Tribuna:

Mascarada

"¡Teatro al aire libre!", proclama el Director de Escena. "No", replica el Caballo Blanco, "Ahora hemos inaugurado el verdadero teatro, el teatro bajo la arena". Al poco rato, un prestidigitador cuestiona desde el escenario: "¿Qué se puede esperar de una gente que inaugura el teatro bajo la arena? Si abriera usted esa puerta, se llenaría de mastines, de locos, de lluvias, de hojas monstruosas, de ratas de alcantarilla. ¿Quién pensó nunca que se pueden romper todas las puertas de un drama...?".

Estas voces que García Lorca puso en boca de los personajes de su obra teatral ...

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"¡Teatro al aire libre!", proclama el Director de Escena. "No", replica el Caballo Blanco, "Ahora hemos inaugurado el verdadero teatro, el teatro bajo la arena". Al poco rato, un prestidigitador cuestiona desde el escenario: "¿Qué se puede esperar de una gente que inaugura el teatro bajo la arena? Si abriera usted esa puerta, se llenaría de mastines, de locos, de lluvias, de hojas monstruosas, de ratas de alcantarilla. ¿Quién pensó nunca que se pueden romper todas las puertas de un drama...?".

Estas voces que García Lorca puso en boca de los personajes de su obra teatral El público, me han venido a la memoria en las últimas semanas en más de una ocasión. A su vez, es inevitable que esta cita lorquiana me remita a unas preguntas dejadas en el aire por aquel fabuloso animal de teatro que fue Fabià Puigserver y que alguien, años más tarde, tuvo la ocurrencia de grabar en una placa en el centro del vestíbulo de la nueva sede del Teatre Lliure:

"¿Qué se puede esperar de una pandilla de francotiradores locos que confunden el teatro con una aventura personal? ¿Qué se puede esperar de unos aficionados que mezclan la gestión, la producción y hasta la puesta en escena y el arte con la amistad y el amor? ¿Qué se puede esperar de unos incontrolados que hacen del teatro una manera de vivir y del lugar de trabajo su propia casa?".

Lejos de toda nostalgia, esta digresión viene a cuenta con motivo de los rumores fundamentados, o al menos hasta la fecha no desmentidos, aparecidos este verano en la prensa sobre la posible fusión del Teatre Lliure-Teatre Públic de Barcelona con el Teatre Nacional de Catalunya con la intención de hacer de ellos un único gran teatro público bajo la tutela de la Generalitat.

No hay que creer este rumor. Al menos, yo no quisiera creerlo. Después de las muchas tribulaciones que ha vivido el Lliure desde su inicio hasta los últimos años de su refundación, me cuesta imaginar a un responsable de política cultural cavilando que la mejor solución para todos es aunar los dos teatros, quizá con la intención de ahorro económico y de paso para aligerar el problema que ha molestado en más de una ocasión a las administraciones públicas como piedra en el zapato.

Más allá de la duda del responsable de gestión cultural acerca de si el TNC y el Lliure son o no son proyectos antagónicos, existe la certeza compartida por muchos de su diferenciada trayectoria, reconociendo también al Lliure como un teatro nacional en la sombra, en libertad y por mérito propio. Ésta ha sido su gracia y su virtud: ser para el público, para el ciudadano, un teatro sentido como propio a lo largo de casi tres décadas de compromiso cívico y creativo. Un teatro de todos y de nadie. Un teatro público libre de un deber de teatro oficial o de una demanda de mercado y a su vez concertado con las diferentes instituciones. Un singular arlequín de muchos amos y ninguno.

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Con cierta temeridad, imaginemos por un momento qué habría sucedido (o no) si el teatro público de Cataluña hubiera dependido exclusivamente de la Generalitat en nuestro último cuarto de siglo. Por una y otra razón soy incrédulo ante este rumor de un Teatre Nacional bicéfalo que por ende ignoraría las reglas del juego, al hacer caso omiso de los estatutos de la propia Fundació Teatre Lliure-Teatre Públic de Barcelona y en concreto del punto referido a su extinción. ¿O es que se intentaría traspasar o fusionar un teatro con consejo de dirección y patronato incluidos?

Durante años hemos asistido en varias ocasiones a la decisión del Lliure de cerrar las puertas del teatro ante la cicatería o desatención de algunas administraciones. Es posible acotar o intentar rebajar la aportación económica pública a un teatro en función de su taquilla, pero difícilmente transformar el desarrollo de su modelo propio.

Insisto, no doy crédito a tanto despropósito. En cambio, estoy convencido de que para un gestor político-cultural es un momento propicio para la sensibilidad de izquierdas y de progreso. Más que fusionar, hay que agrupar. Un ejemplo: ¿cómo entender que cohabiten instituciones tan referentes como el propio Institut del Teatre, la gran sala multidisciplinar del Mercat de les Flors y el Teatre Lliure sin interrelacionarse? ¿Por qué no dinamizar un proyecto sugerido hace ya años por el actual presidente de la Generalitat y abandonado en el camino? ¿Por qué no regenerar la idea de sinergia de la Ciutat del Teatre como un espacio abierto al tráfico de recursos, equipamientos e ideas y a su vez integrador de elementos? Una zona de libre creatividad, sin injerencia y con un sistema de gobierno plural y democrático.

Sin ninguna duda este posible mosaico de la Ciutat del Teatre está muy lejos del espíritu de proyectar la cultura como excusa para un megaevento gestado y gestionado por las instancias políticas o económicas al servicio de una simple ecuación: a más público, más éxito y mayor complacencia.

Frente a ello, una vez más, conviene manifestar a la cultura como forma no domesticada de subversión y como una concatenación de pequeños y esenciales acontecimientos casi siempre ignorados por el gran público y surgidos de individuos o pequeñas colectividades sin mesianismo ni servidumbre.

Por lo general la política se mueve por conveniencia, y la cultura, la creatividad, por convicción. Extrañamente, coinciden. No ha ocurrido así en la reciente operación del Fórum Universal de las Culturas de Barcelona, ante un sentimiento generalizado de escepticismo. No hay que hacer leña del árbol caído. Tan sólo nos queda confiar en que cualquier noche puede salir el sol. Hoy, en la desolación, no ha de sorprender a nadie que nuestro ámbito intelectual y creativo se sienta sumido en una situación de perplejidad o hartazgo, y se manifieste por disolver el nódulo que a lo largo de años y años de una infinita transición política ya caduca ha obstaculizado un cambio fundamental en los objetivos culturales de Cataluña.

Es más, han sido los propios creadores, representados por sus diferentes asociaciones y plataformas, quienes han expresado la voluntad de constituir un nuevo y radical modelo de la cultura, un futuro Consell de les Arts de Catalunya (CAC) con atribuciones ejecutivas sobre la creación artística y autonomía para determinar sus propias prioridades, programas y presupuestos bajo supervisión del Parlament.

Somos muchos los que confiamos en que la clase política actual y en especial el Gobierno de la Generalitat sean sensibles a esta voluntad de los diferentes sectores de la cultura y a su vez se mantengan fieles al interés y compromiso manifiesto en su programa electoral. Asimismo, celebramos la designación de un comisionado para redactar un estudio que sea crisol de muchas voluntades y consenso en el que se basará una futura ley de constitución del CAC.

Nadie debe alarmarse ante esta iniciativa. Cataluña puede ser un escenario perfecto y un futuro referente para este nuevo proyecto de gestión por su singularidad demográfica, cultural y económica. No hay que olvidar que otros países, como Inglaterra, Finlandia, Holanda..., han realizado experiencias similares en sus organismos culturales.

Esta nueva fórmula de gestionar la política cultural en libertad y responsabilidad abre una brecha de esperanza. También, claro está, de incógnitas y aventura. Pero ¿cómo entender la creatividad sin cuestionamiento y riesgo?

Si el futuro Consell de les Arts de Catalunya fuera así, ¿qué sentido cabe dar a las mascaradas de fusiones o confusiones? Al fin y al cabo, el público, ese coro expectante y silencioso, ¿qué dirá de todo ello?

Frederic Amat es pintor y escenógrafo.

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