Columna

La gran parada de Nabokov

Cierto papanatismo español encontró la excusa del uso político que el franquismo hizo del fútbol para establecer una distinción que no nos honra. A saber, la que cree que el fútbol es en esencia incultura. No son muchos los escritores europeos ni latinoamericanos que coinciden con nuestro triste tópico, y se podría hacer fácilmente una fantástica selección mundial de fútbol formada por novelistas de primera. Eduardo Mendoza debería ser el seleccionador, con Enrique Vila-Matas como primer ayudante. El húngaro Peter Esterhazy sería un buen central, y en el centro del campo habría que alinear a d...

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Cierto papanatismo español encontró la excusa del uso político que el franquismo hizo del fútbol para establecer una distinción que no nos honra. A saber, la que cree que el fútbol es en esencia incultura. No son muchos los escritores europeos ni latinoamericanos que coinciden con nuestro triste tópico, y se podría hacer fácilmente una fantástica selección mundial de fútbol formada por novelistas de primera. Eduardo Mendoza debería ser el seleccionador, con Enrique Vila-Matas como primer ayudante. El húngaro Peter Esterhazy sería un buen central, y en el centro del campo habría que alinear a dos británicos, Julian Barnes y Salman Rushdie, ambos apasionados de este deporte y frecuentes cronistas de fútbol, ambos con gran sentido del humor y visión de aficionado que, además, puede alardear de entendido. Imborrable también el recuerdo de Nick Hornby, que hizo de su pasión por este deporte el tema único de su primer libro.

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En una selección mundial de fútbol literario estarían también autores de otras lenguas y otras culturas, como Albert Camus, que sería el Zidane de la selección mundial si no fuese porque cuando jugaba lo hacía de portero.

Pero mi favorito para el puesto de guardameta titular es un ruso, Vladímir Nabokov, cuyo retrato del portero como chiflado constituye uno de los momentos más brillantes de su inagotablemente brillante autobiografía, Habla, memoria. Nabokov hace un elogio del individualismo radical que en sus tiempos adornaba al portero, el único jugador que no vestía con la camiseta del equipo. Hoy en día, con el portero jugando de líbero en los equipos de espíritu generoso, atacante, el guardameta está más unido al resto del once que antaño, pero la veta de la singularidad sigue ahí: véanse si no las mangas recortadas de la camiseta del más sensato y seguro de los porteros españoles, Iker Casillas.

Ayer jugó (en campo contrario, en las jornadas de Caixaforum) el mejor escritor-delantero de los tiempos recientes, el argentino Jorge Valdano, poderoso jugador que, en sus tiempos de entrenador, demostró que la sabiduría futbolística no tiene por qué estar reñida con la capacidad de decir cosas articuladas e incluso imaginativas sobre este deporte.

Menos mal, porque este país futbolero por excelencia, suma a la vergüenza de su lamentable historial en las competiciones internacionales, la tontez del divorcio entre fútbol y literatura. Que Manuel Vázquez Montalbán empezó a subsanar, y que otros siguen subsanando. Debo admitir que con dos de los escritores españoles que más admiro y con quienes mantengo una larga amistad, Javier Marías y Ray Loriga, hemos hablado de fútbol tanto como de literatura. Dos puntas de lujo, de antigua afición. Sólo que ahora, con el Barça jugando como juega, les noto menos proclives a la charla de fútbol que cuando su equipo, el Real Madrid, dominaba la escena nacional y europea. Justo Navarro formaría con ellos una línea atacante que, por supuesto, debería completar un culé como él.

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