Los nuevos socios

Rumania y Bulgaria viven sus dos primeras semanas como nuevos socios de la Unión Europea. Con ellos, el club ya suma 27 miembros. Tras años de duras negociaciones, han logrado ajustar su economía a la de sus vecinos. Éste es un viaje a pie de calle para conocer mejor su tierra y sus gentes.

Un mercadillo de libros frente a la Universidad de Bucarest, cerca de discurre el río Dâmbovita.ALFREDO CÁLIZ

Rumania y Bulgaria viven sus dos primeras semanas como nuevos socios de la Unión Europea. Con ellos, el club ya suma 27 miembros. Tras años de duras negociaciones, han logrado ajustar su economía a la de sus vecinos. Éste es un viaje a pie de calle para conocer mejor su tierra y sus gentes.

01 Rumania

Entre lo viejo y lo nuevo

El fantasma de Ceausescu todavía sobrevuela Rumania. Años de dictadura han generado corrupción y cierta vigencia de los modos del pasado. El ingreso en la UE aportará estabilidad a una sociedad muy castigada.

Desde que DA (Justicia y Ve...

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Rumania y Bulgaria viven sus dos primeras semanas como nuevos socios de la Unión Europea. Con ellos, el club ya suma 27 miembros. Tras años de duras negociaciones, han logrado ajustar su economía a la de sus vecinos. Éste es un viaje a pie de calle para conocer mejor su tierra y sus gentes.

01 Rumania

Entre lo viejo y lo nuevo

El fantasma de Ceausescu todavía sobrevuela Rumania. Años de dictadura han generado corrupción y cierta vigencia de los modos del pasado. El ingreso en la UE aportará estabilidad a una sociedad muy castigada.

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Desde que DA (Justicia y Verdad, una coalición de derechas) gobierna Rumania, se ofrecen a los inversores oportunidades magníficas. Un negociante español que empezó hace tres años con productos alimenticios, pero enseguida se pasó al suelo y la construcción, nos explica: "El mercado de la construcción es tan excitante como lo era en España hace cinco años. Es infalible. Piense que en el año pasado salieron a la venta 6.000 pisos en Bucarest, una ciudad de 2,5 millones de habitantes que necesita cada año 45.000 nuevas viviendas… Ahora estoy edificando en la zona de los lagos, o sea, como quien dice, en medio del parque del Retiro; pero, qué demonios, es legal, el Estado restituyó el parque, y los dueños me han vendido el terreno. ¿Qué iba a hacer? ¿Dejarlo intacto y venir de vez en cuando a echar pan a los patos? ¡Ése no es mi trabajo!".

En relación con otros países que inmediatamente después de la caída del muro de Barlín, en 1989, emprendieron la liberalización de sus economías, Rumania demoró la transición hacia el mercado durante una década, presidida por los Gobiernos poscomunistas de Ion Iliescu; luego, los socialdemócratas pilotaron, entre enormes resistencias, los primeros pasos del camino al capitalismo, ahora expedito.

Simultáneamente a las nuevas realidades económicas, en el imaginario colectivo perduran los fantasmas del pasado, tan reciente. El trauma moral, psicológico y legal de las delaciones y de la Securitate se prolonga interminablemente, y lastra con el fardo del recelo, de la sospecha y de la paranoia las relaciones sociales y la deseable autoestima y confianza en el futuro.

Acaba de fallecer en Bucarest, a consecuencia de un cáncer, Zoe, la infeliz hija de los Ceausescu; los tiranos oscuramente ejecutados en las navidades de 1989. Zoe había reclamado a las autoridades judiciales el derecho a abrir la discreta tumba en el cementerio militar de Bucarest donde supuestamente descansan sus padres; abrigaba "fundadas sospechas" de que en esa tumba no están quienes se supone que deberían estar. Pocas semanas antes de morir recibió la negativa del tribunal, y naturalmente esa negativa redobló la desconfianza de una sociedad habituada a pensar en términos conspirativos.

De manera que el presente de Rumania es fascinante aunque sólo sea por la simultaneidad de tiempos y formas de vida contradictorios: rusticismo tercermundista en la negra provincia y a sólo unos pocos kilómetros de las grandes ciudades -Bucarest, Iasi, Brasov, Constanza- en la desembocadura del Danubio, en las que una burguesía insomne e hiperactiva prospera a velocidad de crucero. El reciente pasado totalitario, proyectando sus sombras sobre un mercado donde se entra y se sale por todas sus puertas abiertas de par en par. Los carros de los gitanos, tirados por pencos, en las maltrechas carreteras secundarias, y los modernos automóviles que congestionan a todas horas el centro de Bucarest. El formidable patrimonio arquitectónico de la capital -con sus palacios en el singular estilo autóctono Brancoveanu, sus villas déco, sus caserones racionalistas-, cayéndose a pedazos; perdiendo sus revoques, sus balcones y ornamentos, con el romántico jardín reciclado como parking de fortuna, mientras se alzan edificios de cristal. La irrealidad de Ceausescu y la virtualidad de Microsoft.

Si hubiera que poner un ejemplo de esta simultaneidad de lo viejo y lo nuevo podría ser el de Catalin Mitulescu, el cineasta de 35 años de edad que acaba de ser galardonado en el Festival de Cine de Cannes por su primer, impecable largometraje, Cómo pasé el fin del mundo.

Lo más llamativo de esta película excelente no es la madurez técnica ni la penetración en el análisis del daño infligido por el régimen totalitario a la psique, a la moral y a la autoestima de una sociedad entera, ni la generosidad con la que propone comprender, perdonar, pero no olvidar esas ofensas; sino su elegancia, el encanto que irradia de esa recreación del pasado ominoso, su peligroso embellecimiento.

En su oficina de la calle de Lister, en uno de los barrios más recoletos de Bucarest, de calles arboladas y suavemente curvas, de villas ocupadas por profesionales adinerados de última ola y viejos aparatchiks vergonzantes, Mitulescu nos explica el propósito de la película. "Quería volver a visitar aquel pasado de emociones tan fuertes, volver para comprender, y ese regreso se puede hacer con odio, pero también con nostalgia. Yo me propuse esto último: volver con nostalgia, porque si no acabamos con el odio seguiremos en estado de guerra, de guerra interior contra el comunismo".

El dictador apresuradamente ejecutado se ha convertido en un fantasma que habita en el alma de cada rumano; el filme de Mitulescu lo representa menos como un ser pavoroso, un monstruo infernal, que como un payaso o una marioneta en manos de una estructura: "La película es un exorcismo mediante el cual puedes enviarlo a dormir; decirle: vete, no quiero verte más. Al final comprendes que todos, incluido él, hemos sido víctimas de una enfermedad, de una ilusión. Y ya se sabe que comprender la enfermedad es un paso básico para sanar".

El cineasta insertó en la prensa un anuncio que decía: "Se busca a un señor de edad avanzada, que se parezca a Ceausescu, para encarnar su personaje en una obra de ficción. Presentarse el día X a las Z, en la calle doctor Lister…". A la hora fijada, seis o siete ancianos parecidos al tirano rondaban por el lugar, mirando de reojo al cineasta, manteniendo distancias recelosas. Luego, sin decir nada, se fueron. Sólo uno se decidió a presentarse. Era demasiado joven y no guardaba el más remoto parecido con el tirano. Aun así, Miculescu le hizo una prueba de reparto, y antes de despedirle, intrigado, le preguntó:

-Perdone, ¿ya sabe usted que no se parece en nada a Ceausescu?

El otro suspiró:

-Me parezco tanto… ¡Tanto!… Tanto…

El cine autóctono está resucitando, en parte gracias a una ley de mecenazgo que estimula a las agencias de publicidad a invertir en películas, y en parte gracias a que algunos nuevos ricos han empezado a querer ver sus nombres ligados a esa industria distinguida. La opinión pública afirma que esos nuevos millonarios han hecho su fortuna aprovechando la información privilegiada sobre los recursos y la venta pública de los bienes del Estado, a la que acceden gracias a sus relaciones o a su pertenencia a una oligarquía económica ligada al antiguo régimen. En ese estado de sospecha generalizada no es extraño que el ex presidente del Gobierno Emil Constantinescu (lo fue durante el periodo 1996-2000) declarase hace unos días que a él le venció la Securitate, contra la que había prometido luchar hasta el final.

La de Constantinescu es una declaración de impotencia patética, según Horia-Roman Patapievici, el intelectual más brillante de la nueva Rumania. En los primeros años de la cincuentena, Patapievici se expresa con afilada precisión, herencia de su formación universitaria como físico especializado en láser, y encarna la reanudación de la corriente intelectual de entreguerras capitaneada por Mircea Eliade.

Patapievici, como Dios, está en todas partes: preside el Instituto de Cultura, la institución dedicada a pregonar la cultura rumana en el exterior, y también la revista teórica Idei in Dialog; imparte clases, debate en televisión, escribe ensayos; la editorial española Áltera ha publicado su best seller local, El hombre reciente, y la también española Siruela anuncia para la próxima primavera su ensayo sobre la cosmología de Dante, Los ojos de Beatriz. A Patapievici le dio también tiempo a ocupar cargos políticos en el Gobierno liberal presidido por Traian Basescu, al que apoya sin reservas -aun admitiendo que fue el detestado predecesor socialdemócrata, Constantinescu, y su ministro de Asuntos Exteriores, Petre Roman, quienes acercaron Rumania a la OTAN y la UE-, y conoce los temores de la opinión pública sobre misteriosas estructuras del antiguo régimen que siguen controlando la economía y el futuro. "A nivel de instituciones", dice, "lo primero que está claro es que la Securitate ya no existe, aunque entre sus ex informadores y sus ex oficiales se mantengan solidaridades informales que pueden ser muy importantes. Ahora bien, bajo otro nombre continúan existiendo el personal de los servicios secretos, el edificio donde la Securitate tenía su sede, y los expedientes de sus miembros y sus colaboradores, o sea, la memoria de la policía secreta. Quien dispone de la memoria puede manejarla para el chantaje social y para decidir en qué dirección se construye el futuro".

El filósofo está convencido de que el ingreso en la Unión Europea será inmensamente beneficioso para Rumania, y no solamente por el flujo de dinero de los fondos de cohesión, sino porque aportará orden, estructuras legales fijas y racionales a un país regido por leyes contradictorias, y porque impondrá a los ciudadanos un comportamiento predecible, y la previsibilidad es una condición del progreso "absolutamente necesaria en una sociedad como la rumana, en la que se firman contratos y no se cumplen, se fijan citas y no se acude", y donde la influencia de la vecina Rusia "ha sido siempre nefasta, pues Rusia es sinónimo de imprevisibilidad".

La integración tiene también inconvenientes, tanto para los rumanos como para Europa: para Europa, supone Patapievici, será difícil asimilar la falta de disciplina y de seriedad rumana, y, por su parte, Rumania perderá la especificidad de su cultura rural, que es riquísima en cuanto a formas de relación social, arte, folclore, paisajes, arquitectura, música… "El legado de esa riqueza, en parte intangible, en parte indefinible, que sólo se puede apreciar viviéndola como experiencia, es un tesoro de la humanidad. Habría que preservarlo. Pero yo soy pesimista y creo que lo perderemos, porque somos tontos, perezosos, y, fundamentalmente, no nos gusta pensar".

A algunos, como, por ejemplo, a Ioan T. Morar, sí les gusta, como se ve en la trayectoria de este periodista de 50 años que desde Academia Catavencu -un semanario de humor e información, a medio camino entre el español Por Favor y el francés Le Canard Enchainé, fundado con otros nueve colegas, a la vez redactores y accionistas- ha influido sustancialmente en dinamizar el estilo de la prensa local y hecho sonreír a los ciudadanos a costa de la clase política. Con unas ventas de 70.000 ejemplares, el semanario ha generado un emporio de prensa que incluye el diario Cotidianul, la radio Guerrilla y media docena de revistas sectoriales. Un magnífico pastel que acaba de adquirir Sorin Ovidiu Ventu, alias SOV, magnate de la televisión privada y una de las primeras fortunas del país. "Ya sé que es un sujeto discutido, pero…", dice vagamente Morar, convertido de golpe en un hombre rico.

SOV es uno de los personajes más conocidos, y se le considera la tercera fortuna del país. Todo en él es leyenda. Es poliomelítico y recibe en la cama, como un sultán; se dice que durante el comunismo se dedicó al tráfico de divisas, y luego a diversas especulaciones financieras, entre ellas la fundación de un banco. Muchos de sus ex colaboradores están en prisión o fugados de la justicia, complicados en inversiones tipo pirámides financieras. Pero a Ventu nunca se le ha probado delito alguno.

"La gente no es capaz todavía de trabajar en equipo y de hablar claramente porque todavía nadie se fía de nadie", explica Maluca Voinea, prometedora comisaria de arte, de 26 años. Pero si, como suele decirse, los artistas adelantan o deben adelantar el futuro, el entusiasta relato de Voinea, dando cuenta de las múltiples iniciativas de diferentes artistas que en Bucarest, en Iasi, en Cluj o Timisoara aúnan fuerzas, forman grupos, abren galerías, celebran bienales (tres en Rumania, y las tres de iniciativa privada), buscan financiación, comparten información y establecen lazos con el exterior para dinamizar a un colectivo sin tradición -no hay arte contemporáneo más contemporáneo que el rumano: no tiene ayer-, hay motivo para tener confianza.

02 Bulgaria

Un buen lugar para invertir

Ser búlgaro es volver siempre al punto de partida. Siglos de dominación no han hecho mella en su capacidad de regeneración y en los círculos de negocios. El acelerado crecimiento económico genera optimismo.

En el año 2000, cuando el rey Simeón de Bulgaria regresó de su larguísimo exilio en Madrid y formó el movimiento nacional que llevaba su nombre, se alzó en torno a él una ola de entusiasmo popular. Un millón de personas -o sea, la totalidad de la población de la capital, un búlgaro de cada siete- salió a recibirle. El país había pasado por años muy duros. Bulgaria figuraba en el furgón de cola de los países del telón de acero que se iban incorporando a la UE.

El "hombre de Madrid" encarnaba a la vez un periodo de la historia previo al comunismo, y representaba el éxito de España, un país ejemplar que pasando de las manos de un dictador a las de un monarca se había enganchado con éxito al tren europeo. Simeón ganó las elecciones de 2001 con un inesperado 46% de los votos y empezó a gobernar un Gabinete de liberales expertos en gestión de empresas. Postulaban que, igual que una empresa, un país en crisis puede enderezar el rumbo en tres años: el primero es para estudiar su situación; el segundo, para aplicarle las recetas necesarias, y el tercer año, para corregir lo que convenga. Se empezó a hablar de los "ochocientos días" de Simeón. El diario Trut le regaló un reloj-calendario, y cada día descontaba en sus páginas un día, como si al llegar al cero hubiera de producirse un milagro. En vano matizó Simeón que él no era un iluminado que pretendiese cambiar un país en 800 días. La decepción fue grande. Hoy su partido sigue en el Gobierno, pero como segunda fuerza de una coalición liderada por el socialista Sergei Stanislev (hijo de Dimitar, ex secretario del Comité Central del PC durante la dictadura) y completada por el partido de la minoría turca, que convoca los recelos de muchos búlgaros, convencidos de que mira a Estambul más que a Sofía.

Es curioso -aunque no tan curioso, pues se trata de los Balcanes- que este Gobierno incoherente, liderado por los mismos poscomunistas que malgobernaron desde 1989 hasta 1997, haya adoptado una política económica ultraliberal propia de los partidos de la derecha, hoy en la oposición, desconcertada y atomizada.

Recién incorporada a la UE, con los precios del suelo y los salarios baratísimos y con una legislación enredada, pero complaciente, Bulgaria es tierra de promisión para los inversores extranjeros, sobre todo si, como en el caso de Marin Dimitrov, tienen origen búlgaro y relaciones en el país.

El caso de Marin es paradigmático. Hace unas semanas adquirió la antigua fábrica de suministros para automóviles de Dzhurovo, un pueblo de 1.080 habitantes a sólo 70 kilómetros de Sofía. Rodeado de campos de cultivo y tierras de pastoreo, con talleres textiles, la fábrica, un colegio y un instituto, este pueblo fue paradigma del bienestar del socialismo real de los años ochenta; en el caso de Bulgaria, y al contrario de Rumania, esa última década no fue la peor época. El colapso del sistema -que se produjo mediante golpe palaciego- llevó aparejada la ruina de Dzhurovo. Las tierras fueron devueltas a sus legítimos propietarios; muchos de los cultivadores tuvieron que alquilar retales, otros se quedaron en el paro. Ahora en el jardín de la escuela pastan las ovejas de un rebaño. Las empresas, no competitivas, fueron ofrecidas en subasta pública, sin que nadie se interesase, y quebraron en 1994. La desempleada comunidad gitana -cerca del 40% de los vecinos- desvalijó la fábrica. En realidad, lo que Marin Dimitrov ha comprado son suelo y paredes: las dos naves industriales, el edificio para la administración y el bloque de viviendas para los empleados. El coste de poner en marcha de nuevo el conjunto será el doble que el precio de compra, pero el negocio está asegurado por el aumento de valor del terreno consustancial a la entrada de Bulgaria en la UE: "Dentro de unos años, por el dinero que me ha costado no podría comprar ni el solar", dice Marin.

Y sabe de lo que habla porque en Múnich se dedica precisamente al análisis financiero. Forma parte del millón de búlgaros emigrados. En 1991, con 18 años, Marin emigró con sus padres a Suráfrica. Después de la universidad regresó a Europa como empleado en un banco de inversiones de Dresde. Luego se instaló en Múnich. Tiene 33 años, ahorros y ganas de instalarse por su cuenta en su tierra natal en vez de trabajar por cuenta ajena en Alemania. En Dzhurovo se le recibe como al dios que vencerá al desempleo. En el plazo de dos o tres meses, la fábrica, reconvertida en productora de elementos de madera, estará a pleno rendimiento. "La tercera parte del suelo de Bulgaria la ocupan los bosques. Con sólo tres máquinas puedo surtir de madera a Ikea y otras cadenas de producción de muebles. Un extranjero probablemente lo tendría más difícil; corro algún riesgo, claro, pero si las cosas se tuercen, siempre puedo despedir a los trabajadores, que aquí no hay sindicatos y el despido es libre, y revender el solar…".

Desde el cambio de régimen en 1989, Bulgaria ha sido dirigida por 13 Gobiernos, casi a uno por año. Así se prolonga hasta la actualidad la dificultad histórica que le ha impedido asentar una sociedad coherente, con sus normas, su orden y su jerarquía, que garantice un funcionamiento racional del país a medio plazo. Rusia liberó a Bulgaria de la dominación turca a mediados del siglo XIX; apenas se asentaba la nueva clase media, el comunismo repartió cartas nuevas. Cuando el comunismo empezaba a funcionar razonablemente mal, se restituyó a los viejos propietarios. Siguió el terrible invierno de Lukasovi, con racionamiento de la leche y sin suministros básicos garantizados; en 1992-1993 irrumpió la mafia, un fenómeno que sigue manifestándose hoy (el goteo de asesinatos constituye uno de los temas principales de la prensa, junto a la corrupción y los expedientes de los miembros de los servicios secretos del antiguo régimen), y por fin la inflación desbocada de 1996 hundió en la bancarrota a la frágil nueva burguesía y obligó a intervenir al FMI… Ser búlgaro es fatigoso: hay que estar siempre volviendo a la casilla de salida.

Hasta hace poco, Asen Grigorov, de 40 años de edad, dirigía un programa de economía en la televisión pública que le convirtió en el periodista más popular del país: se estaban creando las primeras empresas privadas, y los telespectadores querían saber qué es y cómo funciona la economía de mercado. Desde hace tres años, cada mañana, a las ocho, este periodista hiperactivo conduce un debate entre políticos, politólogos, sociólogos e intelectuales. A menudo ese debate versa sobre las nuevas leyes o sobre el eterno asunto de los expedientes de los agentes secretos, pero la mayoría de las veces se centra en temas de corrupción: corrupción en las aduanas, corrupción en el sistema judicial -muy ligada en este caso al crimen organizado local- y en las ofertas públicas de la Administración. "Veremos si la habrá también con los fondos europeos", dice Grigorov. "Sea como sea, la UE no va a cambiar las cosas de la noche a la mañana. Es un proyecto a medio plazo".

Angelina Dobreva está convencida de que el ingreso en la Unión Europea acabará normalizando el país más pronto que tarde. Su optimismo tiene el valor añadido del desinterés. Angelina desciende de una familia de industriales cuyas empresas fueron nacionalizadas en 1948; sus abuelos fueron internados en "campos correctivos a través del trabajo físico", o sea, en campos de trabajos forzados. Como hijos de enemigos del pueblo, sus padres no pudieron estudiar en la universidad. La restitución de sus bienes a principios de los noventa no les ha devuelto la antigua prosperidad -como la fábrica de Dzhurovo de la que acabamos de hablar, todo se había echado a perder-, pero Angelina no quiere lamentar esa tragedia familiar, común por otra parte en Sofía: "Prefiero olvidar, e incluso ignorar. Prefiero no leer el expediente de quienes informaron sobre nosotros. Seguro que algunos de ellos han seguido frecuentando nuestra casa, como buenos amigos de mis padres, y prefiero no saber quiénes son. Víctimas y verdugos, comunistas y anticomunistas, no podemos seguir peleando en el contexto de la UE, cuando se necesita unión social para defendernos en un sistema económico muy competitivo".

Angelina aconseja a las pymes búlgaras para que se fortalezcan con los fondos europeos de ayuda al desarrollo. Durante unos años trabajando en una consultora en Madrid se admiró de "la manera excepcional" con que se han invertido esos fondos en España: "Si en Bulgaria sabemos hacerlo la mitad de bien, será un éxito extraordinario", dice. "En España tuve el privilegio de ver cómo se hace lo que ahora estoy haciendo para Bulgaria, y lo que haré dentro de un año, cuando lleguen los fondos estructurales. Es como haber asistido al futuro de tu país con veinte años de antelación".

En los suburbios de Sofía, donde más fuerte suena la música vulgar y azucarada de Kamelia y de Mara la Abrebotellas, es honda la preocupación por el espeluznante aumento de los precios en suministros básicos -como el gas, la electricidad y los alimentos- que se anuncian. Pero en los círculos de negocios del centro, el acelerado crecimiento económico genera optimismo. La construcción, las tecnologías informáticas, los call centres, la producción de piezas para maquinaria y el textil son sectores muy vigorosos. El PIB ha crecido en los últimos cinco años entre el 4% y el 5%, y este año ha alcanzado el 6%. El entusiasmo es mayor en el sector financiero, claro está, pero también entre los dueños de empresas de producción que han sobrevivido a estos últimos, volátiles, quince años. Los nuevos ricos ya han obtenido sus mansiones, sus automóviles y sus ropas ostentosas, y se encuentran ya en el momento de comprarse el yate. El yate lo anclarán en algún puerto deportivo de la costa del mar Negro: 200 kilómetros de playa en los que se han hecho inversiones cuantiosas con miras al turismo, cuya demanda sube entre el 10% y el 25% anuales. El Gobierno ha decidido que los fondos europeos no vayan a esas playas ya sobreedificadas, sino a infraestructuras básicas en el interior (piscinas, paseos marítimos, canales, depuradoras de agua…) y sobre todo para el turismo rural, ecológico, de balnearios, cultural…

"Hemos madurado. Somos más lúcidos. Ya nadie espera que de Occidente nos llegue la redención; el tiempo de las ilusiones y del desencanto ya ha pasado. Ahora éste es ya un país normal, banal, donde la gente se ocupa de pagar las cuentas y planear las vacaciones", dice alegremente Stefan Kissiov, de 43 años, uno de los mejores escritores búlgaros y el único que escribió una novela contra el régimen durante el comunismo.

Para publicar 'El verdugo' -donde recrea el procedimiento, piadoso e inhumanizado, de ejecutar a los condenados haciéndoles creer que se les tomaba una foto (el arma letal se camuflaba en la cámara)-, Kissiov tuvo que aguardar a la caída del régimen. En cuanto se abrieron las fronteras emigró a Suiza, se empleó como camarero en un hotel de Zúrich y allí tuvo el placer de conocer a Friedrich Dürrenmatt, cliente asiduo con el que charlaba sobre literatura cada vez que éste pedía algo al servicio de habitaciones. "Trabajando un año en Zúrich pude comprarme un piso en Sofía, para dedicarme a escribir sin preocuparme del alquiler", resume Kissiov.

A su colega Anton Donchev -de edad más avanzada y el novelista búlgaro más conocido en el mundo, tanto durante el antiguo régimen como hoy (en España, la editorial Metáfora publicó El misterioso caballero del libro sagrado, una novela histórica, como casi todas las suyas)- le inquieta la reducción del espacio cultural: "Hace veinte años, en Sofía había 1.100 librerías; hoy quedan 50. En el resto del país, muchas ciudades de 15.000 o 20.000 habitantes no tienen ni una sola… Yo, en estos años, he ido publicando una novela en cuatro volúmenes; pues bien, del primer tomo se hizo una tirada de 392.000 ejemplares, lo que es una barbaridad; pero la tirada del cuarto tomo ha sido de sólo 2.000. Y aun así tengo la suerte de ser uno de los tres o cuatro escritores búlgaros que se ganan la vida con su trabajo".

Aunque apoya al partido socialista, Donchev reprocha a las clases dirigentes que en la carrera hacia la prosperidad hayan olvidado algo fundamental: "El ser humano tiene alma. Aquí, a nadie le importa la vida espiritual, cuando al fin y al cabo el hombre percibe el mundo con el alma, y es el espíritu el que hace la valoración y decide qué es bueno y qué es malo".

También en eso el país se normaliza.

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