¡Paga más por menos!

Pep Montserrat

El peor médico que me ha atendido era también el más caro. Un otorrino. Yo tenía que viajar mucho esos meses, pero los aviones me hacían daño. Por el cambio de presión, los oídos se me tapaban durante días. Era espantoso aterrizar en un aeropuerto desconocido y descubrir que me había quedado sordo.

Bueno, a mí me parecía espantoso. Porque al otorrino, por lo visto, le resultaba aburridísimo. Escuchaba mis penas con cara de cansancio, siempre a punto de bostezar. Al final me recetaba algún medicamento totalmente inútil. Nunca me explicó cuál era el problema ni sugirió ningún tratamiento ...

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El peor médico que me ha atendido era también el más caro. Un otorrino. Yo tenía que viajar mucho esos meses, pero los aviones me hacían daño. Por el cambio de presión, los oídos se me tapaban durante días. Era espantoso aterrizar en un aeropuerto desconocido y descubrir que me había quedado sordo.

Bueno, a mí me parecía espantoso. Porque al otorrino, por lo visto, le resultaba aburridísimo. Escuchaba mis penas con cara de cansancio, siempre a punto de bostezar. Al final me recetaba algún medicamento totalmente inútil. Nunca me explicó cuál era el problema ni sugirió ningún tratamiento preventivo. Mis oídos no mejoraron nada durante esos meses.

Hasta que en una de mis visitas, el doctor me preguntó, sin venir al caso:

–Oiga, ¿usted ronca?

–Sí. Un poco. ¿Por qué?

Por primera vez, ese imbécil mostró interés por mis dolencias. Se le iluminaron los ojos, se le animó la voz, me mostró planos del sistema respiratorio, todo para explicarme que roncar era peligrosísimo. Según dijo, mi respiración podía cortarse y comprometer el riego cerebral. Con genuina alarma, me advirtió que roncar podía producirme la muerte. La muerte, enfatizó gravemente.

El médico público no gana más dinero por encontrarte más enfermedades

Afortunadamente, explicó, él podía remediarlo. Para ello existía una intervención quirúrgica de alta tecnología. La operación costaba 2.000 euros y no la pagaba el seguro.

Entonces comprendí que su desinterés por mi problema de oído no era personal. Simplemente, mi enfermedad era demasiado barata. El doctor sólo podía cobrarme la visita a través del seguro. En cambio, la operación antirronquidos le pagaría mucho más dinero por media hora de trabajo. Ese inútil no sólo había dejado intacta mi vieja enfermedad: ¡también me quería inventar una nueva!

Me he acordado de él mucho en los últimos meses, presenciando el debate entre el personal de salud y la Comunidad de Madrid por la privatización de 27 centros de salud y 6 hospitales. La polémica me recordó las que ya había escuchado en Perú y toda América Latina a comienzos de los años noventa, cuando se privatizaron los servicios públicos y numerosas empresas estatales. Y sin duda, en España, esta discusión continuará conforme el Estado siga necesitando menos gastos y más liquidez.

Los defensores de la privatización argumentan que aumenta eficiencia a los servicios. Pero mi experiencia con el otorrino de los ronquidos desmiente categóricamente esa teoría. Ese incompetente no era más eficiente que ningún médico de la sanidad española que me haya atendido. Todo lo contrario. El médico público no gana más dinero por encontrarte más enfermedades. Te dice lo que hay. En cambio, el otorrino de los ronquidos, en su afán por exprimirle más dinero a su consulta, hizo un diagnóstico errado y otro ficticio.

En las grandes empresas privadas, la tan mentada eficiencia se refiere a los dueños, no a los clientes. Las compañías telefónicas te pueden vender una línea en cinco minutos. Pero si tienes algún problema con ella, puedes perder días tratando de arreglarlo. He pasado algunos de los momentos más frustrantes de mi vida tratando de poner una queja ante grabadoras o teleoperadoras que te mandan de un teléfono a otro, hasta que prefieres dejar el desperfecto como está. Lo mismo con las aerolíneas. Su eficiencia para cobrarte el pasaje contrasta con su torpeza para resolver los equipajes extraviados y las conexiones perdidas por retrasos.

OK. Comprendo que el Estado no está para garantizar que llegue tu maleta o funcione tu roaming (lo he visto intentarlo en América Latina en los ochenta, y lo hacía fatal, la verdad). Pero el Estado sí debe garantizar que no te mueras por la calle de una enfermedad curable, y no se la contagies a los demás. Para eso le pagamos.

Y ya que lo pagaremos de todos modos, nos sale más barato asegurar entre todos un sistema sólido y concentrado en curar, no en maximizar beneficios. Mayor eficiencia significa “más servicios por menos dinero”. Y eso es exactamente lo que España ha tenido hasta ahora. Ojalá no lo pierda.

Twitter: @twitroncagliolo

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