La buena fortuna de las multinacionales farmacéuticas

La industria mejora su imagen gracias a unas vacunas creadas con innovación de base e impuestos públicos que ahora quiere rentabilizar

Una empleada de Biontech simula los pasos finales en la producción de la vacuna Corona en Marburg (Alemania).Boris Roessler (dpa/picture alliance via Getty I)

Estos días resulta imposible extraer poemas de las noticias. Pero de vez en cuando, las noches se iluminan con anuncios de neón entre grandes farmacéuticas. Uno de los negocios más competitivos y de peor imagen del mundo. La velocidad con la que han encontrado una vacuna contra el coronavirus parece dejar atrás los avances de Edward Jenner (la viruela), Louis Pasteur (la rabia) o la inmensa victoria que...

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Estos días resulta imposible extraer poemas de las noticias. Pero de vez en cuando, las noches se iluminan con anuncios de neón entre grandes farmacéuticas. Uno de los negocios más competitivos y de peor imagen del mundo. La velocidad con la que han encontrado una vacuna contra el coronavirus parece dejar atrás los avances de Edward Jenner (la viruela), Louis Pasteur (la rabia) o la inmensa victoria que representó en su época las vacunas de Jonas Salk y Albert Sabin (el primero dejó aquella bellísima frase: “¿Patente? No existe patente. Acaso se puede patentar el sol”) frente a la terrible polio. Pasar las páginas de los periódicos es leer una hermandad de farmacéuticas inédita en la historia. La vacuna de Moderna (una asociación entre el Instituto Nacional de Salud y Moderna), la de Pfizer (una colaboración de la propia Pfizer y la biotecnológica germana BioNTech) y la de AstraZeneca (que no usa la prometedora tecnología ­ARNm, aunque se trata de una creación de la Universidad de Oxford y AstraZeneca, que la distribuye) sorprenden por su vecindad y ese reflejo de neón.

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Es quizá la mayor operación de imagen pública del sector en toda su historia. Una carrera contra el tiempo. Parece que se hubieran olvidado de los más de 8.000 millones de dólares (6.500 millones de euros) que la farmacéutica Purdue pagó en noviembre de 2019 por la devastadora crisis de los opiáceos que creó en Estados Unidos. Y Pfizer firmó un acuerdo de 2.300 millones en 2009 para cerrar un caso de marketing fraudulento de analgésicos. Las dudas no han desaparecido con el coronavirus. El año pasado, la encuesta Gallup, según The New York Times, las situó como las más detestadas en Estados Unidos, por detrás de las petroleras y el Gobierno. Si bien, es cierto que su apreciación ha aumentado. Aunque su discurso se mantiene. “En Pfizer estamos orgullosos de nuestra labor, de poder suministrar nuevos medicamentos a los pacientes que los necesitan. Creemos que la ciencia ha adquirido un papel protagonista en los últimos meses y la sociedad ha percibido el valor que aporta”, sostiene Sergio Rodríguez, director general de Pfizer España. Desde luego, la farmacéutica tiene claro el valor económico. En los tres primeros meses del año, Pfizer ganó 3.500 millones de dólares (2.860 millones de euros). La vacuna es su negocio más lucrativo. La compañía no desgrana esas ganancias. Pero The New York Times las sitúa en unos 900 millones antes de impuestos. Una tecnología, hay que reconocer, que ha salvado millones de vidas.

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Pero el coste en popularidad produce reacciones adversas. “No tienen mala imagen, han sido esenciales en parte de la solución. Aunque AstraZeneca y Pfizer podrían haber conectado mejor con la sociedad”, puntualiza Álvaro Arístegui, experto de Renta 4. Sobre todo, teniendo presente que solo Moderna —una empresa emergente formada en 2010 por profesores en Massachusetts— ha recibido 2.500 millones de dólares (2.050 millones de euros) de fondos públicos, y sin la investigación de base no estaríamos donde estamos. Falta algo, que describe Enrique J. de la Rosa, director del Centro de Investigaciones Biológicas (CIB-CSIC) Margarita Salas: “El factor humano”. “Su fallo se ve muy bien en los errores de la industria farmacéutica”. Trabajan en la salud de las personas. Se esperan poemas de sus noticias. “Y el sistema económico funciona con el beneficio por encima de cualquier consideración”. No ve, desde luego, mala praxis. Es el capitalismo del siglo XXI. “La industria ha hecho un trabajo impresionante gracias a la colaboración público-privada. Pero en España no tenemos ni una sola fábrica de vacunas”, advierte.

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Quedan los números y una ocasión irrepetible. En abril del año pasado, el director general de Eli Lilly dijo a los inversores: “Tenemos una oportunidad única en una generación de resetear la reputación del sector”. Porque pasados los meses, la semántica de la industria es la esperable. “Hemos sabido estar a la altura de las circunstancias y dar la mejor versión de nosotros mismos”, opina Raúl Díaz-Varela, presidente de la Asociación Española de Medicamentos Genéricos (Aeseg), quien pone en valor contar con una industria propia de estos compuestos. Esa sensación de esperanza; muta y se propaga. Y las palabras son las escuchadas. “La covid-19 reforzará la imagen de la industria farmacéutica ante la sociedad, sobre todo por el inmenso esfuerzo que se ha efectuado y la aportación tan valiosa que se está haciendo para superar la pandemia”, defiende Angelino Ruiz, director de Acceso al Mercado de la biofarmacéutica UCB Iberia.

¿Ganan los accionistas?

Lo argumentable. Pero los números se imponen, la economía, tarde o temprano, monopolizará el diálogo. Pfizer y BioNtech están cobrando unos 39 dólares —sostiene Schroders— por su vacuna de dos dosis en Estados Unidos. Mientras AstraZeneca cobra entre 4,30 y 10 dólares por esas inyecciones dobles. Y el mercado, cuyo principal virus es el dinero, se inquieta. “Una cuestión clave para los inversores es si las vacunas harán ganar a las empresas que las desarrollan y a sus accionistas. Hasta ahora su éxito no se ha reflejado en las cotizaciones”, resume John Bowler, gestor de Schroders. No resulta fácil analizarlas. Sus contratos son secretos, solo se han filtrado algunos datos, como los precios, o ciertas cláusulas que las excluyen de demandas futuras frente a reacciones adversas de las vacunas. En algunos países está prohibida la reventa o la donación de dosis. Una prohibición que hace daño a los más pobres entre los pobres.

Existe una guerra entre quienes tienen y quienes carecen. ¿Y qué ocurrirá si hace falta ponerse una dosis todos los años como para la gripe? ¿Cuánto costará? ¿No será el momento para sus grandes beneficios? En Estados Unidos, una vacuna después de la pandemia (ya no será gratis) podría costar, acorde con The New York Times, entre 150 y 175 dólares. De 123 a 143 euros por dosis. Y la sanidad pública española, ¿qué capacidad de aguante tiene a “precios de mercado”? “A largo plazo, hay que bajar el coste de las vacunas”, avisa Roberto Ruiz-Scholtes, director de Estrategia del banco UBS. O reducir el precio o empeorar la imagen de las farmacéuticas.

De qué hablamos cuando hablamos de generosidad

Una frase. 26 palabras. Escritas con el léxico de la economía. “La industria farmacéutica necesita abandonar estrategias de maximización de beneficios a corto plazo en favor de un modelo centrado en el largo tiempo y el paciente”, observa Marc Booty, experto de la gestora Pictet AM. Atender a los números de la fragilidad y no su estratosférico balance. A mediados de abril, los países ricos se habían asegurado el 87% de la producción de vacunas de los más de 700 millones de dosis disponibles en el planeta. Los pobres reciben el 0,2%, según la OMS. Pfizer se comprometió en mayo, según The New York Times, a enviar 430 millones de inyecciones a 91 países. La compañía prometió dar 40 millones de dosis a Covax, un organismo multilateral que reparte las vacunas entre las naciones pobres. “Una gota en un océano”, critica, en el periódico estadounidense, Clare Wenham, experta en política de salud global de la London School of Economics.


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