Homenaje a un actor | Las colecciones de EL PAÍS

Javier, herencia y voluntad

Es absurdo recibir un premio por haber recibido un premio, dijo bastante abrumado el actor Javier Bardem el día en que sus colegas quisieron rendirle un homenaje por haber sido el primer actor español en ganar un Oscar. Pero es comprensible todo lo que sus compañeros deseaban reconocer con ese gesto: la trayectoria del actor que se entrega a ese trabajo de simulación que, dejando a un lado su cara más social, precisa de una entrega para la que no todos los actores están capacitados.

En el atractivo de Javier Bardem concluyen valores innatos que hay que subrayar: un físico imponente, una...

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Es absurdo recibir un premio por haber recibido un premio, dijo bastante abrumado el actor Javier Bardem el día en que sus colegas quisieron rendirle un homenaje por haber sido el primer actor español en ganar un Oscar. Pero es comprensible todo lo que sus compañeros deseaban reconocer con ese gesto: la trayectoria del actor que se entrega a ese trabajo de simulación que, dejando a un lado su cara más social, precisa de una entrega para la que no todos los actores están capacitados.

En el atractivo de Javier Bardem concluyen valores innatos que hay que subrayar: un físico imponente, una cara extraordinaria que siendo muy peculiar puede convertirse en el rostro de mil individuos distintos, una capacidad de imitación que seguramente explotó desde niño y la suerte, ay, la suerte, de haber sido criado desde la cuna, como les ocurre a muchos flamencos, entre los secretos de un arte, que en época de sus abuelos, era aún un arte familiar.

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Pero las cualidades naturales, tan esenciales en los oficios artísticos, pueden malgastarse sin sentido o atrofiarse por falta de uso. Si hay algo de lo que Bardem es el único responsable es de no haber desperdiciado ese regalo genético que le vino dado. Lo suyo ha sido y es trabajar. No podría entenderse de otra manera el hecho de que en cada película veamos a un hombre diferente.

El arte de la actuación es tan versátil y complicado que hay actores que triunfan gracias a que se representan siempre a sí mismos, y otros que deciden borrarse y casi desaparecer tras el personaje al que dan vida. El público puede adorar a esos dos tipos de intérpretes; cada uno responde a un misterio distinto. Javier Bardem pertenece al grupo de los que desaparecen y optan por dar voz a los impulsos de otro ser humano.

Es el tipo de actor que entrega sus energías físicas, su concentración mental, al mundo de la ficción, y que encierra entre paréntesis periodos de su vida para perderlos en beneficio de una historia. Es misterioso saber cómo se hace eso. Tiene algo de mística, de obcecación y de renuncia, hasta tal punto que del individuo que aparece en Jamón, jamón al que protagoniza Perdita Durango hay una distancia abismal que no se consigue a base de caracterizaciones físicas, por mucho que éstas sean importantes, sino de oficio tozudo de actor que pone todo su espíritu en lo que hace.

Se han dicho tantas cosas sobre Bardem estos días que una no sabe cómo abordar ya el personaje, al margen de expresar la admiración que provoca siempre el trabajo bien hecho. Tal vez añadiría que hace unos años, pocos, vi su rostro en un póster colgado de una pared del Tom's Diner, la mítica cafetería que aparece en la serie Seinfeld. Se trataba de un cartel de Mar adentro que se estrenaba esos días en Nueva York. Le explicaba a un amigo americano quién era ese actor prodigioso al que cualquiera que le hubiera visto actuar auguraba un futuro brillante.

Ahora ya no tendría que explicar quién es Javier Bardem. Su nombre es citado con frecuencia por muchos de los grandes actores. En uno de los últimos números de la revista New Yorker en donde viene una larga entrevista con George Clooney, éste habla de una cena en Santa Mónica después de una entrega de premios, con Daniel Day-Lewis, Benicio del Toro, Sean Penn y el propio Javier. Después de unas copas, cuenta Clooney que todos llegaron a la conclusión de que querían ser Javier Bardem. Vaya, ¡eso es algo!

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