Tribuna:Feria de San Isidro

La ciudad, tan lejos

San Isidro: el largo serial de la calle de Alcalá entre la avenida de los Toreros y el barrio de La Concepción. Una crispación sorda, a veces, un eco de ambulancias y bocinas en la calle, un rumor ciudadano y áspero que acompaña el ciclo.

En contra de lo que se pueda pensar, el toro es un animal que se cría en el campo. Pero nadie se acuerda de ello al lado de la M-30. Normal: la plaza está cerrada, en el coso sólo se divisa un público "errante, espeso y municipal" y la vista, más allá de los tejados de Las Ventas, otea apenas un cielo urbano, marcado por la continuidad de torres, anten...

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San Isidro: el largo serial de la calle de Alcalá entre la avenida de los Toreros y el barrio de La Concepción. Una crispación sorda, a veces, un eco de ambulancias y bocinas en la calle, un rumor ciudadano y áspero que acompaña el ciclo.

En contra de lo que se pueda pensar, el toro es un animal que se cría en el campo. Pero nadie se acuerda de ello al lado de la M-30. Normal: la plaza está cerrada, en el coso sólo se divisa un público "errante, espeso y municipal" y la vista, más allá de los tejados de Las Ventas, otea apenas un cielo urbano, marcado por la continuidad de torres, antenas y estaciones de televisión.

Queda muy lejos el campo de Madrid. Y sin embargo, este rito que congrega a los aficionados durante un largo mes en el antiguo Abroñigal, sigue teniendo un origen, sigue siendo un ritual rural. Al menos, los toros siguen criándose en el campo...

Qué lejos... No fue así en otros tiempos. Los aficionados más antiguos nos hablan de una época en la que las reses se traían a caballo, hasta unos corrales situados en el antiguo matadero de Cuatro Caminos. Otras, dormían en la finca de la Muñoza, tan cerca de la capital. Las corridas se procuraban encerrar de noche, para evitar la presencia de aficionados.

No tan lejos debía de estar Madrid entonces. En una fotografía de Alfonso, cercana a la guerra, se ve a un numeroso público congregado en torno a un torero, una gabardina, un toro muerto en el suelo. El lugar es la Gran Vía, debajo de la Telefónica, y, por el rostro de los transeúntes, no había tanto de extraño en que se lidiara un toro en la Gran Vía como de regocijo por el hecho. Que se escape un toro por la Red de San Luis; que acuda un matador con estoque y muleta; que el morlaco caiga a sus pies... No debía estar la ciudad tan distante, entonces. A pie acuden los pintores de la Escuela de Vallecas, desde Atocha, a buscar La Mancha, en ese pueblo cercano que es Vallecas, desde donde otean ocres, grises, árboles secos. Y ese paisaje entre urbano y rural que es el de las tabernas, las ventas cercanas a la ciudad.

La plaza de Tetuán, adonde acuden los aficionados castizos y los toreros sin suerte, es apenas un corral entre tablas, entre paredes de adobe. Recuerda las plazas de carros. Ahí celebran sus capeas los artesanos, y matan toros a puerta cerrada los novilleros. Otras fotografías nos hablan de la placita de Puerta de Hierro. En ella, vestido con alpargatas, un jovencísimo Rodolfo Gaona, recién llegado de México, mira a un novillo cornalón y seco. Las tapias son de ladrillo, los corrales de pueblo. Una ermita a lo lejos.

No se estaba lejos. Esa continuidad que, definitivamente, se rompe en los años setenta, que traza un límite infranqueable entre el campo y la ciudad, en realidad viene a clausurar, esta vez sí, de manera irremisible, una confusión de límites fascinante, en la que la frontera entre el campo y la ciudad nunca había quedado nítidamente trazada.

Al fin y al cabo, la nueva plaza de toros se había erigido en un descampado, en unos desmontes cercanos al Arroyo Abroñigal.

Los picadores llegan a la plaza montados en las propias cabalgaduras. Bombita, que es un castizo, lo hace en jardinera descubierta, saludando a la multitud. Belmonte, que es un revolucionario, lo hace ya en coche. Le critican por eso.

No estaba tan lejos el campo, entonces. No lo está en los años sesenta, los de la emigración interior. Uno va a la plaza y se sorprende del acento de los vecinos.

-Usted, ¿de dónde es, si no es molestia?

-Yo, de Toledo, de la parte de La Sagra.

-Buena zona. Buena caza.

-La mejor. Eche usted un trago.

Es un público recién llegado. La ciudad todavía les extraña y está reciente el recuerdo de La Sagra.

-Allí, cerca de Montalbán, está lo del duque de Pinohermoso. ¿Lo conoce usted?

-He oído hablar de ello.

-Eso sí que son toros. Y de los grandes. Y de los buenos.

-Si usted lo dice.

Los de La Sagra los han visto. Alguno ha corrido en el encierro. Otro alternó con Domingo Ortega, una tarde en su pueblo. Los domingos van a las novilladas. El torero sigue siendo de ellos: tan cercano. El toro es el animal que ha perdurado en su memoria de siglos. El toro negro del recuerdo.

Ahora la ciudad sí está, definitivamente, lejos. Un cinturón de barrios y autovías la separa, tajante, del campo. El festejo se vuelve declaradamente urbano. Lo son las voces, el ruido, el ritmo de las corridas de la feria -ya alejadas de cualquier ciclo estacional, de las fiestas del pueblo-.

Quizá por ello, la distancia, la especial resistencia del público de Madrid para ver los toros. Vienen del campo. Vienen de muy lejos.

Vicente Llorca es ganadero.

Vista aérea de la plaza de Las Ventas.RICARDO GUTIÉRREZ
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