Tribuna:

Bush, la UE y la polémica de los alimentos

Si pensaban que la desavenencia de la Administración de Bush con sus aliados europeos concluyó con la campaña militar en Irak, piénsenlo mejor. Ahora la Casa Blanca apunta a algo mucho más personal y explosivo en potencia: la clase de alimentos que los europeos deben comer. La semana pasada, el presidente George W. Bush denunció que la prohibición de la Unión Europea sobre los alimentos transgénicos estaba impidiendo que los países en vías de desarrollo cultivaran cereales modificados genéticamente para su posterior exportación, lo que tenía como resultado un aumento del hambre y de la pobreza...

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Si pensaban que la desavenencia de la Administración de Bush con sus aliados europeos concluyó con la campaña militar en Irak, piénsenlo mejor. Ahora la Casa Blanca apunta a algo mucho más personal y explosivo en potencia: la clase de alimentos que los europeos deben comer. La semana pasada, el presidente George W. Bush denunció que la prohibición de la Unión Europea sobre los alimentos transgénicos estaba impidiendo que los países en vías de desarrollo cultivaran cereales modificados genéticamente para su posterior exportación, lo que tenía como resultado un aumento del hambre y de la pobreza en las naciones más pobres del mundo. Estos comentarios, realizados pocos días antes del encuentro de los líderes del G-7 en Evian, Francia, enfriarán probablemente aún más las relaciones entre Estados Unidos y Europa.

En este mismo mes, el Gobierno de Estados Unidos desafió legalmente a la Organización Mundial del Comercio para que forzara a la Unión Europea a levantar el moratorium de facto establecido sobre la venta de alimentos y semillas modificados genéticamente. La Unión Europea respondió que no existe moratoria y señaló que en el último año ha aprobado dos solicitudes para importar semillas modificadas genéticamente. A pesar de todo ello, la nueva ofensiva del presidente Bush implicará posiblemente otro enfrentamiento entre las dos superpotencias, enfrentamiento cuyo impacto a largo plazo podría ser aún más serio que la fisura producida por la invasión de Irak.

En primer lugar, hay que entender que para la mayoría de los europeos los alimentos transgénicos son un anatema, y se oponen a ellos tan firmemente como a la pena de muerte. Aunque los europeos se preocupan por las consecuencias nocivas para el medio ambiente y la salud que podrían derivarse de los alimentos transgénicos, también les afectan las consecuencias culturales. Los estadounidenses aceptaron hace mucho tiempo una cultura basada en la comida rápida, pero en Europa los alimentos y la cultura están íntimamente unidos. Cada región se enorgullece de sus propias tradiciones culinarias y ofrece sus productos locales, desde el vinagre balsámico de Módena, Italia, hasta el excelente vino francés de Burdeos. En un mundo dominado por las fuerzas globalizadoras, cada vez más controlado por los gigantes corporativos, organismos de gobierno impersonales y regímenes reguladores burocráticos, los europeos sienten que el último vestigio de identidad cultural que todavía pueden controlar es la elección de sus alimentos. Ésa es la razón por la que todas las encuestas de opinión pública realizadas en Europa, incluidas las que se han llevado a cabo en los países de Europa del Este y Europa central candidatos al ingreso en la Unión Europea, muestran una aplastante desaprobación pública de los alimentos transgénicos.

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Las empresas alimenticias mundiales que ejercen su actividad en Europa han respondido a esta aversión del público con una promesa de mantener sus productos libres de cualquier rasgo modificado genéticamente. McDonald's, Burger King, Campbell, Coca-Cola, Heinz, Pillsbury, Nestlé y Unilever han acordado que sus alimentos y bebidas no contendrán organismos transgénicos. Al forzar el asunto de los alimentos modificados genéticamente, la Administración de Bush está provocando indignación y resentimiento en la opinión pública, sentimientos que pueden llegar a ser mucho más perjudiciales para la alianza atlántica de lo que la mayoría de los americanos creen. La Casa Blanca ha empeorado la situación al insinuar que la oposición europea a los alimentos transgénicos equivale a imponer una sentencia de muerte a millones de personas hambrientas del Tercer Mundo. Negar a los granjeros con pocos recursos de los países en desarrollo un mercado europeo de alimentos modificados genéticamente, señala la Casa Blanca, sólo les permite cultivar alimentos no transgénicos, lo que se traduce en la pérdida de muchas ventajas comerciales que trae aparejadas el cultivo de cereales modificados genéticamente. Los comentarios del presidente Bush sobre los muchos beneficios de los alimentos transgénicos, más que un argumento político razonado parecen un informe de relaciones públicas escrito a toda prisa por Monsanto y BIO, la asociación comercial de biotecnología de Estados Unidos.

Para que quede claro, el hambre del Tercer Mundo es un fenómeno complejo que no podrá ser anulado con la introducción de cultivos transgénicos. Primeramente, hay que reconocer que el 80% de los niños desnutridos de las zonas en desarrollo viven en países con excedente de alimentos; el problema del hambre tiene más relación con la manera de emplear la tierra cultivable. Hoy en día, el 21% de los cultivos de los países en desarrollo se destina al consumo animal. En muchos de estos países, más de una tercera parte de los cereales se cultivan para alimentar el ganado. A su vez, estos animales serán ingeridos por los consumidores más acaudalados de los países industriales del norte. La consecuencia es que estos consumidores siguen una dieta rica en proteínas animales, mientras que a la población más pobre sólo le queda una pequeña parte de tierra en la que cultivar cereales para sus propias familias. E incluso la tierra que tienen a su disposición, pertenece con frecuencia a empresas agrícolas mundiales, lo cual agrava la difícil situación de los campesinos pobres. La introducción de cereales modificados genéticamente no va a cambiar esta realidad básica.

En segundo lugar, el presidente Bush habla de los grandes ahorros que se producirán al sembrar cereales transgénicos; lo que ignora convenientemente es que las semillas modificadas genéticamente son mucho más caras que las convencionales y, al estar patentadas, los granjeros no podrán reservarlas para sembrarlas en la próxima cosecha, ya que pertenecen a las empresas de biotecnología. Al controlar la propiedad intelectual de los rasgos genéticos de los principales cultivos del mundo, las empresas como Monsanto se preparan para amasar beneficios fabulosos mientras los agricultoresmás pobres del mundo quedan cada vez más marginados.

En tercer lugar, la Casa Blanca señala que la nueva generación de cereales contendrá genes cuyas proteínas producirán vacunas, medicamentos e, incluso, productos químicos. La Administración de Bush cita el ejemplo del "arroz dorado", una nueva variedad de arroz modificada genéticamente con un gen que produce beta-caroteno. Tras observar que medio millón de niños pobres en todo el mundo tienen deficiencia de vitamina A y quedan ciegos, el representante de Comercio de Estados Unidos, Robert B. Zoellick, señala que sería inmoral negarles esa valiosa fuente alimenticia. Durante años, la industria biotecnológica ha estado cantando las alabanzas de lo que llaman el arroz "milagroso", a pesar de los artículos publicados en revistas científicas en los que se afirma que no funciona. El beta-caroteno no es vitamina A. Para convertirlo en esa vitamina se requiere que el cuerpo humano tenga suficiente proteína orgánica y grasa, pero como estos niños están desnutridos, carecen de las proteínas orgánicas necesarias para llevar a cabo la conversión.

Por último, está la cuestión medio ambiental planteada a raíz de la introducción en masa de cereales que contienen genes capaces de crear de todo, desde anticuerpos contra el herpes genital y medicamentos para tratar la fibrosis quística, la hepatitis B, la enfermedad de Hodgkin, el sida, el Alzheimer y otras enfermedades, hasta productos químicos para uso industrial. ¿Qué les ocurre a los insectos, a los pájaros y a otros animales que ingieren materias vegetales que contienen estas sustancias químicas? ¿Y cuáles son las consecuencias para la salud humana? El pasado mes de diciembre el ministerio de Agricultura de Estados Unidos ordenó incinerar unas 18.000 toneladas de semilla de soja que se empleaban en la preparación de todo tipo de productos, desde helados hasta comida para bebés; se almacenó por error en un silo que ya contenía maíz modificado genéticamente para producir una vacuna contra la diarrea porcina.

Lo que también mortifica a los europeos es el estilo moralizante del presidente Bush cuando se trata de fomentar un programa de productos transgénicos para Europa. Cuando en un discurso pronunciado la semana pasada, el presidente dijo que "los gobiernos europeos, en vez de obstaculizar esta gran causa, deberían unirse a ella para acabar con el hambre en África" y otros lugares del mundo, muchos líderes europeos se indignaron. Señalan que los países de la Unión Europea destinan a la ayuda de estos países un porcentaje de sus ingresos nacionales brutos mucho más alto que el de Estados Unidos. Actualmente, EE UU ocupa el puesto número 22 en lo que se refiere al porcentaje de los ingresos nacionales brutos destinado a esta ayuda, el más bajo de las naciones industrializadas. Lo más probable es que el torpe plan de Bush para forzar a los europeos a que acepten los alimentos transgénicos se vuelva contra él. De hecho, podría ser la gota que colma el vaso en lo que se refiere a las relaciones entre europeos y estadounidenses. Como ocurrió con la crisis de Irak, la batalla de los alimentos modificados genéticamente contribuye a unir a la opinión pública europea y otorga un nuevo sentido a su identidad común europea, a la vez que la distancia todavía más de su antiguo aliado al otro lado del Atlántico.

Esta disputa también puede rebajar la ya debilitada categoría de la Organización Mundial del Comercio. Incluso si esta Organización finalmente apoya al Gobierno de Estados Unidos y obliga a la Unión Europea a aceptar los alimentos transgénicos, la victoria será probablemente pírrica. Eso se debe a que cualquier orden de la Organización Mundial del Comercio para aceptar estos alimentos no va a surtir probablemente el menor efecto en los granjeros europeos, los consumidores o la industria alimenticia que los abastece. Todos los métodos represivos de Estados Unidos juntos no podrán lograr que los europeos consuman alimentos transgénicos. Lo único que va a conseguir el gran boicot europeo contra los productos modificados genéticamente es poner en evidencia la debilidad subyacente tras la globalización y los actuales protocolos comerciales que la acompañan. En la lucha desatada entre el poder comercial mundial y la resistencia cultural local, la polémica de los alimentos transgénicos podría ser el botón de muestra que nos obligue a replantearnos las bases mismas del proceso de globalización.

Jeremy Rifkin es presidente de la Fundación sobre Tendencias Económicas de Washington, y autor de El siglo de la biotecnología (Grijalbo/Mondadori, 1999) © Jeremy Rifkin, 2003.

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