Columna

Una mirada esencial

Por inusitada -la noticia llenará de estupor, sin duda, a más de un paladín de las modas de turno-, tan alejada de las rutinas más obvias del escalafón, a la par que tan certera y pertinente, debemos, a mi juicio, celebrar con entusiasmo la noticia de la concesión del Premio Nacional de Artes Plásticas a Juan José Aquerreta. Como 'un solitario radical' lo definió Juan Manuel Bonet al encabezar su presentación de la última individual madrileña del artista, destacando así el aura asociada a la intempestiva apuesta que ha vertebrado, desde un empeño de autoexigencia extrema, la trayectoria del pi...

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Por inusitada -la noticia llenará de estupor, sin duda, a más de un paladín de las modas de turno-, tan alejada de las rutinas más obvias del escalafón, a la par que tan certera y pertinente, debemos, a mi juicio, celebrar con entusiasmo la noticia de la concesión del Premio Nacional de Artes Plásticas a Juan José Aquerreta. Como 'un solitario radical' lo definió Juan Manuel Bonet al encabezar su presentación de la última individual madrileña del artista, destacando así el aura asociada a la intempestiva apuesta que ha vertebrado, desde un empeño de autoexigencia extrema, la trayectoria del pintor pamplonés.

Resultaría, con todo, impropio desligar por entero los orígenes de la búsqueda de Aquerreta de la constelación de propuestas neofigurativas que marcó la emergencia de su propio entorno generacional en el contexto vasco-navarro del final de los sesenta, como sería injusto no enfatizar a continuación el distanciamiento inmediato frente a los estereotipos compartidos y, por encima de todo, su ensimismada indagación, ajena a cualquier contagio de las inflexiones dictadas por las tendencias del momento, en pos de la raíz más despojada de ese vínculo enigmático que liga las posibilidades elementales de la pintura a la epifanía de lo sensible.

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Desde esas claves, Aquerreta se convertiría, por talante y por la propia órbita excéntrica de su empeño, en lo que suele calificarse como un artista secreto, mas también, para los bien elocuentes apasionados de su pintura, en uno de los nombres que más ciertamente alcanza un horizonte cercano a la excelencia en nuestro panorama creativo de las últimas décadas. Nace su poética de una destilada síntesis que se mira, es cierto, en el espejo de paradigmas como el de su confesada devoción matissiana, como Bonnard o Seurat, el candor auroral de los primitivos o la presencia de la estatuaria arcaica, pero, a diferencia de las retóricas historicistas tan al gusto de los guiños de la posmodernidad, decanta a partir de ellos, en el paisaje como en el desamparo monumental de las figuras, una sintaxis de ascetismo extremo.

Para Alfredo Alcaín, Aquerreta es, de nuestros pintores, quizá el más 'morandiano', afirmación que hay que entender, una vez más, vaciada de cualquier servidumbre mimética, como resonancia afín a la tarea espiritual de ese otro gran solitario que fue el maestro boloñés, una mirada capaz de desnudar el alma de las cosas, ese temblor inefable y esquivo que las sumerge hacia el silencio.

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