Columna

¿Pero cuál de ellos es David?

En el emocionante filme de Gillo Pontecorvo La batalla de Argel, el militar al frente de la represión antinacionalista interroga a un jefe del FLN que ha sido detenido tras haber colocado una bolsa cargada con explosivos en un café de la capital: la deflagración ha causado 18 muertos, entre ellos mujeres y niños, sin duda todos civiles.

El coronel Mathieu, paraca, aun admitiendo que el Ejército francés practica la tortura para hacer hablar a los terroristas, le pregunta al guerrillero cómo puede justificar una acción como la del café, que no es más que un asesinato en masa...

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En el emocionante filme de Gillo Pontecorvo La batalla de Argel, el militar al frente de la represión antinacionalista interroga a un jefe del FLN que ha sido detenido tras haber colocado una bolsa cargada con explosivos en un café de la capital: la deflagración ha causado 18 muertos, entre ellos mujeres y niños, sin duda todos civiles.

El coronel Mathieu, paraca, aun admitiendo que el Ejército francés practica la tortura para hacer hablar a los terroristas, le pregunta al guerrillero cómo puede justificar una acción como la del café, que no es más que un asesinato en masa desprovisto de todo interés militar. El guerrillero le lanza una mirada de varios siglos de antigüedad y responde sin arrogancia ni truculencia: vosotros bombardeáis nuestros aduares y allí mueren también mujeres y niños, civiles todos; os cambiamos ahora mismo nuestras bolsas con bombas por vuestros aviones de guerra.

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En la anécdota, verosímilmente cierta, se encarnan la fuerza y la debilidad de los dos bandos enfrentados: el Ejército israelí y los terroristas suicidas palestinos, estén teledirigidos por la Autoridad Palestina de Yasir Arafat o sean obra exclusiva de la espontaneidad criminal de Hamás.

La debilidad del primer ministro israelí, Ariel Sharon, a quien Arafat acusa de comenzar ahora su gran ofensiva de primavera para destruir al movimiento palestino, es su extrema fortaleza militar, que no le permite, sin embargo, hacer una guerra en debida forma; una fuerza a la que, por mucho helicóptero artillado que despliegue, le falta suficiente enemigo enfrente, trincheras, unidades acorazadas, posiciones sobre el terreno, para derrotar en campo abierto a un adversario que aunque muere, como cualquier otro, carece, en principio, de la capacidad de rendición formal que legitime la guerra de Sharon, librando su parte alícuota de combate.

¿Cómo se destruye a un movimiento? Ya lo intentó el mismo Ariel Sharon en la guerra de Líbano de junio de 1982, donde el palestinismo, militarmente por supuesto aniquilado, se le escapó, sin embargo, vivo porque su mayor tangibilidad mortal era apenas la de la sombra de una idea.

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Y, de la misma forma, la fortaleza de la Autoridad Palestina es una relativa debilidad que le impide plantearse cualquier cosa menos una guerra de verdad, tanto como le complacería al primer ministro del Likud.

Es cierto que todo ello tiene un precio terrible, que hasta la fecha tanto Arafat como su masa de maniobra palestina han demostrado estar bien dispuestos a pagar, como es el goteo permanente de vidas arrojadas al fuego de la confrontación política. Si la guerra es, como dijo aquel de todos conocido, la continuación de la política por otros medios, la Intifada palestina es la continuación de la guerra también con otros útiles, que nos devuelve siempre tenazmente a la política para cerrar este círculo de tiza del terror. Bolsas contra helicópteros. Y nadie quiere ni puede cambiar de arma.

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