Crítica:TEATRO | FALSTAFF

Por fin nos tocó el gordo

Falstaff o el hedonismo: Andrés Lima ha arriesgado mucho montando esta función, que resume en tres horas y cuarto veloces los 10 largos actos de la primera y segunda parte de Enrique IV. Su puesta en escena concilia densidad poética y libertad compositiva: nos hace pensar en las que firman Ostermeier, Castorf y otros directores germanos. Lima lo coloca todo a la vista del público: los cambios de vestuario, las dudas de sus actores (que se preguntan unos a otros sobre el enrevesado parentesco de sus personajes) y hasta su propio trabajo cuando, subido él mismo al escenario, propon...

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Falstaff o el hedonismo: Andrés Lima ha arriesgado mucho montando esta función, que resume en tres horas y cuarto veloces los 10 largos actos de la primera y segunda parte de Enrique IV. Su puesta en escena concilia densidad poética y libertad compositiva: nos hace pensar en las que firman Ostermeier, Castorf y otros directores germanos. Lima lo coloca todo a la vista del público: los cambios de vestuario, las dudas de sus actores (que se preguntan unos a otros sobre el enrevesado parentesco de sus personajes) y hasta su propio trabajo cuando, subido él mismo al escenario, propone: "Los galeses son para los ingleses lo que los gallegos para los castellanos. Veamos cómo funciona que Glendower y Lady Mortimer hablen en gallego". Así, la dramática escena de los conspiradores adquiere repentinamente un tono humorístico insospechado.

FALSTAFF

Autor: Shakespeare.

Versión: Marc Rosich y A. Lima.

Dirección: Andrés Lima.

Teatro Valle-Inclán. Madrid

Hasta el 1 de mayo.

Este Falstaff, deconstruido en lo puramente escénico, en lo dramático sigue las líneas generales de Campanadas a medianoche, la película de Orson Welles. El sano distanciamiento brechtiano que lo recorre de cabo a rabo no le resta intensidad. Lima lee las acotaciones, lleva elementos de atrezo de un sitio para otro y comenta ciertos hitos de la peripecia como un locutor lo haría: su propia gordura nos hace pensar que pudiera sentirse tan cerca del protagonista como Tadeusz Kantor de sus personajes, a los que no dejaba solos jamás.

Sus actores, obligados a doblar papel, empiezan la escena siguiente mientras se quitan la ropa y la peluca de la anterior, para no crear tiempos muertos: hechas las transiciones y a pesar de la desnudez del espacio escénico, juegan sus papeles a fondo, sin reserva alguna. La mayoría está mucho mejor en las escenas dramáticas que en las de la taberna La Cabeza del Jabalí, cuyo buscado caos podría reordenarse y pulirse.

Embutido en mil ropajes y fuertemente caracterizado, Pedro Casablanc consigue que nos creamos su Falstaff de guardarropía. Sus monólogos y su diálogo metateatral con el príncipe le quedan redondeados: poco tienen que envidiar a su barriga. Alejandro Saá, todo nervio en el papel de Enrique Percy, resulta una sorpresa. Jesús Barranco es un John Gielgud joven, en el papel del rey.

La escenografía en tres alturas de Beatriz San Juan está entre lo mejor que hemos visto recientemente. Este espectáculo no defraudará al público que en los últimos de Andrés Lima echaba de menos la mordiente de sus mejores creaciones con Animalario.

Escena de Falstaff en el teatro Valle-Inclán.
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