Columna

Voces heridas

Esperemos que amaine, pero no me parece una buena señal el furor desatado tras las últimas elecciones contra comentaristas, columnistas e intelectuales. No es que deban estar libres de críticas, ni que no deban (no debamos) tampoco autocriticarnos, más el asalto efectuado contra el valor del intelectual, al que se le ha cargado de connotaciones lamentables, señala un prejuicio de nuestra sociedad además de poner en evidencia rencillas gremiales. Pues no debemos olvidar que lo que provocaba el escándalo era cierta heterodoxia en los posicionamientos, poco acordes con el canon político del intel...

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Esperemos que amaine, pero no me parece una buena señal el furor desatado tras las últimas elecciones contra comentaristas, columnistas e intelectuales. No es que deban estar libres de críticas, ni que no deban (no debamos) tampoco autocriticarnos, más el asalto efectuado contra el valor del intelectual, al que se le ha cargado de connotaciones lamentables, señala un prejuicio de nuestra sociedad además de poner en evidencia rencillas gremiales. Pues no debemos olvidar que lo que provocaba el escándalo era cierta heterodoxia en los posicionamientos, poco acordes con el canon político del intelectual, más que el derecho a opinar o a firmar manifiestos, derecho que tanto los intelectuales denostados como sus críticos han ejercido y lo seguirán haciendo.

Una de las críticas más injustas que se han lanzado contra los intelectuales digamos contestatarios ha sido su responsabilidad en el desamparo de las víctimas. Se les ha acusado de manipularlas con fines espúreos, de dar falsas promesas que garantizaban la seguridad de facto en cuanto hubiera un cambio de gobierno, etc. Se les ha colocado, pues, al margen de las víctimas, y se ha olvidado lo esencial: que esos intelectuales eran también víctimas. No es que hayan dejado desamparados a otros, sino que también ellos se sienten desamparados, sumidos en el desconcierto, y con la sensación de que su testimonio, la proclama de su terror, no ha movido a piedad a la ciudadanía, que les ha dejado tirados a los pies de los caballos. Es posible que su denuncia parezca exagerada, que más de un votante nacionalista piense que en su voto también pesó la solidaridad con las víctimas. Pero no deja de ser cierto que esos intelectuales vivieron los últimos años con especial zozobra, y que la línea política del nacionalismo gobernante no les auguraba un futuro en seguridad, sino una mayor zozobra e incluso la perspectiva de tener que abandonar su tierra. En tanto que víctimas, dieron voz a las víctimas, sumidas hasta entonces en el silencio, e incluso el desprecio, y su testimonio ha sido fundamental para que éstas ocupen el lugar central que hoy ocupan en la regeneración democrática de nuestra sociedad.

Quizá sea esa naturaleza de víctimas la que explique el papel atípico y acaso excesivo desempeñado por un sector de la intelligentsia en los acontecimientos políticos recientes. Sin renunciar al análisis crítico como instrumento fundamental de su quehacer, el sector airado de la intelligentsia vasca descubrió en su propio terror y desamparo la clave de la situación a la que se enfrentaba. Si una supuesta frialdad de la razón y cierto distanciamiento emocional parecen ser requisitos exigidos a la tarea intelectual, lo que aquí, entre nosotros, embargó a los intelectuales fue el calor de la razón, una emoción aterrada que vio por sí misma el terror que invadía a la sociedad vasca y se descubrió a sí misma como la premisa de la que había que partir para el análisis y la búsqueda de soluciones. El hecho de que su apuesta política no haya sido la triunfadora no invalida el acierto de sus premisas y si en algo ha de ser autocrítica esa intelligentsia es, en primer lugar, en la asunción que ha hecho de los resultados como si de una derrota se tratara.

Es cierto que apostaron por un cambio en las instituciones como condición necesaria para la salvaguarda de los derechos individuales conculcados, pero es en la defensa de estos últimos donde se debe poner el acento más que en la fórmula de gobierno que haya de garantizarlos. Y desde esta perspectiva, hemos de concluir que se ha provocado una situación nueva, imprevisible para todos los analistas de uno y otro signo, y que abre expectativas más favorables que la situación anterior. En las nuevas circunstancias, la interiorización de la derrota sólo puede conducir al desánimo o al enquistamiento en posiciones pretéritas, cuando lo que se exige ahora es la vigilancia para que el nuevo gobierno emprenda una política integradora y actúe con resolución contra la violencia callejera y el crimen.

La catarsis liberadora que ha supuesto estos dos últimos años la solidaridad contra el miedo, así como el autoreconocimiento de las víctimas en tanto que víctimas, no puede caer en saco roto. Jamás, en años recientes, habíamos asistido a una eclosión similar de discursos plurales que rompían la monotonía y la violencia del discurso impuesto, y eso debe continuar. Desde el miedo se han liberado las lenguas, y las lenguas han de seguir hablando. Todas, por supuesto.

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