Humo

Me pregunto si la prisa no nos obliga a vivir como si el mundo mismo fuera uno de esos mensajes de humo, efímeros, triviales, que de tanto en tanto garabatean el cielo

No sé si las personas suelen recordar el día en que empezaron a leer. Yo no. Tampoco recuerdo cómo era vivir en un mundo en que las letras sólo eran manchas, signos sin referentes, contenedores vacíos –y tratar de imaginarlo, de adulto, es como echarse a una alberca y fingir que uno no sabe nadar.

En estas semanas entra la mayoría de los niños a la escuela. Mi hija de cuatro años comienza a ir al kinder en la escuela pública del barrio, y le pesa y frustra que aún no sabe leer. Se espera que un niño de su edad sepa leer –supongo que se esperan muchas cosas de los niños–. Hoy –nuestro úl...

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No sé si las personas suelen recordar el día en que empezaron a leer. Yo no. Tampoco recuerdo cómo era vivir en un mundo en que las letras sólo eran manchas, signos sin referentes, contenedores vacíos –y tratar de imaginarlo, de adulto, es como echarse a una alberca y fingir que uno no sabe nadar.

En estas semanas entra la mayoría de los niños a la escuela. Mi hija de cuatro años comienza a ir al kinder en la escuela pública del barrio, y le pesa y frustra que aún no sabe leer. Se espera que un niño de su edad sepa leer –supongo que se esperan muchas cosas de los niños–. Hoy –nuestro último día de vacaciones– paseábamos junto al río Hudson con unos amigos, cuando en el cielo apareció uno de esos letreros de humo que va soltando un avión. Mi hija fue la primera en detectar las letras de la publicidad aérea. Alzó la vista, se le iluminó la cara y nos dijo: “Miren, una nube en forma de cuento”. Su amigo, casi de la misma edad, alzó la vista y leyó fluidamente: “Seguros de Automóvil Geico”. Unos minutos después, el mensaje se disipó.

No voy a elaborar, por supuesto, un argumento en favor del analfabetismo. Lo anterior no es una parábola para demostrar que es mejor no saber leer porque el mundo está lleno de mierda de todos modos, y el poder de la imaginación, etcétera. Pero me pregunto si la prisa con que educamos a nuestros hijos –la misma prisa hueca y ansiosa con que registramos con fotos nuestras vidas, con que consumimos los libros y series de las listas de novedades, con que deglutimos noticias y respondemos correos– no nos obliga a vivir como si el mundo mismo fuera uno de esos mensajes de humo, efímeros, triviales, que de tanto en tanto garabatean el cielo.

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