayor o menor garantía de éxito, y un orden inverso de contraindicaciones. A partir de aquí, tiene usted que tomar una decisión, añadió el oncólogo con suavidad, como si estuviera dispuesto a esperarla allí mismo. Él preguntó por el límite de tiempo que podrían esperar a su elección y el doctor le dio dos semanas, advirtiéndole que, en cualquier caso, cuánto antes, mejor.

Por eso, para escribir aquella carta había tenido y no había tenido tiempo. Durante 15 días no hizo otra cosa que pensarla durante sus horas de trabajo y escribirla durante el resto. Encontrar la pista de su destinataria le resultó más fácil de lo que calculaba. Él tenía una prima que se había instalado en el pueblo de su infancia y ella le facilitó la dirección del trabajo de aquella veraneante cuya familia seguía reuniéndose allí en verano y los fines de semana. Después de echar la carta al buzón, se armó de valor, fue a ver al médico y le comunicó que había decidido luchar por su vida.

Ella no era una mujer insensible, pero cuando leyó aquella carta fue incapaz de asociar un rostro, un cuerpo, una voz, al nombre de aquel extraño enamorado.

¿Y qué quieres?, una compañera de trabajo negó con la cabeza cuando se lo contó, si es que hay mucho loco… 

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