Tribuna:

Café con libros

Leer y escribir en los cafés: parece como si siempre se hubiese hecho, y que siempre vaya a hacerse. Sin embargo, la primera afirmación es casi cierta, mientras que la segunda es casi falsa: por ello debe protegerse contra la banalización. Desde que, en el siglo XVII, primero en Londres y en Venecia, y más tarde en París y Viena, se abrieron los primeros grandes cafés europeos, su carácter de espacio público y, paradójicamente, también privado permitió que en ellos se diese lo que Ramón Gómez de la Serna denominó "la vida privada de la ciudad como ciudad". El café se convirtió rápidamente en e...

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Leer y escribir en los cafés: parece como si siempre se hubiese hecho, y que siempre vaya a hacerse. Sin embargo, la primera afirmación es casi cierta, mientras que la segunda es casi falsa: por ello debe protegerse contra la banalización. Desde que, en el siglo XVII, primero en Londres y en Venecia, y más tarde en París y Viena, se abrieron los primeros grandes cafés europeos, su carácter de espacio público y, paradójicamente, también privado permitió que en ellos se diese lo que Ramón Gómez de la Serna denominó "la vida privada de la ciudad como ciudad". El café se convirtió rápidamente en el otro de los salones aristocráticos, entre tazas se constituyó una nueva institución donde se fraguaría una nueva época europea: la edad de la burguesía, con su Ilustración y sus revoluciones, con sus tertulias y sus libros, como la Encyclopédie. En el café se da una intensificación de la vida ciudadana que, al distanciarse de sí misma, permite pensarse de otra manera, incluso iniciar transformaciones decisivas de su propia condición. París, Viena, Berlín, Buenos Aires, Madrid o Barcelona, la historia de las ciudades, sin cafés, habría sido muy diferente, seguramente menos interesante.

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También en la literatura muestra su huella: el primer artículo de Larra narra lo que ve y escucha desde una de sus mesas. Ni el realismo ni el decadentismo se entienden sin tazas, pese a sus diferencias. Como afirmó Josep Pla, "todo sucedía, en aquel entonces, en los cafés, y lo que no sucedía en los cafés no existía". El paso del siglo XIX al XX también se entabló en sus mesas: Karl Kraus, como tantos otros escritores vieneses, hace honor a su apelativo de literatos de Café redactando en ellos miles de páginas, narrando los últimos días de la humanidad.

No es ninguna exageración, ni una greguería ramoniana: café se ha de escribir con mayúscula, no solamente para distinguirlo de la infusión, sino para reconocer que seríamos muy distintos, que nuestras vidas serían indiscutiblemente menos densas sin las páginas que se escribieron en The Grecian, en Florian, en Le Procope, en el Flore, el Central, Els Quatre Gats, en Pombo o en el Gijón. Quizá un peligro aceche esta idea, su fetichización. La vida literaria consiste en leer y escribir, y tan importante como considerar el café como una encrucijada de la sociabilidad es aprender de sus páginas y en sus mesas el arte de estar solo: y escribirlo.

Antoni Martí Monterde es autor de Poética del café, finalista del Premio Anagrama de Ensayo.

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