Tribuna:

Ellos y ellas: ¡viva la diferencia!

Un grupo de biólogos europeos y estadounidenses, encabezados por Helen Skaletsky, investigadora del prestigioso Instituto de Tecnología de Massachusetts, acaba de descubrir que el cromosoma sexual masculino Y, responsable, entre otras cosas, del desarrollo de los testículos, contiene un número mayor de genes del que los expertos sospechaban. Una conclusión de este sensacional hallazgo es que las diferencias genéticas entre hombres y mujeres son mucho más marcadas de lo que hasta ahora se pensaba.

Quizá sea conveniente recordar que todos empezamos nuestro viaje por la vida cuando el fogo...

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Un grupo de biólogos europeos y estadounidenses, encabezados por Helen Skaletsky, investigadora del prestigioso Instituto de Tecnología de Massachusetts, acaba de descubrir que el cromosoma sexual masculino Y, responsable, entre otras cosas, del desarrollo de los testículos, contiene un número mayor de genes del que los expertos sospechaban. Una conclusión de este sensacional hallazgo es que las diferencias genéticas entre hombres y mujeres son mucho más marcadas de lo que hasta ahora se pensaba.

Quizá sea conveniente recordar que todos empezamos nuestro viaje por la vida cuando el fogoso espermatozoide paterno, cargado con 23 cromosomas o partículas portadoras de los genes, atraviesa victorioso la envoltura gelatinosa del apacible óvulo materno, dotado de otros tantos cromosomas, que lo espera a la entrada del útero. En ese momento, quedamos destinados al grupo de ellos, construidos de células que llevan en su equipaje la pareja de cromosomas XY, o al grupo de ellas, que albergan la pareja XX. Encargados de configurar nuestro sexo genético, estos pares de cromosomas fueron identificados hace casi un siglo y bautizados por sus siluetas parecidas a las letras correspondientes del abecedario.

Aparte del mérito científico de este descubrimiento, lo que más me ha llamado la atención es que la noticia ha provocado en muchas personas -en su mayoría mujeres- una cierta suspicacia o aprensión a que se reabra el viejo y tenso debate sobre las diferencias entre los sexos. La preocupación es comprensible. A lo largo de nuestra historia, las comparaciones entre hombres y mujeres en cientos de libros sagrados y tratados de ciencias han servido para alimentar crueles ideologías devaluadoras y discriminatorias del sexo femenino. La extensa lista de obras de fe abarca desde el relato del Génesis donde Dios subordinó la creación de la primera mujer a la necesidad de compañía del hombre y la esculpió de una de las 24 costillas de éste, hasta los pronunciamientos ex cátedra de numerosos líderes religiosos actuales, que, escudándose en decretos divinos misóginos, consideran que los varones son los únicos legítimos embajadores del reino de los cielos ante los mortales. En el mundo de las ciencias, el mismo Aristóteles, juzgado por muchos como la figura intelectual más importante de todos los tiempos, afirmaba en su obra De generatione Animalium que las mujeres eran "hombres mutilados", seres inferiores porque tenían la sangre "más fría", algo que mermaba su capacidad para razonar. Sorprende y defrauda que las bases absurdas de teorías primitivas como ésta, que durante varios milenios propugnaron la inferioridad del género femenino, no fuesen desmanteladas por ninguno de los grandes genios posteriores, incluidos Galeno, Bacon, Descartes, Pascal, Newton, Darwin, Freud, Einstein y otras muchas lumbreras que iluminaron tantas misteriosas leyes del universo.

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En los últimos dos siglos, a pesar de una sociedad tan infecunda como hostil a la idea de igualdad de los dos sexos, un puñado de intrépidas pioneras, apoyadas por algún varón admirable -como el parlamentario inglés John Stuart Mill, que en 1865 propuso legitimar el voto femenino-, plantaron en Europa y Estados Unidos las semillas de la equidad. Pero sólo hace unos sesenta años el concepto de igualdad comenzó a florecer en algunos países democráticos. Yo pienso que los notables avances experimentados recientemente por las mujeres occidentales han sido el resultado de la confluencia del movimiento feminista que reivindica la paridad de derechos, y la legalización de métodos eficaces para controlar el embarazo, sin lo cual la autonomía y la igualdad de oportunidades son imposibles. En esta revolución, es obvio que la bandera de la igualdad ha valido de símbolo claro y potente para aglutinar las voluntades contra las injusticias sexistas. No obstante, creo que existen abundantes motivos de peso para alegrarnos de que la especie humana se divida en dos sexos diferentes. Me explico.

La diversidad biológica, psicológica y cultural que aportan a la naturaleza humana ellos y ellas tiene grandes ventajas para la supervivencia y la continua mejora de la calidad de vida de la especie. Por ejemplo, gracias a la variedad de nuestro material genético, formado de los genes procedentes de nuestro padre y de nuestra madre, nos adaptamos mejor a ambientes variables o inestables que requieren flexibilidad, y nuestro sistema inmunológico fabrica defensas más efectivas contra peligrosos microbios mutantes. Igualmente, nuestro doble origen nos permite librarnos de ciertas enfermedades graves porque a menudo el efecto patológico de un gen dañado transmitido por uno de nuestros progenitores se neutraliza por el gen sano heredado del otro. Éste es precisamente el mecanismo por el que las mujeres se libran de padecer hemofilia, enfermedad hereditaria que altera la coagulación de la sangre.

En el cerebro se cuecen las emociones, los pensamientos, las actitudes, las conductas y, literalmente, la manera de ser de las personas. Las diferencias entre el cerebro masculino y el femenino son tangibles y obedecen a factores genéticos, hormonales, educacionales y sociales que dirigen el desarrollo de millones de neuronas y sus incontables conexiones en los primeros 16 años de vida. Estas diferencias explican el que ellos, en general, sean más agresivos que ellas, muestren mayor predilección por juegos peligrosos, suelan ser más enérgicos en tareas que requieren fuerza, velocidad o lanzamiento de objetos, y puntúen más alto en actividades visuales y espaciales, como leer mapas o solucionar laberintos. Y también explican que las mujeres usualmente manifiesten preferencia por situaciones que tratan sobre temas de relaciones o de afiliación social, tengan más fluidez verbal y posean mejor destreza manual y memoria para localizar objetos. Si examinamos el cúmulo de estrategias que utilizan los seres humanos para controlar su entorno y superar los desafíos que a diario les plantea la vida, es fácil concluir que las habilidades típicas -aunque no exclusivas- de los hombres y las mujeres se complementan. Aplicadas conjuntamente, constituyen herramientas formidables.Por otra parte, no hay que ser sociólogos para darnos cuenta de que cada género aporta cualidades enriquecedoras únicas a las costumbres y valores culturales de cualquier pueblo. Las diferencias se escenifican en las relaciones entre las personas, en el hogar familiar, en las ocupaciones, en las formas de solucionar conflictos, en las modas, en el arte o en las actividades de ocio. El entramado cultural está marcado por el ingenio, las prioridades y las huellas creativas propias de cada género.

Es verdad que siempre que los científicos sacan a la luz nuevas diferencias entre hombres y mujeres, como en este caso del cromosoma Y, surge el peligro de que alguien las utilice como arma arrojadiza para reclamar la superioridad de unos sobre otros, acaparar poder injustamente y defender políticas mezquinas exclusivistas. Quizá por esto no faltan personas imaginativas que se preguntan si no viviríamos mejor si todos los miembros de nuestra especie fuesen indiferenciados, homogéneos. Los aficionados a la mitología apuntan a Hermafrodito, el dios dotado de los dos sexos y sus mejores virtudes, fruto de una noche pasional de Hermes y Afrodita. Sin embargo, el problema no son las diferencias, sino el uso perverso que hacemos de ellas.

Cada día se acumula más evidencia científica que demuestra que las diferencias entre hombres y mujeres forman la esencia de la diversidad que solidifica los pilares sobre los que se preserva la humanidad, se renueva la civilización y se cultiva la convivencia feliz.

Luis Rojas Marcos es profesor de Psiquiatría de la Universidad de Nueva York.

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