Columna

Objeciones

Si es cierto, como se lo oí comentar a uno de los afectados, que las empresas y comercios a los que se les va a aplicar el decreto sobre los derechos lingüísticos de los consumidores tienen ya hechas las tareas, la nueva normativa será fruto, una vez más, de una gran torpeza. Supongo que la Viceconsejería de Política Lingüística dispondrá de una información fidedigna que desmienta esa impresión de quien, sabiéndose a salvo, considera que su situación es generalizable y que el decreto puede estar de más. Partamos pues del dato de que las exigencias que plantea el decreto no se cumplen en la act...

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Si es cierto, como se lo oí comentar a uno de los afectados, que las empresas y comercios a los que se les va a aplicar el decreto sobre los derechos lingüísticos de los consumidores tienen ya hechas las tareas, la nueva normativa será fruto, una vez más, de una gran torpeza. Supongo que la Viceconsejería de Política Lingüística dispondrá de una información fidedigna que desmienta esa impresión de quien, sabiéndose a salvo, considera que su situación es generalizable y que el decreto puede estar de más. Partamos pues del dato de que las exigencias que plantea el decreto no se cumplen en la actualidad y que en muchas de las empresas que se van a ver afectados el cliente no puede ser atendido en euskera. Aun siendo así, nos surge la pregunta de si un Gobierno tiene legitimidad para imponer por decreto los usos lingüísticos de entidades privadas, más allá de las necesidades que a éstas les pueda dictar la marcha de su negocio.

Todo eso requiere un consenso amplio, político y social, que es el que creo que está faltando

La pregunta no es ociosa y creo que se halla en el centro de muchos de los problemas que se están planteando estos días en torno a la guerra de las lenguas. Los estados nacionales siempre han buscado la unidad lingüística y los que no la han conseguido, salvo excepciones, han vivido conflictos que en muchos casos han culminado en procesos de ruptura. La unidad rara vez se ha conseguido sin imposición, aunque ésta haya sido normativa y no violenta y haya contado con el consenso implícito de las clases dirigentes de las diversas zonas lingüísticas. Los estados, al menos desde que existen los estados nacionales, han intervenido casi siempre en la configuración de la realidad lingüística de su territorio, y van a seguir haciéndolo, sea cual sea la fórmula que adopten para ello. Por poner un ejemplo, ¿dónde comienzan y terminan los derechos lingüísticos de los ciudadanos españoles de origen magrebí que pueden estar constituyendo comunidades numerosas en diversas ciudades y que acaso deseen comunicarse, educarse y rotular en árabe? Si el desarrollo de las lenguas respondiera a un proceso natural de libre concurrencia, en el que las lenguas se expandieran o se limitaran sin ningún tipo de regulación normativa, es obvio que esos ciudadanos tendrían pleno derecho a vivir en árabe e incluso a ignorar el castellano, sin otra restricción o imposición que la fuerza de los hechos. Sin embargo, es igualmente obvio que a esos ciudadanos españoles de origen foráneo se les habrá exigido el conocimiento del castellano para que lleguen a serlo, y que a los que no lo son todavía, como prevención de futuras consecuencias, se les llegará a plantear un contrato de integración en el que irá incluido el compromiso de aprender castellano. Las lenguas, por lo tanto, lejos de estar sometidas a simples procesos naturales -que también- se hallan sometidas igualmente a procesos culturales y políticos, y en tanto que sometidas a estos últimos sufren restricciones territoriales.

El castellano es la lengua común de todos los ciudadanos españoles. Éste es un hecho que no plantea problemas, y es además un hecho positivo, pero está sometido en nuestra Constitución a una regulación normativa: es un hecho que además debe seguir siéndolo. ¿Es el euskera, junto con el castellano, lengua común de todos los ciudadanos vascos? ¿Debe serlo, o debemos optar por la existencia de dos comunidades lingüísticas? Son preguntas que requieren una respuesta política, más que manifiestos altisonantes y bastante hueros -y susceptibles de ser distorsionados-. De la respuesta que les dé nuestra sociedad, que tiene capacidad normativa para ello, dependerá el objetivo que nos propongamos, y será igualmente la política la que tendrá que arbitrar cómo lograrlo. Un cómo que habrá de ser respetuoso con los derechos de las personas, no ya con los derechos lingüísticos, sino con el derecho al bienestar personal y al desarrollo personal. Y todo eso requiere un consenso amplio, político y social, que es el que creo que está faltando en las últimas disposiciones de nuestro Gobierno que afectan a la lengua.

¿Sería percibido como una imposición el decreto sobre el derecho de los consumidores -que persigue un objetivo, en mi opinión, razonable-, si hubiera sido fruto de un acuerdo previo con los sectores afectados y con las fuerzas políticas?

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