Vivir sin enterarse

Hace ya diez años escribí en otro sitio sobre los enormes cambios habidos en nuestra percepción del tiempo, y aunque ya sé que no es elegante citarse a uno mismo, la verdad es que no sé decirlo ahora mejor que entonces, y entonces concluía con estas frases aproximadas (cito de memoria, luego no me cito tanto, y en todo caso, disculpas): "Todo sucede a mayor velocidad y el presente es cada vez más raudo, pero el pasado y el futuro -justamente por eso- nos quedan siempre muy lejanos. El pasado y el futuro no están sucediendo, y todo lo que no es ahora parece remoto y brumoso". Hoy esa tendencia ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Hace ya diez años escribí en otro sitio sobre los enormes cambios habidos en nuestra percepción del tiempo, y aunque ya sé que no es elegante citarse a uno mismo, la verdad es que no sé decirlo ahora mejor que entonces, y entonces concluía con estas frases aproximadas (cito de memoria, luego no me cito tanto, y en todo caso, disculpas): "Todo sucede a mayor velocidad y el presente es cada vez más raudo, pero el pasado y el futuro -justamente por eso- nos quedan siempre muy lejanos. El pasado y el futuro no están sucediendo, y todo lo que no es ahora parece remoto y brumoso". Hoy esa tendencia se ha acentuado hasta convertirse en una especie de enfermedad de la perspectiva, sobre todo en lo relativo al futuro. Casi nadie lo ve ya (o no quiere verlo), y eso está conduciendo a la gente joven o incluso madura a no contar nunca con lo que normalmente la alcanzará, y a tomar medidas que no van en perjuicio suyo de momento pero que sí lo harán a medio o a corto plazo, ay, mucho antes de lo que se imaginan. Es como si el hombre, por primera vez en su historia, no tuviera más visión que la de su presente instantáneo (casi animalesca), y sólo fuera capaz de decirse: "Puesto que ahora no tengo cincuenta años, no hay ningún motivo para que vaya a tenerlos". Y por supuesto es aún más frecuente que piense, o más bien sienta: "Puesto que ahora estoy vivo, no tengo por qué estar nunca muerto".

Más información

En estas fechas, como se ha publicado, más de cuatro mil empleados de Televisión Española y Radio Nacional pasarán a la reserva, la mayoría por haber cumplido ya los cincuenta años. Unos se van de buen grado, con su prejubilación "generosa", y otros a regañadientes, pero al parecer casi ninguno por iniciativa propia, sino de esos Entes. La medida afectará a rostros y voces bien conocidos, como Beatriz Pécker, Julio César Iglesias, Alicia Gómez Montano, Maldonado y Montesdeoca, Erquicia, Rosa María Calaf, Julio de Benito, Gómez Fuentes, Antonio Gasset y muchos otros. Lo llaman "expediente de regulación de empleo", y supone que de aquí a poco tiempo -al parecer la salida será escalonada- dejaremos de ver y oír a algunos de los mejores. Y en seguida hay que añadir que no todos fueron desde el principio buenos, sino que la experiencia y el tiempo los mejoraron, como suele pasar en la mayoría de los oficios (quizá con la salvedad de la canción juvenil y el deporte). Esta fiebre prejubilatoria no es exclusiva de esos organismos, sino algo generalizado, y constituye uno de los más aberrantes disparates de nuestra sociedad. Tal vez, hace un siglo, la gente llegaba a la cincuentena cansada y cascada, y con tan sólo quince años de vida por delante. Hoy una persona de cincuenta, sesenta o incluso más (y a menos que haya trabajado en la mina o en lugares igual de duros) puede estar no ya en plena posesión de sus facultades, sino a menudo en su mejor etapa. Y sin embargo se hace difícil encontrar nuevo empleo con cuarenta años, no digamos con algunos más. El siguiente paso, en el que estamos, es que quienes ya lo tienen antiguo lo abandonen de prisa y corriendo para dar paso a veinteañeros a los que las empresas podrán explotar con sueldos míseros durante bastante tiempo (es una de las ventajas) y a quienes, como es natural, faltarán experiencia y brega. A esos veinteañeros, además, se les pondrá la pistola en la sien cada vez más pronto, y es probable que hayan de prejubilarse no ya a los cincuenta, sino a los cuarenta, de tal manera que ya nunca se produciría una verdadera transmisión del conocimiento adquirido con la veteranía. Otra consecuencia nada baladí de esto es que, quedándoles a los hoy arrumbados entre veinticinco y treinta y cinco años de vida, se engruesan desproporcionadamente las filas de los desocupados, los cuales no sólo no producen, sino que suelen dar una lata increíble a los que aún trabajan. Una de las mayores rémoras de una sociedad es contar con un exceso de ociosos.

Si estas medidas se aplicaran a las letras y al cine, tendríamos que estar ya jubilados Pérez-Reverte, Atxaga, Rosa Montero, Villena, Jiménez Losantos (bueno, a éste no le vendría mal una pausa, pero también bastaría con que sus amigos y jefes obispos le dieran un valium de buena mañana, después de la hostia) y yo mismo, nacidos todos en 1951. No digamos Savater, Mendoza, Azúa, Millás, Guelbenzu, Almodóvar, Gimferrer, Vila-Matas, Díaz Yanes y muchos otros, nacidos algún que otro año antes. O hasta Llamazares y Muñoz Molina, que son de alguno más tarde. Lo más sorprendente, con todo, es que quienes propugnan y llevan a efecto tantos retiros y prejubilaciones apresuradas no sepan ya imaginarse a sí mismos. Es como si los humanos hubieran perdido esa capacidad fundamental de golpe, cuando la vida consiste en gran medida en imaginarse, hacia el pasado y hacia el futuro. Sin eso, de hecho, sin esa proyección imaginativa en las dos direcciones, la vida no se vive del todo, o se vive sin enterarse. Es a eso, sin embargo, extrañamente o no tanto, hacia lo que se quiere que vayamos, si es que no hemos ya llegado.

Archivado En