El aumento de la desigualdad y el cambio climático limitan la capacidad del PIB para medir el bienestar
Un informe elaborado por el Future Policy Lab y el Instituto Español de Analistas sugiere emplear indicadores complementarios
“El desarrollo es más que un número”. Con esta filosofía de fondo y una vida dedicada a estudiar la economía del bienestar, el premio Nobel Amartya Sen desgranó en la segunda mitad del siglo pasado las limitaciones que tienen los indicadores económicos para medir el progreso humano y comparar países. Décadas después, sin embargo, el PIB sigue siendo el rey indiscutido de las estadísticas, aunque su crecimiento no siempre se traduzca en un...
“El desarrollo es más que un número”. Con esta filosofía de fondo y una vida dedicada a estudiar la economía del bienestar, el premio Nobel Amartya Sen desgranó en la segunda mitad del siglo pasado las limitaciones que tienen los indicadores económicos para medir el progreso humano y comparar países. Décadas después, sin embargo, el PIB sigue siendo el rey indiscutido de las estadísticas, aunque su crecimiento no siempre se traduzca en una mejora para la mayoría de la sociedad. “Altos niveles de crecimiento del PIB pueden convivir con desigualdad, pobreza y degradación ambiental. Por ello, es crucial complementar el PIB con otras medidas que reflejen estos factores, algo que no ha pasado desapercibido para responsables políticos, economistas y otros académicos”, señala el informe Más allá del PIB: ¿quién crece y a qué precio? presentado este jueves.
El documento, elaborado por el centro de estudios Future Policy Lab y el Instituto Español de Analistas, destaca cómo dos de los grandes desafíos del siglo XXI han erosionado la capacidad de una magnitud como el PIB para reflejar el avance y el bienestar de un país: la desigualdad y el cambio climático. “Estas limitaciones son especialmente relevantes a la hora de elaborar políticas públicas, y también para la evaluación de la situación económica de un país por parte de agentes privados”, alerta.
El Producto Interior Bruto ha sido durante décadas —y sigue siendo— el principal indicador para medir el progreso económico de un país, pese a no que considere factores como la salud o la educación, ni capte la distribución del crecimiento por renta. “Un PIB creciente puede, paradójicamente, llevar consigo una desigualdad igualmente creciente”, ejemplifica el estudio coordinado por Bernardino León, director de Future Policy Lab.
La magnitud tampoco había sido pensada para eso: el PIB se diseñó para medir la producción económica y durante años no surgió la necesidad de evaluar su impacto redistributivo, ya que el crecimiento del PIB per cápita era muy similar para todos los niveles de renta. Con el paso del tiempo, sin embargo, el escenario ha cambiado. Si entre 1946 y 1980 todas las rentas crecían cerca de la media (2%) en EE UU, en las cuatro décadas siguientes se abrió una brecha: el avance para el 50% más pobre fue inferior al 1%, frente a más del 3% del percentil más rico y el 5% del 0,001% de la élite, según los trabajos de los investigadores Emmanuel Saez y Gabriel Zucman. Es decir, el crecimiento del PIB no se reparte de forma igual entre la población.
Esta dinámica de crecimiento desigual se ha reproducido en muchos países occidentales. También España, aunque de forma menos acentuada y con un desfase temporal, ha pasado de “un crecimiento equitativamente repartido a un crecimiento desigual”. Entre 1980 y 2000, todos los niveles de renta experimentaron un nivel parecido de progresión; en las dos décadas siguientes, marcadas por la burbuja inmobiliaria, la gran crisis financiera y las políticas de austeridad, los segmentos de mayores ingresos crecieron muy por encima (el 0,001% más rico a tasas superiores al 4%) del resto (en torno al 1%). Esta tendencia también ha estropeado el ascensor social: solo un 12% de los hijos de las familias más pobres consigue escalar hasta el quintil más rico cuando llega a la edad adulta, según un trabajo de la Paris School of Economics de Javier Soria-Espín.
Todo ello evidencia la necesidad de diseñar indicadores complementarios al PIB, concluye el documento, como es el Real Time Inequality, elaborado por los economistas Zucman, Saez y Thomas Blanchet para EE UU. Esta metodología utiliza datos públicos de alta frecuencia —estadísticas sobre empleo, encuestas a hogares— para medir la desigualdad en tiempo real: permite analizar el impacto del crecimiento según la renta y hacer además un seguimiento mensual de los efectos distributivos de las políticas públicas. En España, por ejemplo, los ingresos del 50% más pobre tardaron cuatro años en recuperarse tras la Gran Recesión, casi el doble que el resto de la población. Después de la covid, solo fue necesario un año y medio, en línea con los demás, lo que refleja la distinta respuesta del sector público.
Además del Real Time Inequality, el documento sugiere emplear indicadores que complementen el PIB como el Índice de Progreso Genuino (IPG), que se centra en la esfera de la salud, la igualdad social o la sostenibilidad ambiental, y el Índice de Desarrollo Humano (IDH), basado en los trabajos de Sen.
El desafío ambiental
Si la desigualdad no es captada por el PIB, menos aún lo es el efecto que la actividad económica tiene sobre clima. Y eso pese a su gran impacto: un informe de la Comisión Europea de 2020 calcula que un aumento de tres grados de las temperaturas actuales causaría pérdidas de bienestar anuales equivalentes al 1,4% del PIB europeo.
Noruega y China ya intentaron diseñar un PIB verde: el país nórdico, rico en crudo, para analizar el impacto de la industria extractiva, y el gigante asiático para cuantificar los daños ecológicos que podía causar la actividad económica. Ambos países abandonaron la aventura por su complejidad, pero hay varias herramientas internacionales que se mueven en esa línea, en las que los autores del informe recomiendan ahondar: las cuentas satélite ambientales y su extensión al ámbito de ecosistema, el etiquetado presupuestario ambiental o el capital natural —además de mejorar la capacidad del INE para elaborar más estadísticas y con más frecuencia—.
Las cuenta satélites intentan registrar en unidades, físicas y monetarias, las variaciones de cantidad y valor de los activos medioambientales, trazando vínculos entre cada ecosistema y la actividad económica. El capital natural es una especie de inventario de todos los activos naturales de un país, cuyo valor se calcula según su capacidad de “proveer recursos naturales y servicios productivos”. El etiquetado, por último, aspira a clasificar los gastos públicos de acuerdo con sus implicaciones en el ámbito climático. En este sentido, España “ha dado un paso importante al realizar su primer ejercicio de presupuestación verde” en las cuentas de 2023.
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