Un disparo en la sien

Aquella noche hacía frío. La tarde otoñal, fresca y tímidamente soleada, en la que vivían al abrir el bar, había desembocado muy deprisa en la primera noche del invierno, pero como era sábado y el bar estaba milagrosamente lleno de gente, ninguno de los dos reparó en la temperatura del exterior hasta que ella se quitó el abrigo.

No era una chica guapa, pero tardaron algún tiempo en descubrirlo. Tampoco tenía un auténtico cuerpazo, aunque él, desde detrás de la barra, reconoció sus méritos físicos antes que su novia, que se ocupaba de atender las mesas. En cualquier caso, lo que absorbió...

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Aquella noche hacía frío. La tarde otoñal, fresca y tímidamente soleada, en la que vivían al abrir el bar, había desembocado muy deprisa en la primera noche del invierno, pero como era sábado y el bar estaba milagrosamente lleno de gente, ninguno de los dos reparó en la temperatura del exterior hasta que ella se quitó el abrigo.

No era una chica guapa, pero tardaron algún tiempo en descubrirlo. Tampoco tenía un auténtico cuerpazo, aunque él, desde detrás de la barra, reconoció sus méritos físicos antes que su novia, que se ocupaba de atender las mesas. En cualquier caso, lo que absorbió por igual la atención de todos, los dueños del bar tan atónitos como sus clientes, fue un corsé negro, escotado, sin tirantes, sobre una falda roja, de raso, corta y con vuelo. Todos los presentes habían visto conjuntos semejantes en los escaparates de la calle de Fuencarral, pero siempre sobre los cuerpos inertes de los maniquíes. Para salir así a la calle un sábado corriente, para sentarse a la mesa de un bar y pedir una copa en un local lleno de desconocidos, hacía falta tener muy buen tipo, concluyó el barman. Eso lo reconoció para sí hasta su novia, aunque sólo pudo verla sentada, cuando se acercó a preguntarle qué quería tomar.

No se puede ir por la vida de relleno de tarta de despedida de soltero

Ella fue seguramente la primera en advertir que no estaba sola. Al otro lado de la mesa había un hombre joven, pero no tanto, treinta y tantos, más bien bajo, una cara vulgar, ni exactamente feo ni muchísimo menos guapo, barba cuidada y un sombrero de ala corta, de un tejido a cuadros en tonos grises, que no le favorecía aunque estuviera tan de moda como el corsé que tenía enfrente. La estaba mirando como si se la comiera con unos ojos que a la camarera le parecieron saltones aunque a lo mejor no. A lo mejor sólo estaban dilatados, agrandados por la concentración con la que estudiaban el paisaje que se extendía ante ellos como si su dueño nunca hubiera visto un escote. Ese detalle bastó para ponerla de mal humor.

–Una cerveza y un gimlet –soltó al mismo tiempo que la bandeja al llegar hasta la barra–. Adivina para quién es cada cosa…

–Pues está buena –comentó su novio, risueño.

–Del cuello para abajo, no te digo que no, pero de cara es un callo –el barman se echó a reír y ella no le imitó–. Claro, que eso a Bogart le da lo mismo…

A lo mejor no era exactamente un callo, pero tenía cara de bruja, la nariz apuntando hacia abajo, la barbilla hacia arriba, los ojos tan maquillados que no se podía adivinar a simple vista su forma o su tamaño, los labios rojos, rojísimos, hinchados como si se los acabaran de partir de un puñetazo. Pero lo que más le molestaba, y su novio lo sabía, era el babeo incontrolado del tipo del sombrerito, que debía de sacarle casi diez años, experiencia de sobra para guardar las formas y para hacérselas guardar a aquella chica. Porque no se puede ir por la vida de relleno de tarta de despedida de soltero sin haber cumplido los veinticinco, ni mucho menos interpretar a un Alfredo Landa setentero y en bañador, rodeado de suecas imaginarias a estas alturas. Qué horror, se dijo, qué pena, que patético…

–Perdona –se había quedado absorta con la bandeja entre las manos en medio del pasillo cuando escuchó aquella voz a su espalda–. ¿El baño?

Primero se dio cuenta de que tenía un brazo más corto que otro. Después, de que lo llevaba doblado, pegado al cuerpo, como si no pudiera extenderlo de todo. Luego vio el sombrerito, la barba cuidada, los ojos definitivamente saltones.

–Al fondo, a la izquierda.

–Gracias –y sólo al final, mientras le veía avanzar en esa dirección, descubrió que también tenía una pierna más larga, o una cadera más alta, o un pie más corto que el otro, porque se balanceaba hacia un lado en cada paso, como si estuviera condenado a bailar de por vida una danza grotesca y solitaria.

Entonces cerró los ojos. Luego volvió a abrirlos y giró muy despacio hasta enfocar la barra. Vio la cara de su novio, tan inmóvil como si acabara de quedarse congelado, y para él, o para sí misma, o para todos los clientes del local a la vez, se llevó el dedo índice a la cabeza e hizo el gesto de dispararse en la sien.

Cuando volvió a abrir los ojos, descubrió que la chica del corsé lo había visto todo. La miraba de hito en hito, con los labios curvados hacia abajo, y por más que se lo suplicó en silencio no quiso sonreír.

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