Una bola en el estómago

Casi nunca había sido feliz, y su infelicidad persistente, fecunda, hacía infelices a quienes la rodeaban.

Casi nunca había sido feliz. De niña sí, quizás, porque no recordaba esa presión, la bola en el estómago que la acompañaba a todas partes desde hacía décadas, un huésped indeseable, tan incrustado en su cuerpo que ya no lo distinguía de sus propias vísceras.

Casi nunca había sido feliz y no sabía exactamente por qué. Sabía que siempre le había faltado algo, que la suerte, tan dadivosa, hasta derrochadora con quienes la rodeaban, era muy rácana con ella. Esa sensación la acompañaba a todas partes, colocaba ante sus ojos un filtro apagado, grisáceo, cuando miraba lo que tenía más cerca, u...

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Casi nunca había sido feliz. De niña sí, quizás, porque no recordaba esa presión, la bola en el estómago que la acompañaba a todas partes desde hacía décadas, un huésped indeseable, tan incrustado en su cuerpo que ya no lo distinguía de sus propias vísceras.

Casi nunca había sido feliz y no sabía exactamente por qué. Sabía que siempre le había faltado algo, que la suerte, tan dadivosa, hasta derrochadora con quienes la rodeaban, era muy rácana con ella. Esa sensación la acompañaba a todas partes, colocaba ante sus ojos un filtro apagado, grisáceo, cuando miraba lo que tenía más cerca, una casa que nunca la había gustado, unos muebles que no eran tan bonitos como los que veía en las casas a las que la invitaban, un coche que solía estar sucio por fuera, perpetuamente salpicado por dentro de las bolsas vacías de patatas que comían sus hijos en el asiento de atrás, y su propia imagen en el espejo. Se encontraba a sí misma vulgar, anodina, poco elegante. Como su casa, como su marido, como su familia, como su vida. Y cada vez que llegaba a esa conclusión, la bola de su estómago engordaba, se volvía un poco más dura, más pesada, tan absorbente que le quitaba el aire que necesitaba para respirar y hasta las ganas de vivir.

¿Por qué yo?, se preguntaba, ¿y por qué yo no? Entonces intentaba arreglarlo. Se tiraba a la calle como una desesperada después de una noche sin dormir, horas y horas navegando por Internet a la busca de ofertas en tiendas verdaderamente exclusivas, donde comprar telas, piezas, detalles capaces de iluminar la asfixiante grisura de su mundo. Y cuando encontraba lo que buscaba, la presión se relajaba y una sonrisa de aparente satisfacción afloraba a sus labios. Pero duraba muy poco, apenas unos minutos, los que tardaba en posar sus ojos sobre una tapicería deshilachada, una mesa pasada de moda, una nevera con el congelador debajo del frigorífico y no con un cuerpo paralelo, como las que se llevaban ahora. En ese instante, la angustia gritaba, la reclamaba, le preguntaba si de verdad creía que iba a librarse de ella tan fácilmente. Y todo volvía a empezar.

Él por fin habló: No es que seamos pobres, es que nunca hemos sido ricos y ahora estoy en el paro. Así que se acabó la fiesta

Casi nunca había sido feliz, y su infelicidad persistente, fecunda, hacía infelices a quienes la rodeaban. Ella se daba cuenta sólo a medias, porque la bola de su estómago exigía demasiado, como un pozo que se tragaba todo lo que le echaba encima, y siempre pedía más. Hasta que, un buen día, su marido lo tapó de una vez, y fue de golpe, sin avisar, tan abruptamente que ella decidió no comprenderlo.

¿Cómo que te han echado? Pero eso no puede ser, te colocarán en otro sitio, no pueden dejarte tirado de esa manera, si te llevas muy bien con tu jefe, ¿no?, siempre nos invita a su casa en Navidad, o sea que no puede ser, no, es imposible… Su marido no insistió. La miró como cuando aún intentaba convencerla de que tenía un problema, aquellos tiempos en los que se atrevía a pronunciar la palabra “terapia”, y no dijo nada más, pero al día siguiente anuló su tarjeta de crédito. No te vas a poder creer lo que me ha pasado, le dijo ella al volver de la calle, he intentado pagar con la visa y no he podido. Ahora resulta que el banco me deniega todas las operaciones, tienes que ir a arreglarlo, porque… Él tampoco dijo nada en esta ocasión. Se limitó a volver a mirarla y ella, por fin, lo entendió. O sea, que somos pobres, musitó en un tono desvalido, cuyo eco la sorprendió tanto como si hubiera brotado de una garganta ajena. Y él por fin habló. No es que seamos pobres, es que nunca hemos sido ricos y ahora estoy en el paro. Así que se acabó la fiesta.

Ella se fue a su dormitorio, se tiró boca abajo en la cama y lloró. Oyó a los niños que volvían del colegio y siguió llorando. Oyó ruido de cacerolas en la cocina y no dejó de llorar. Oyó ruidos de platos aclarándose, el motor del lavavajillas arrancando, y aún lloró un poco más. Luego se quedó dormida. Se despertó a las siete de la tarde, tan cansada como si hubiera descargado un camión, y recorrió la casa, y comprobó que estaba vacía. Entonces se sentó en un sofá, miró a su alrededor y por primera vez en muchos años le gustó lo que veía. Tenía una casa bonita, unos muebles bonitos, unos hijos estupendos, un marido bueno y responsable, al que siempre habían apreciado en su trabajo. Los ojos se le llenaron de lágrimas por última vez y se sintió mejor, luego mucho mejor, después mejor que nunca. La bola de su estómago había desaparecido, y no ha vuelto a aparecer.

Dicen que todas las crisis encierran una oportunidad. Feliz año nuevo.

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