UNIVERSOS PARALELOS

Vidas resumidas

En el esquema general de la prensa, la sección de obituarios pertenece a la categoría de los patitos feos. Sin embargo, su popularidad no decae: hay algo secretamente reconfortante en la posibilidad de repasar las biografías de los recién desaparecidos. Además, proporciona la sensación de participar en un acto de justicia: aunque sea póstumamente, la atención se dirige hacia personas que funcionaron fuera del radar mediático.

Habitualmente, las necrológicas evitan o minimizan las zonas de sombra, aunque algunos obituaristas anglosajones insisten en airear maldades y miserias. La novela ...

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En el esquema general de la prensa, la sección de obituarios pertenece a la categoría de los patitos feos. Sin embargo, su popularidad no decae: hay algo secretamente reconfortante en la posibilidad de repasar las biografías de los recién desaparecidos. Además, proporciona la sensación de participar en un acto de justicia: aunque sea póstumamente, la atención se dirige hacia personas que funcionaron fuera del radar mediático.

Habitualmente, las necrológicas evitan o minimizan las zonas de sombra, aunque algunos obituaristas anglosajones insisten en airear maldades y miserias. La novela de Robert Chalmers, Quién es quién en el infierno (Emecé, 2003), está protagonizada por Daniel, un redactor de obituarios que trabaja en un periódico londinense cuyas necrológicas tienen gran seguimiento debido a su mordacidad.

Los obituarios ofrecen la ilusión de participar en un acto de justicia póstuma

Quién es quién en el infierno detalla el funcionamiento del "depósito de cadáveres", un archivo de personas todavía con vida, de las que se acumula información y obituarios provisionales. Se amplía constantemente esa base, gracias a rumores sobre personajes que viven al límite o incluso soplos confidenciales de otros reporteros, como el que cubre (estamos en Reino Unidos) las familias criminales. Con subterfugios, se entrevista a futuros protagonistas de la sección.

Y surgen los problemas. Con todo, según Chalmers, la tarea de los profesionales de necrológicas parece sencilla y gratificante: trabajan sobre un territorio nítidamente delimitado y ejercen de jueces de última instancia. Sin embargo, también hay periodistas que detestan dar necrológicas: pienso en los locutores de radio. Muchos se enfadan si deben hacerse eco de algún fallecimiento. No, desde luego, de las primeras figuras: los que incomodan son los secundarios, los olvidados, los héroes y villanos de la serie B.

Los locutores tienden a mostrarse dinámicos, enérgicos, omniscientes: creen que la radio debe ser cafeína en vena. Les cuesta cambiar de tono y adoptar la voz solemne, el lenguaje respetuoso que exigen los muertos. Y existe otro matiz: los radiofonistas se sienten propietarios de sus horas. Preparan cuidadosamente sus programas y consideran una ofensa personal el verse obligados a añadir contenidos o modificar su registro. Así que pasan veloces por el trance y se les nota aliviados cuando vuelven a su discurso habitual.

En el libro de Robert Chalmers también aparece un antiguo dj de radio. Pero no es un modelo para el obituarista. Se ha convertido en sacerdote y cita una frase extraída de REM: "No juzgues a menos que te juzguen a ti".

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