Análisis:

Inmensidad incurable

Si hubiera sido estadounidense, pienso de pronto, esa foto tomada en la Academia de España en Roma sería mítica. Es una foto que muestra al joven José Guerrero de pie frente al lienzo, pintando, lienzo y hombre diminutos casi junto al ventanal grande y compartimentado, ventana al mundo que habla de infinito y que tanto recuerda a sus cuadros posteriores, de los 70, con las manchas pequeñas de color compitiendo por el espacio. Granada se le ha hecho chica: hay que partir.

Y viaja en un viaje inesperado hasta llegar a Roma, rara y desierta como la foto: es el año 1947 y Europa está a punt...

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Si hubiera sido estadounidense, pienso de pronto, esa foto tomada en la Academia de España en Roma sería mítica. Es una foto que muestra al joven José Guerrero de pie frente al lienzo, pintando, lienzo y hombre diminutos casi junto al ventanal grande y compartimentado, ventana al mundo que habla de infinito y que tanto recuerda a sus cuadros posteriores, de los 70, con las manchas pequeñas de color compitiendo por el espacio. Granada se le ha hecho chica: hay que partir.

Y viaja en un viaje inesperado hasta llegar a Roma, rara y desierta como la foto: es el año 1947 y Europa está a punto de ceder su destino a Nueva York así, sin quejas, como quien cede una historia repleta para que otros la cuenten. La vanguardia europea, perpleja en el centro de un continente en ruinas, regala su legado a París sin saber que el pasado es ya sólo futuro -lo va a demostrar la joven generación que luego se llamará con un mismo nombre: Expresionismo Abstracto-. Los viejos vanguardistas, de Breton hasta Mondrian, cruzan el mar y van también en busca de un nuevo destino, aunque en Nueva York, terminen por quedarse suspendidos en el tiempo frente a la fuerza de los jóvenes americanos: Rothko, Kline, Pollock, de Kooning...

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Al mítico Cedar bar, donde se reúnen los chicos de la Escuela de Nueva York -nada mal como nombre-, llega José Guerrero y entabla amistad con algunos de esos artistas que como él van persiguiendo a los límites entre las masas de color en los cuadros. "Ese temblor en la vereda estrecha de los grandiosos espacios", comenta sobre Rothko. Muchos años después del encuentro, cuando Guerrero se entera del suicidio del amigo en febrero de 1970, se queja de cómo debía estar para pensar que en la ciudad "no había sitio para la resistencia", la que Guerrero cultiva desde una pintura tan fuerte como difícil de clasificar; pintura obcecada casi, rebuscando con el color -rojo, negro, añil, siempre añil- entre los vericuetos de algo que, quizás algunos llamarían infinito.

Sin embargo, al final de los 40, de verdad, no había mejor sitio donde estar para los que quisieran volver a mirar el mundo. El pintor granadino acompaña a su esposa, periodista estadounidense que ha conocido en Roma, y no tardan en instalarse en Nueva York. También la figuración que ha aprendido en España se le queda chica a Guerrero e, igual que ocurre con tantos artistas neoyorquinos de esos años pinta en 1950 un autorretrato que rompe con las formas de lo realista y entabla conversión con las de lo real, que suele ser más doloroso de contener.

Pero nunca le gustó ser nada y mucho menos para siempre. No quiso ser de ningún lugar ni pertenecer a escuela alguna -suele pasar con los que andan en busca de eso que no consigo nombrar-. "Ni en España ni en América estuve en el centro de los llamados movimientos expresionistas. En cambio viví en lo que soy hoy, en lo que es mi pintura: en el borde, en el peligro, en la zona fronteriza entre dos planos de color. Experimentando con mi veleta del Sur lo que son dos mares y dos países y solamente seis horas de vuelo". Inmensidad incurable.

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