DEBATE

Mantener, reformar, liquidar

Tras la inoperancia del FMI en la prevención y salida de la crisis asiática de 1997 y 1998 -que se ha vuelto a repetir en el caso de Argentina-, se puso de moda hablar de la necesidad de una nueva arquitectura financiera internacional (NAFI). Una bella arte, la arquitectura, se introducía como metáfora en el mundo de las finanzas.

Las recetas del Fondo casi siempre han sido de talla única y en muchas ocaciones han añadido recesión a la recesión. El papel de este organismo era central en esa nueva arquitectura que se quería construir. El contexto era el siguiente: por una parte, u...

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Tras la inoperancia del FMI en la prevención y salida de la crisis asiática de 1997 y 1998 -que se ha vuelto a repetir en el caso de Argentina-, se puso de moda hablar de la necesidad de una nueva arquitectura financiera internacional (NAFI). Una bella arte, la arquitectura, se introducía como metáfora en el mundo de las finanzas.

Las recetas del Fondo casi siempre han sido de talla única y en muchas ocaciones han añadido recesión a la recesión. El papel de este organismo era central en esa nueva arquitectura que se quería construir. El contexto era el siguiente: por una parte, una creciente integración económica mundial, en la que hay una liberalización casi absoluta de los mercados de capitales y las transacciones financieras; por la otra, la emergencia de una serie de crisis financieras (de liquidez o de solvencia), cada vez más frecuentes y con mayor capacidad de contagio. A partir de la crisis financiera asiática, que se extendió inmediatamente a Rusia y a América Latina (en general, a los países emergentes), en todos los foros multilaterales fue un clamor la necesidad de la NAFI. Se buscaba un conjunto de normas institucionales y prácticas que configurasen el sistema financiero internacional; una serie de semáforos que indique si se puede pasar, si están en verde, o no, si están en rojo. Transparencia, información, tipos de cambio flexible, una nueva división de funciones entre los organismos internacionales, etcétera.

Aunque algunos de los economistas más ultraliberales piden lisa y llanamente la disolución de organismos como el FMI o el Banco Mundial, el consenso se ha establecido sobre otras pautas: tipos de cambio flexibles entre las distintas monedas; normas bancarias homologadas; controles más estrictos a los fondos de alto riesgo; un sistema de alerta roja, parecido a un satélite meteorológico que alerte al mundo de los tornados económicos inminentes; mejoras de los sistemas legales para crear una estructura moderna de quiebras (resaltado en su último artículo por la subdirectora del Fondo, Anne Krueger); lucha contra la corrupción gubernamental; contratar supervisores bancarios; división del trabajo entre los organismos internacionales, de forma que el Banco Mundial se especializase en las actuaciones contra la pobreza, reformas estructurales y cambios a largo plazo, y el FMI en las intervenciones a corto plazo, en las crisis monetarias y de las balanzas de pagos; fondos regionales para las crisis cambiarias que complementen al FMI; fortalecimiento de los sistemas financieros, etcétera.

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La NAFI no ha sido hasta ahora más que retórica. En cuanto se superan los problemas más coyunturales, su necesidad se sumerge y no vuelve a aparecer hasta que es congregada por un nuevo episodio de crisis. Algunos economistas opinan que es ampuloso llamar a estas reformas nueva arquitectura financiera internacional, porque lo que se necesitan no son arquitectos, sino fontaneros y electricistas. Las cañerías y la electricidad son las que hacen que la casa funcione y, como todos sabemos, no hay nada más difícil que encontrar a un buen fontanero o un buen electricista que repare a tiempo las averías del lugar en donde vivimos. Pero el sistema financiero es la aristocracia del capitalismo.

El pasado mes de octubre, el Departamento del Tesoro de EE UU presentó al Congreso unas bases para la reforma del FMI. Ya se intuía entonces la profundidad de la crisis argentina y el organismo acababa de conceder algunos préstamos a Turquía. La propuesta de Paul O'Neill reducía el papel del Fondo en las crisis en favor del sector privado, y vinculaba las ayudas a la apertura comercial de los países receptores. Se trataba de mejorar la efectividad del FMI en la prevención de las crisis, aumentar las condiciones que aseguren la estabilidad macroeconómica y reforzar su papel en la lucha contra el blanqueo de capitales. Asimismo, planteaba la posibilidad de un Fondo de geometría variable que ayudase a unos países y no a otros.

De cómo acabe la crisis argentina dependerá que el FMI salga fortalecido o aún más deteriorado. Sobre su futuro caben tres soluciones: mantenerlo más o menos como está, con leves retoques cosméticos, que es lo que está sucediendo en el último lustro. Reformarlo, para hacerlo más eficaz, pero también más democrático, sabiendo que en esta institución se tiene más poder cuanto más financiación se aporta y que no está vigente lo de un país, un voto. Y por último, hacerlo desaparecer; en esta última alternativa confluyen los técnicos y los políticos más aislacionistas de Estados Unidos, partidarios de la filosofía del riesgo moral y de que cada palo (cada país) aguante su vela, y los antiglobalizadores más extremos, que opinan que el Fondo ha hecho tanto daño que ha perdido toda legitimidad para seguir actuando.

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